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CAPÍTULO PRIMERO — BREVE CONFERENCIA ESPIRITISTA
Diálogo primero
El crítico
Visitante. –Le diré a usted, caballero, que mi razón se resiste a admitir la
realidad de los extraños fenómenos atribuidos a los espíritus que, estoy persuadido de
ellos, sólo existen en la imaginación. No obstante, habríamos de inclinarnos ante la
evidencia, y así lo haría yo, si pudiese tener pruebas irrecusables. Vengo, pues, a solicitar
de su amabilidad el permiso de asistir únicamente, para no ser indiscreto, a una o dos
sesiones a fin de convencerme, si es posible.
Allan Kardec. –Caballero, desde el momento en que su razón se resiste a
admitir lo que nosotros tenemos por hechos positivos, es porque la cree superior a la de
todas las personas que no participan de sus opiniones. No pongo en duda su mérito, y no
tengo ninguna pretensión en hacer superior mi inteligencia a la suya. Admita usted, pues,
que yo vivo engañado, puesto que es la razón quien le habla, y asunto concluido.
V. –Sin embargo, sería un milagro, eminentemente favorable a su causa, que llegase a convencerme a mí, que soy conocido como antagonista de sus ideas.
A. K. –Lo siento, pero no tengo el don de hacer milagros. ¿Usted cree que una o dos sesiones bastarían para convencerle? Sería, en efecto, un verdadero milagro. Yo he necesitado más de un año de trabajo para convencerme a mí mismo, lo que le prueba que, si soy espiritista, no ha sido de ligeras. Por otra parte, caballero, yo no doy sesiones, y según parece, usted está equivocado sobre el objeto de nuestras reuniones, dado que no hacemos experimentos para satisfacer la curiosidad de nadie.
V. -¿Usted no desea, pues, hacer prosélitos?
A. K. -¿Por qué habría de desear hacer de usted uno de ellos, si usted no lo desea? Yo no violento ninguna convicción. Cuando encuentro personas que sinceramente desean instruirse y que me honran, pidiéndome aclaraciones, es para mí un placer y un deber contestarle con arreglo a mis conocimientos. Pero con los antagonistas que, como usted, tienen convicciones fijas, no doy un paso para atraérmelos, dado que encuentro bastantes personas dispuestas, y no pierdo el tiempo con las que no lo están. Sé que tarde o temprano llegará la convicción por la fuerza de las cosas, y que los más incrédulos serán arrastrados por la corriente; algunos partidarios más o menos no hacen falta, por ahora, en la balanza. Por eso no me verá usted nunca exasperarme para que participen de nuestras ideas aquellos que tienen tan buenas razones como usted para alejarse de las mismas.
V. –Sería, sin embargo, más útil el convencerme de lo que usted cree. ¿Quiere usted permitirme que me explique con franqueza, prometiéndome no ofenderse por mis palabras? Expondré mis ideas sobre el asunto y no sobre la persona a quien me dirijo. Puedo respetar a ésta, sin participar de su opinión.
A. K. –El Espiritismo me ha enseñado a prescindir de las mezquinas susceptibilidades del amor propio, y a no ofenderme por palabra alguna. Si las suyas salvan los límites de la urbanidad y de la conveniencia, deduciré de aquéllas que es usted un hombre mal educado, y nada más. Por lo que a mí respecta, prefiero abandonar a los otros los errores, que participar de ellos. Por esto únicamente comprenderá usted que el Espiritismo sirve de algo. Lo repito, caballero, no tengo ningún empeño en que usted sea de mi opinión; respecto la de usted, si es sincera, como deseo que se respete la mía. Mas ya que trata usted al Espiritismo de ilusión fantástica, se habrá dicho al dirigirse a mi casa: Vamos a ver a ese loco. Confiéselo usted francamente, no me enfadaré por eso. Todos los espiritistas somos locos, esto es lo que piensa normalmente. Pues bien, caballero, puesto que usted juzga al Espiritismo como una enfermedad menta, sería para mí un cargo de conciencia el comunicársela, y me maravilla que, teniendo tal idea, desee adquirir una convicción que le incluirá en el número de los locos. Si anticipadamente está persuadido de que no le podrán convencer, el paso que ha dado es inútil, porque no tiene otro objeto que la curiosidad. Concluyamos, pues, se lo ruego, porque no estoy para perder el tiempo en conversaciones sin objeto.
V. –Podemos engañarnos, hacernos ilusiones, sin ser por ello locos.
A. K. –Hable sin rodeos. Diga, como tantos otros, que el Espiritismo pasará como un soplo, pero habrá de convenir en que la doctrina que en algunos años ha hecho millones de prosélitos en todos los países, que tiene sabios a sus órdenes y que se propaga preferentemente en las clases ilustradas, es una manía especial, digna de examen.
V. –Yo tengo mis ideas sobre el particular, es cierto, pero no son de tal modo absolutas, que no consienta en sacrificarla a la evidencia. Decía, caballero, que debe usted tener cierto interés en convencerme. Le confesaré que voy a publicar un libro en que me propongo demostrar ex profeso lo que considero un error. Y como semejante libro tendrá gran aceptación y derrotará a los espíritus, no lo publicaría si usted llegase a convencerme.
A. K. –Me dolería en el alma, caballero, privar a usted de los beneficios de un libro que ha de tener tamaña trascendencia. Además, no tengo ningún interés en impedirle que lo publique; le deseo, por el contrario, una gran popularidad, pues nos servirá de prospecto y de anuncio. El ataque dirigido a una cosa despierta la atención; muchas personas quieren ver su pro y su contra, y la crítica la hace conocer de aquellos que ni siquiera pensaban en ella, así es como, sin saberlo, se hace la mayoría de las veces de reclamo en provecho de aquellos a quienes se quiere perjudicar. Por otra parte, la cuestión de los espíritus es tan interesante, pica la curiosidad hasta tal punto, que basta llamar sobre ella la atención para despertar deseos de profundizar en ella. 1
V. –Luego, según usted, ¿La crítica no sirve para nada, la opinión pública no tiene ningún valor?
A. K. –Yo no veo en la crítica la expresión pública, sino una opinión individual que puede engañarse. Lea usted la historia y verá cuántas obras maestras han sido criticadas a su aparición, lo que no ha impedido que continuaran siéndolo. Cuando una cosa es mala, todos los elogios posibles no conseguirán hacerla buena. Si el Espiritismo es un error, caerá por sí mismo; si es una verdad, todas las diatribas no harán de él una mentira. Su libro serán una apreciación personal; la verdadera opinión pública decidirá si es exacta. Para ello se querrá ver; y, si más adelante se reconoce que usted se ha engañado, su libro será ridículo, como los publicados en otro tiempo contra la teoría de la circulación de la sangre, de la vacuna, etcétera. Pero me olvidaba de que usted ha de tratar la cuestión ex profeso, lo que quiere decir que la ha estudiado en todas las fases; que ha visto todo lo que se puede ver, leído lo que se ha escrito sobre el particular, analizado y comparado las diversas opiniones; que se ha encontrado en las mejores condiciones para observar por usted mismo; que ha consagrado a dicho estudio noches enteras durante muchos años; en una palabra, que no ha descuidado usted nada para llegar al hallazgo de la verdad. Debo creerlo así, siendo un hombre formal, porque sólo el que practica todo lo indicado tiene derecho a decir que habla con conocimiento de causa. 1. Después de este diálogo, escrito en 1859, la experiencia ha venido a demostrar claramente la exactitud de esta proposición. ¿Qué pensaría usted de un hombre que se erigiese en censor de una obra literaria sin conocer la literatura, de un cuadro sin haber estudiado la pintura? Es principio de lógica elemental que el crítico deba conocer, no superficialmente, sino a fondo, el asunto de que habla, sin lo cual carece de valor. Para combatir un cálculo, se ha de aducir otro; mas para ello es preciso saber calcular. La crítica no debe limitarse a decir que una cosa es buena o mala, es necesario que justifique su opinión con una demostración clara y categórica, basada en los principios del arte o de la ciencia. ¿Y cómo podrá hacerlo si los ignora? ¿Podría usted apreciar las excelencias o defectos de una máquina sin conocer la mecánica? No; pues bien, su juicio sobre Espiritismo, que no conoce, no tendrá más valor que el que emitiera sobre la indicada máquina. Será usted sorprendido a cada instante en flagrante delito de ignorancia; porque los que habrán estudiado el Espiritismo verán enseguida que está fuera de la cuestión, de donde deducirán, o que no es usted un hombre serio, o que no procede de buena fe. En uno y otro caso, se expondrá a recibir un mentís poco agradable a su amor propio.
V. –Precisamente para salvar ese escollo vengo a rogarle que me permita presenciar algunos experimentos.
A. K. -¿Y cree usted que esto le bastará para hablar ex profeso del Espiritismo? ¿Cómo podrá comprender dichos experimentos, y lo que es más aún, juzgarlos, si no ha estudiado los principios que les sirven de base? ¿Cómo podrá usted apreciar el resultado, satisfactorio o no, de los experimentos metalúrgicos, por ejemplo, sin conocer a fondo la metalurgia? Permítame decirle a usted, caballero, que su proyecto es absolutamente semejante al del que, no sabiendo matemáticas ni astronomía, dijese a uno de los miembros del Observatorio: “Caballero, pienso escribir un libro sobre astronomía, y probar además que su sistema es falso, pero como que no tengo ni idea al respecto, permítame usted mirar dos o tres veces por los telescopios. Esto me bastará para saber tanto como usted.” Por extensión únicamente, la palabra criticar es sinónimo de censurar; en su acepción normal, y según su etimología, significa juzgar, apreciar. La crítica, pues, puede ser aprobatoria. Criticar un libro no equivale precisamente a condenarlo; el que se encargue de esta tarea debe desempeñarla sin ideas preconcebidas. Pero si antes a abrir el libro lo ha condenado ya anteriormente, su examen no puede ser imparcial. En semejante caso se encuentra la mayor parte de los que han hablado del Espiritismo. Por la palabra se han formado una opinión y han hecho lo que el juez que sentenciara sin tomarse el trabajo de examinar los autos. De aquí ha resultado que su juicio ha sido falso, y que en vez de persuadir ha hecho reír. Respecto de los que han estudiado seriamente la cuestión, la generalidad ha cambiado de parecer, y más de un adversario se ha vuelto partidario, viendo que se trataba de una cosa muy distinta de lo que había creído.
V. –Usted hablará del examen de los libros en general; ¿Pero cree usted que sea materialmente posible a un periodista leer y estudiar todos los libros que le vienen a mano, sobre todo cuando se trata de teorías nuevas, que le sería preciso profundizar y comprobar? Tanto valiera exigir de un impresor que leyese todas las obras que salen de sus prensas.
A. K. –A tan juicioso razonamiento sólo tengo que responder que, cuando se carece de tiempo para hacer concienzudamente una cosa, no se debe entrometer nadie en ella, y que vale más hacer una y bien, que diez y mal.
V. –No crea usted, caballero, que he formado mi opinión a la ligera. He visto mesas que giraban y golpeaban, y personas que se imaginaban escribir bajo la influencia de los espíritus; pero estoy convencido de que todo era charlatanismo.
A. K. -¿Cuánto pagó usted por ver todo eso?
V. –Nada, ciertamente.
A. K. –Pues vea usted unos charlatanes de singular especie, y que conseguirán cambiar el significado de la palabra. Hasta ahora no se habían conocido charlatanes desinteresados. Por un bromista haya querido divertirse una vez, ¿Ha de seguirse que las otras personas sean embaucadoras? Por otra parte, ¿Con qué objeto se habrían hecho cómplices de una mistificación? Para divertir la sociedad, contestará usted. Convengo en que una vez se preste alguien a una broma; pero cuándo esta dura meses y años, creo que el mistificado es el mistificador. ¿Es probable que, por el mero placer de hacer creer una cosa, que se juzga falsa, se aburra alguien horas enteras junto a una mesa? Semejante placer no es digno de tanto trabajo. Antes de calificar un acto de fraudulento, es preciso preguntarse qué interés hay en engañar, y usted convendrá en que existen posiciones que excluyen toda sospecha de superchería, y personas cuyo carácter es una garantía de probidad. Otra cosa sería si se tratase de una especulación, porque el cebo de la ganancia es mal consejero. Pero, aun admitiendo que en este último caso se hiciera constar positivamente una maniobra fraudulenta, no se probaría nada contra la realidad del principio, dado que de todo puede abusarse. Porque se vendan vinos adulterados, no se sigue que no lo haya puro. El Espiritismo no es más responsable de los que abusan de su nombre y lo explotan, que la ciencia médica de los charlatanes que preconizan sus drogas, y la religión de los sacerdotes que abusan de su ministerio. El Espiritismo por su misma naturaleza y novedad, debía prestarse a ciertos abusos, pero ha ofrecido medios de reconocerlos, definiendo claramente su verdadero carácter y declinando toda solidaridad con los que le explotan o le separan de su objeto exclusivamente moral, haciendo de él un oficio, un instrumento de adivinación o de fútiles investigaciones. Desde el momento que el Espiritismo traza por sí mismo los límites en que se encierra, y precisa lo que dice y lo que no dice, lo que puede y no puede, lo que es o no de sus atribuciones, lo que acepta y lo que rechaza, toda la culpa recae sobre aquellos que, sin tomarse el trabajo de estudiarlo, lo juzgan por las apariencias, quienes al encontrar charlatanes que se jacten de ser espiritistas para atraer a los transeúntes, dirán gravemente: He ahí el Espiritismo. ¿En quién recae definitivamente el ridículo? No es en el charlatán que desempeña su oficio, ni en el Espiritismo cuya doctrina escrita desmiente semejantes asertos, sino en los críticos, que hablan de cosas que no conocen, o que a sabiendas alteran la verdad. Los que atribuyen al Espiritismo lo que es contrario a su esencia, lo hacen, o por ignorancia o con intención; si es lo primero obran con ligereza, si es lo segundo con mala fe. En el último caso, se asemejan a ciertos historiadores que alteran la historia en interés de un partido o de una opinión. Y un partido se desacredita siempre, empleando tales medios, y no logra su objetivo. Observe usted bien, caballero, que no pretendo que la crítica deba aprobar nuestras ideas necesariamente, ni siquiera después de haberlas estudiado; no censuramos de ningún modo a los que no piensan como nosotros. Lo que para nosotros es evidente, puede no serlo para todo el mundo. Cada uno juzga las cosas desde su punto de vista, y no todos sacan las mismas consecuencias del hecho más positivo. Si un pintor, por ejemplo, pone en su cuadro un caballo blanco, alguien podrá decir muy bien que produce mal efecto, y que uno negro hubiese sentado mejor; pero el error hubiera consistido en decir que el caballo es blanco siendo negro, y esto es lo que hace la mayor parte de nuestros adversarios. En resumen, cada uno es completamente libre de aprobar o criticar los principios del Espiritismo, de deducir de ellos las buenas o malas consecuencias que se le antoje. Pero es un deber de conciencia para todo crítico serio el no decir lo contrario de lo que es, y para ello la primera condición es la de callar sobre lo que se ignora.
V. –Le suplico que volvamos a las mesas giratorias y parlantes. ¿No podría suceder que estuviesen preparadas de antemano?
A. K. –Esta es la misma cuestión de buena fe que he contestado ya. Probada la superchería, la rechazamos. Y si usted me señala hechos verídicamente calificados de fraude, de charlatanismo, de explotación o de abuso de confianza, los entrego a sus reprimendas, declarándole anticipadamente que no saldré a la defensa de los, mismos, porque el Espiritismo serio es el primero en repudiarlos, y porque señalando los abusos, se le ayuda a prevenirlos y le presta un servicio. Pero generalizar semejantes acusaciones, lanzar sobre una multitud de personas honradas la reprobación que merecen algunos individuos aislados, es un abuso, aunque de distinto género, porque es una calumnia. Admitiendo, como usted supone, que las mesas estuviesen preparadas, habría de ser preciso un mecanismo muy ingenioso para hacerles ejecutar movimientos y ruidos tan variados. ¿Por qué no se conocen aún el nombre del hábil artífice que las fabrica? Y debería, sin embargo, gozar de una inmensa celebridad, porque sus aparatos están esparcidos por las cinco partes del mundo. Preciso es convenir también que su procedimiento es muy ingenioso, puesto que puede adaptarse a la primera mesa que se tenga a mano, sin preparación alguna exterior. ¿Por qué razonamiento, desde Tertuliano, quien también habló de las mesas giratorias y parlantes hasta la actualidad, nadie ha podido verlo ni describirlo?
V. –Se engaña usted en este punto. Un célebre médico ha reconocido que ciertas personas pueden, contrayendo un músculo de la pierna, producir un ruido semejante al que se atribuye a la mesa, de donde deduce que los médiums se divierten a expensas de la credulidad.
A. K. –Si todo, pues, es producto del castañeteo de un músculo, no estará preparada la mesa. Y puesto que cada uno explica esta pretendida superchería a su manera, prueba esto evidentemente que ni los unos ni los otros conocen la verdadera causa. Respeto el saber del reputado facultativo; pero encuentro algunas dificultades en la aplicación del hecho que se señala a las mesas parlantes. Primera, es raro que esta facultad, excepcional hasta ahora, y mirada como un hecho patológico, se haya hecho tan común repentinamente. Segundo, se requiere un vivo deseo de mistificar para estar castañeteando un músculo durante dos o tres horas seguidas, cuando esto no reporta más que dolor y cansancio. Tercera, no comprendo lo bastante como el referido músculo se relaciona con las puertas y paredes en que se dejan oír los golpes. Cuarta y última, el indicado músculo castañeteador debe tener una propiedad muy maravillosa para hacer mover una pesada mesa, levantarla, abrirla, cerrarla, mantenerla en el aire sin punto de apoyo y, finamente, destrozarla dejándola caer. Nadie sospechaba tamañas virtudes en semejante músculo. El célebre médico de que habla usted, ¿Ha estudiado el fenómeno de la tiptología en los que lo producen? No, ha observado un efecto fisiológico, anormal, en algunos individuos, que jamás se han ocupado de las mesas golpeadoras, efecto que tiene cierta analogía con la que se produce en éstas, y sin mayor examen concluye, con toda la autoridad de su ciencia, que todos los que hacen hablar las mesas deben tener la propiedad de hacer castañetear su peroneo corto, y no pasan de ser farsantes, ya sean príncipes o cortesanos, ya se hagan o no pagar. ¿Pero ha estudiado por lo menos el fenómeno de la tiptología en todas las fases? ¿Se ha persuadido de que, con este castañeteo del músculo, se podían producir todos los efectos tiptológicos? No, porque de estarlo se hubiese convencido de la insuficiencia de su procedimiento y no hubiera proclamado su descubrimiento en pleno Instituto. ¡He aquí un juicio formal para un sabio! ¿Y qué nos resta hoy de él? Le confieso a usted que si tuviese que hacerme una operación quirúrgica, duraría mucho en confiarme a ese practicante, temeroso de que juzgase mi enfermedad con tan menguada perspicacia. Y puesto que semejante juicio es una de las autoridades en que parecía que debía usted apoyarse para batir al Espiritismo, me persuado completamente de la fuerza de sus otros argumentos, si no están tomados de fuentes más auténticas.
V. –Usted no me negará, sin embargo, que ha pasado la moda de las mesas giratorias. Durante cierto tiempo hicieron furor, pero hoy nadie se ocupa ya de ellas. ¿Por qué ocurre esto si son un asunto serio?
A. K. –Porque de las mesas giratorias ha salido una cosa más seria aún; ha salido toda una ciencia, toda una doctrina filosófica, altamente interesante para los hombres reflexivos. Cuando éstos nada han tenido que aprender ya viendo girar una mesa, no se han ocupado más de ello. Para las gentes fútiles que nada profundizan, eran un pasatiempo, un juguete que han abandonado cuando se han cansado de él; tales personas no figuran en la ciencia. El periodo de la curiosidad ha tenido su tiempo: le ha sucedido el de la observación. El Espiritismo entró entonces en el dominio de las personas graves, que no se divierten con él, sino que se instruyen. Por esto los hombres que lo toman como cosa formal no se prestan a ningún experimento de curiosidad, y menos aún en obsequio de los que abrogan pensamientos hostiles. Como no tratan de divertirse ellos mismos, no procuran divertir a los otros, y yo soy de este número.
V. –Sin embargo, solo el experimento puede convencer, aunque al principio no tenga más objeto que la curiosidad. Permítame que le diga que, operando en presencia de personas convencidas, predica usted a los suyos.
A. K. –Es muy diferente estar convencido que estar dispuesto a convencerse; a estos últimos es a quienes me dirijo, y no a los que creen humillar su razón oyendo lo que llaman fantasías. De estos últimos no me ocupo, ni mucho menos. Respecto de los que dicen que abrigan el deseo sincero de ilustrarse, el mejor modo de probarlo es demostrar perseverancia, y se les reconoce en que quieren trabajar seriamente y no por el antojo de presenciar uno o dos experimentos. La convicción se forma con el tiempo, por una serie de observaciones hechas con sumo cuidado. Los fenómenos espiritistas difieren esencialmente de los que ofrecen las ciencias exactas: no se producen por nuestra voluntad, es preciso cogerlos al vuelo. Y viendo mucho y por mucho tiempo es como se descubre una multitud de pruebas, que escapan a primera vista, sobre todo cuando no estamos familiarizados con las condiciones en que pueden hallarse y, más aún, cuando abrigamos prevenciones. Para el observador asiduo y reflexivo, abundan las pruebas: una palabra, un hecho insignificante en apariencia, puede ser un rayo de luz, una confirmación para el observador advenedizo. Para el curioso todo eso es nulo, y he aquí por qué no me presto a experimentos sin resultado probable.
V. –Pero, en fin, todo tiene su principio. ¿Cómo ha de hacerlo, si usted le niega los medios, el novicio que es una tabla rasa, que nada ha visto, pero que desea ilustrarse?
A. K. –Yo establezco una gran diferencia entre el incrédulo por ignorancia y el que lo es por sistema. Cuando encuentro a alguien en disposiciones favorables, nada me cuesta ilustrarle; pero hay personas en quienes el deseo de instruirse es aparente: con éstos se pierde el tiempo, porque si no encuentran inmediatamente lo que parece que buscan y cuyo hallazgo les sería quizás enojoso, lo poco que ven es suficiente para destruir sus prevenciones; lo juzgan mal y hacen de ello un asunto de burla que es inútil proporcionarles. Al que desea instruirse, le diré: “No puede hacerse un curso de Espiritismo experimental como se hace uno de Física y de Química, atendiendo a que nadie es dueño de producir los fenómenos a su antojo, y a que las inteligencias, agentes de los mismos, burlan con frecuencia nuestra previsión. Poco inteligibles serían para usted los que pudiera ver accidentalmente, no presentando ningún encadenamiento, ninguna trabazón necesaria. Entérese usted ante todo de la teoría, lea y medite las obras que tratan de esta ciencia. En ellas aprenderá los principios, hallará la descripción de todos los fenómenos, comprenderá su posibilidad por la explicación que se da de ellos y por el relato de una multitud de hechos espontáneos, de los cuales quizá ha sido usted testigo involuntario, y que recordará. Se enterará usted de todas las dificultades que pueden presentar, y se formará así la primera convicción moral. Entonces, y cuando se ofrezcan las circunstancias de ver y de operar por usted mismo, se hará cargo de todo, cualquiera que sea el orden en que se presenten los hechos, por que nada le será extraño. Esto es, caballero, lo que aconsejo a toda persona que dice quererse instruir, y por su respuesta me es fácil comprender si le mueve algo más que la curiosidad.
V. –Sin embargo, sería un milagro, eminentemente favorable a su causa, que llegase a convencerme a mí, que soy conocido como antagonista de sus ideas.
A. K. –Lo siento, pero no tengo el don de hacer milagros. ¿Usted cree que una o dos sesiones bastarían para convencerle? Sería, en efecto, un verdadero milagro. Yo he necesitado más de un año de trabajo para convencerme a mí mismo, lo que le prueba que, si soy espiritista, no ha sido de ligeras. Por otra parte, caballero, yo no doy sesiones, y según parece, usted está equivocado sobre el objeto de nuestras reuniones, dado que no hacemos experimentos para satisfacer la curiosidad de nadie.
V. -¿Usted no desea, pues, hacer prosélitos?
A. K. -¿Por qué habría de desear hacer de usted uno de ellos, si usted no lo desea? Yo no violento ninguna convicción. Cuando encuentro personas que sinceramente desean instruirse y que me honran, pidiéndome aclaraciones, es para mí un placer y un deber contestarle con arreglo a mis conocimientos. Pero con los antagonistas que, como usted, tienen convicciones fijas, no doy un paso para atraérmelos, dado que encuentro bastantes personas dispuestas, y no pierdo el tiempo con las que no lo están. Sé que tarde o temprano llegará la convicción por la fuerza de las cosas, y que los más incrédulos serán arrastrados por la corriente; algunos partidarios más o menos no hacen falta, por ahora, en la balanza. Por eso no me verá usted nunca exasperarme para que participen de nuestras ideas aquellos que tienen tan buenas razones como usted para alejarse de las mismas.
V. –Sería, sin embargo, más útil el convencerme de lo que usted cree. ¿Quiere usted permitirme que me explique con franqueza, prometiéndome no ofenderse por mis palabras? Expondré mis ideas sobre el asunto y no sobre la persona a quien me dirijo. Puedo respetar a ésta, sin participar de su opinión.
A. K. –El Espiritismo me ha enseñado a prescindir de las mezquinas susceptibilidades del amor propio, y a no ofenderme por palabra alguna. Si las suyas salvan los límites de la urbanidad y de la conveniencia, deduciré de aquéllas que es usted un hombre mal educado, y nada más. Por lo que a mí respecta, prefiero abandonar a los otros los errores, que participar de ellos. Por esto únicamente comprenderá usted que el Espiritismo sirve de algo. Lo repito, caballero, no tengo ningún empeño en que usted sea de mi opinión; respecto la de usted, si es sincera, como deseo que se respete la mía. Mas ya que trata usted al Espiritismo de ilusión fantástica, se habrá dicho al dirigirse a mi casa: Vamos a ver a ese loco. Confiéselo usted francamente, no me enfadaré por eso. Todos los espiritistas somos locos, esto es lo que piensa normalmente. Pues bien, caballero, puesto que usted juzga al Espiritismo como una enfermedad menta, sería para mí un cargo de conciencia el comunicársela, y me maravilla que, teniendo tal idea, desee adquirir una convicción que le incluirá en el número de los locos. Si anticipadamente está persuadido de que no le podrán convencer, el paso que ha dado es inútil, porque no tiene otro objeto que la curiosidad. Concluyamos, pues, se lo ruego, porque no estoy para perder el tiempo en conversaciones sin objeto.
V. –Podemos engañarnos, hacernos ilusiones, sin ser por ello locos.
A. K. –Hable sin rodeos. Diga, como tantos otros, que el Espiritismo pasará como un soplo, pero habrá de convenir en que la doctrina que en algunos años ha hecho millones de prosélitos en todos los países, que tiene sabios a sus órdenes y que se propaga preferentemente en las clases ilustradas, es una manía especial, digna de examen.
V. –Yo tengo mis ideas sobre el particular, es cierto, pero no son de tal modo absolutas, que no consienta en sacrificarla a la evidencia. Decía, caballero, que debe usted tener cierto interés en convencerme. Le confesaré que voy a publicar un libro en que me propongo demostrar ex profeso lo que considero un error. Y como semejante libro tendrá gran aceptación y derrotará a los espíritus, no lo publicaría si usted llegase a convencerme.
A. K. –Me dolería en el alma, caballero, privar a usted de los beneficios de un libro que ha de tener tamaña trascendencia. Además, no tengo ningún interés en impedirle que lo publique; le deseo, por el contrario, una gran popularidad, pues nos servirá de prospecto y de anuncio. El ataque dirigido a una cosa despierta la atención; muchas personas quieren ver su pro y su contra, y la crítica la hace conocer de aquellos que ni siquiera pensaban en ella, así es como, sin saberlo, se hace la mayoría de las veces de reclamo en provecho de aquellos a quienes se quiere perjudicar. Por otra parte, la cuestión de los espíritus es tan interesante, pica la curiosidad hasta tal punto, que basta llamar sobre ella la atención para despertar deseos de profundizar en ella. 1
V. –Luego, según usted, ¿La crítica no sirve para nada, la opinión pública no tiene ningún valor?
A. K. –Yo no veo en la crítica la expresión pública, sino una opinión individual que puede engañarse. Lea usted la historia y verá cuántas obras maestras han sido criticadas a su aparición, lo que no ha impedido que continuaran siéndolo. Cuando una cosa es mala, todos los elogios posibles no conseguirán hacerla buena. Si el Espiritismo es un error, caerá por sí mismo; si es una verdad, todas las diatribas no harán de él una mentira. Su libro serán una apreciación personal; la verdadera opinión pública decidirá si es exacta. Para ello se querrá ver; y, si más adelante se reconoce que usted se ha engañado, su libro será ridículo, como los publicados en otro tiempo contra la teoría de la circulación de la sangre, de la vacuna, etcétera. Pero me olvidaba de que usted ha de tratar la cuestión ex profeso, lo que quiere decir que la ha estudiado en todas las fases; que ha visto todo lo que se puede ver, leído lo que se ha escrito sobre el particular, analizado y comparado las diversas opiniones; que se ha encontrado en las mejores condiciones para observar por usted mismo; que ha consagrado a dicho estudio noches enteras durante muchos años; en una palabra, que no ha descuidado usted nada para llegar al hallazgo de la verdad. Debo creerlo así, siendo un hombre formal, porque sólo el que practica todo lo indicado tiene derecho a decir que habla con conocimiento de causa. 1. Después de este diálogo, escrito en 1859, la experiencia ha venido a demostrar claramente la exactitud de esta proposición. ¿Qué pensaría usted de un hombre que se erigiese en censor de una obra literaria sin conocer la literatura, de un cuadro sin haber estudiado la pintura? Es principio de lógica elemental que el crítico deba conocer, no superficialmente, sino a fondo, el asunto de que habla, sin lo cual carece de valor. Para combatir un cálculo, se ha de aducir otro; mas para ello es preciso saber calcular. La crítica no debe limitarse a decir que una cosa es buena o mala, es necesario que justifique su opinión con una demostración clara y categórica, basada en los principios del arte o de la ciencia. ¿Y cómo podrá hacerlo si los ignora? ¿Podría usted apreciar las excelencias o defectos de una máquina sin conocer la mecánica? No; pues bien, su juicio sobre Espiritismo, que no conoce, no tendrá más valor que el que emitiera sobre la indicada máquina. Será usted sorprendido a cada instante en flagrante delito de ignorancia; porque los que habrán estudiado el Espiritismo verán enseguida que está fuera de la cuestión, de donde deducirán, o que no es usted un hombre serio, o que no procede de buena fe. En uno y otro caso, se expondrá a recibir un mentís poco agradable a su amor propio.
V. –Precisamente para salvar ese escollo vengo a rogarle que me permita presenciar algunos experimentos.
A. K. -¿Y cree usted que esto le bastará para hablar ex profeso del Espiritismo? ¿Cómo podrá comprender dichos experimentos, y lo que es más aún, juzgarlos, si no ha estudiado los principios que les sirven de base? ¿Cómo podrá usted apreciar el resultado, satisfactorio o no, de los experimentos metalúrgicos, por ejemplo, sin conocer a fondo la metalurgia? Permítame decirle a usted, caballero, que su proyecto es absolutamente semejante al del que, no sabiendo matemáticas ni astronomía, dijese a uno de los miembros del Observatorio: “Caballero, pienso escribir un libro sobre astronomía, y probar además que su sistema es falso, pero como que no tengo ni idea al respecto, permítame usted mirar dos o tres veces por los telescopios. Esto me bastará para saber tanto como usted.” Por extensión únicamente, la palabra criticar es sinónimo de censurar; en su acepción normal, y según su etimología, significa juzgar, apreciar. La crítica, pues, puede ser aprobatoria. Criticar un libro no equivale precisamente a condenarlo; el que se encargue de esta tarea debe desempeñarla sin ideas preconcebidas. Pero si antes a abrir el libro lo ha condenado ya anteriormente, su examen no puede ser imparcial. En semejante caso se encuentra la mayor parte de los que han hablado del Espiritismo. Por la palabra se han formado una opinión y han hecho lo que el juez que sentenciara sin tomarse el trabajo de examinar los autos. De aquí ha resultado que su juicio ha sido falso, y que en vez de persuadir ha hecho reír. Respecto de los que han estudiado seriamente la cuestión, la generalidad ha cambiado de parecer, y más de un adversario se ha vuelto partidario, viendo que se trataba de una cosa muy distinta de lo que había creído.
V. –Usted hablará del examen de los libros en general; ¿Pero cree usted que sea materialmente posible a un periodista leer y estudiar todos los libros que le vienen a mano, sobre todo cuando se trata de teorías nuevas, que le sería preciso profundizar y comprobar? Tanto valiera exigir de un impresor que leyese todas las obras que salen de sus prensas.
A. K. –A tan juicioso razonamiento sólo tengo que responder que, cuando se carece de tiempo para hacer concienzudamente una cosa, no se debe entrometer nadie en ella, y que vale más hacer una y bien, que diez y mal.
V. –No crea usted, caballero, que he formado mi opinión a la ligera. He visto mesas que giraban y golpeaban, y personas que se imaginaban escribir bajo la influencia de los espíritus; pero estoy convencido de que todo era charlatanismo.
A. K. -¿Cuánto pagó usted por ver todo eso?
V. –Nada, ciertamente.
A. K. –Pues vea usted unos charlatanes de singular especie, y que conseguirán cambiar el significado de la palabra. Hasta ahora no se habían conocido charlatanes desinteresados. Por un bromista haya querido divertirse una vez, ¿Ha de seguirse que las otras personas sean embaucadoras? Por otra parte, ¿Con qué objeto se habrían hecho cómplices de una mistificación? Para divertir la sociedad, contestará usted. Convengo en que una vez se preste alguien a una broma; pero cuándo esta dura meses y años, creo que el mistificado es el mistificador. ¿Es probable que, por el mero placer de hacer creer una cosa, que se juzga falsa, se aburra alguien horas enteras junto a una mesa? Semejante placer no es digno de tanto trabajo. Antes de calificar un acto de fraudulento, es preciso preguntarse qué interés hay en engañar, y usted convendrá en que existen posiciones que excluyen toda sospecha de superchería, y personas cuyo carácter es una garantía de probidad. Otra cosa sería si se tratase de una especulación, porque el cebo de la ganancia es mal consejero. Pero, aun admitiendo que en este último caso se hiciera constar positivamente una maniobra fraudulenta, no se probaría nada contra la realidad del principio, dado que de todo puede abusarse. Porque se vendan vinos adulterados, no se sigue que no lo haya puro. El Espiritismo no es más responsable de los que abusan de su nombre y lo explotan, que la ciencia médica de los charlatanes que preconizan sus drogas, y la religión de los sacerdotes que abusan de su ministerio. El Espiritismo por su misma naturaleza y novedad, debía prestarse a ciertos abusos, pero ha ofrecido medios de reconocerlos, definiendo claramente su verdadero carácter y declinando toda solidaridad con los que le explotan o le separan de su objeto exclusivamente moral, haciendo de él un oficio, un instrumento de adivinación o de fútiles investigaciones. Desde el momento que el Espiritismo traza por sí mismo los límites en que se encierra, y precisa lo que dice y lo que no dice, lo que puede y no puede, lo que es o no de sus atribuciones, lo que acepta y lo que rechaza, toda la culpa recae sobre aquellos que, sin tomarse el trabajo de estudiarlo, lo juzgan por las apariencias, quienes al encontrar charlatanes que se jacten de ser espiritistas para atraer a los transeúntes, dirán gravemente: He ahí el Espiritismo. ¿En quién recae definitivamente el ridículo? No es en el charlatán que desempeña su oficio, ni en el Espiritismo cuya doctrina escrita desmiente semejantes asertos, sino en los críticos, que hablan de cosas que no conocen, o que a sabiendas alteran la verdad. Los que atribuyen al Espiritismo lo que es contrario a su esencia, lo hacen, o por ignorancia o con intención; si es lo primero obran con ligereza, si es lo segundo con mala fe. En el último caso, se asemejan a ciertos historiadores que alteran la historia en interés de un partido o de una opinión. Y un partido se desacredita siempre, empleando tales medios, y no logra su objetivo. Observe usted bien, caballero, que no pretendo que la crítica deba aprobar nuestras ideas necesariamente, ni siquiera después de haberlas estudiado; no censuramos de ningún modo a los que no piensan como nosotros. Lo que para nosotros es evidente, puede no serlo para todo el mundo. Cada uno juzga las cosas desde su punto de vista, y no todos sacan las mismas consecuencias del hecho más positivo. Si un pintor, por ejemplo, pone en su cuadro un caballo blanco, alguien podrá decir muy bien que produce mal efecto, y que uno negro hubiese sentado mejor; pero el error hubiera consistido en decir que el caballo es blanco siendo negro, y esto es lo que hace la mayor parte de nuestros adversarios. En resumen, cada uno es completamente libre de aprobar o criticar los principios del Espiritismo, de deducir de ellos las buenas o malas consecuencias que se le antoje. Pero es un deber de conciencia para todo crítico serio el no decir lo contrario de lo que es, y para ello la primera condición es la de callar sobre lo que se ignora.
V. –Le suplico que volvamos a las mesas giratorias y parlantes. ¿No podría suceder que estuviesen preparadas de antemano?
A. K. –Esta es la misma cuestión de buena fe que he contestado ya. Probada la superchería, la rechazamos. Y si usted me señala hechos verídicamente calificados de fraude, de charlatanismo, de explotación o de abuso de confianza, los entrego a sus reprimendas, declarándole anticipadamente que no saldré a la defensa de los, mismos, porque el Espiritismo serio es el primero en repudiarlos, y porque señalando los abusos, se le ayuda a prevenirlos y le presta un servicio. Pero generalizar semejantes acusaciones, lanzar sobre una multitud de personas honradas la reprobación que merecen algunos individuos aislados, es un abuso, aunque de distinto género, porque es una calumnia. Admitiendo, como usted supone, que las mesas estuviesen preparadas, habría de ser preciso un mecanismo muy ingenioso para hacerles ejecutar movimientos y ruidos tan variados. ¿Por qué no se conocen aún el nombre del hábil artífice que las fabrica? Y debería, sin embargo, gozar de una inmensa celebridad, porque sus aparatos están esparcidos por las cinco partes del mundo. Preciso es convenir también que su procedimiento es muy ingenioso, puesto que puede adaptarse a la primera mesa que se tenga a mano, sin preparación alguna exterior. ¿Por qué razonamiento, desde Tertuliano, quien también habló de las mesas giratorias y parlantes hasta la actualidad, nadie ha podido verlo ni describirlo?
V. –Se engaña usted en este punto. Un célebre médico ha reconocido que ciertas personas pueden, contrayendo un músculo de la pierna, producir un ruido semejante al que se atribuye a la mesa, de donde deduce que los médiums se divierten a expensas de la credulidad.
A. K. –Si todo, pues, es producto del castañeteo de un músculo, no estará preparada la mesa. Y puesto que cada uno explica esta pretendida superchería a su manera, prueba esto evidentemente que ni los unos ni los otros conocen la verdadera causa. Respeto el saber del reputado facultativo; pero encuentro algunas dificultades en la aplicación del hecho que se señala a las mesas parlantes. Primera, es raro que esta facultad, excepcional hasta ahora, y mirada como un hecho patológico, se haya hecho tan común repentinamente. Segundo, se requiere un vivo deseo de mistificar para estar castañeteando un músculo durante dos o tres horas seguidas, cuando esto no reporta más que dolor y cansancio. Tercera, no comprendo lo bastante como el referido músculo se relaciona con las puertas y paredes en que se dejan oír los golpes. Cuarta y última, el indicado músculo castañeteador debe tener una propiedad muy maravillosa para hacer mover una pesada mesa, levantarla, abrirla, cerrarla, mantenerla en el aire sin punto de apoyo y, finamente, destrozarla dejándola caer. Nadie sospechaba tamañas virtudes en semejante músculo. El célebre médico de que habla usted, ¿Ha estudiado el fenómeno de la tiptología en los que lo producen? No, ha observado un efecto fisiológico, anormal, en algunos individuos, que jamás se han ocupado de las mesas golpeadoras, efecto que tiene cierta analogía con la que se produce en éstas, y sin mayor examen concluye, con toda la autoridad de su ciencia, que todos los que hacen hablar las mesas deben tener la propiedad de hacer castañetear su peroneo corto, y no pasan de ser farsantes, ya sean príncipes o cortesanos, ya se hagan o no pagar. ¿Pero ha estudiado por lo menos el fenómeno de la tiptología en todas las fases? ¿Se ha persuadido de que, con este castañeteo del músculo, se podían producir todos los efectos tiptológicos? No, porque de estarlo se hubiese convencido de la insuficiencia de su procedimiento y no hubiera proclamado su descubrimiento en pleno Instituto. ¡He aquí un juicio formal para un sabio! ¿Y qué nos resta hoy de él? Le confieso a usted que si tuviese que hacerme una operación quirúrgica, duraría mucho en confiarme a ese practicante, temeroso de que juzgase mi enfermedad con tan menguada perspicacia. Y puesto que semejante juicio es una de las autoridades en que parecía que debía usted apoyarse para batir al Espiritismo, me persuado completamente de la fuerza de sus otros argumentos, si no están tomados de fuentes más auténticas.
V. –Usted no me negará, sin embargo, que ha pasado la moda de las mesas giratorias. Durante cierto tiempo hicieron furor, pero hoy nadie se ocupa ya de ellas. ¿Por qué ocurre esto si son un asunto serio?
A. K. –Porque de las mesas giratorias ha salido una cosa más seria aún; ha salido toda una ciencia, toda una doctrina filosófica, altamente interesante para los hombres reflexivos. Cuando éstos nada han tenido que aprender ya viendo girar una mesa, no se han ocupado más de ello. Para las gentes fútiles que nada profundizan, eran un pasatiempo, un juguete que han abandonado cuando se han cansado de él; tales personas no figuran en la ciencia. El periodo de la curiosidad ha tenido su tiempo: le ha sucedido el de la observación. El Espiritismo entró entonces en el dominio de las personas graves, que no se divierten con él, sino que se instruyen. Por esto los hombres que lo toman como cosa formal no se prestan a ningún experimento de curiosidad, y menos aún en obsequio de los que abrogan pensamientos hostiles. Como no tratan de divertirse ellos mismos, no procuran divertir a los otros, y yo soy de este número.
V. –Sin embargo, solo el experimento puede convencer, aunque al principio no tenga más objeto que la curiosidad. Permítame que le diga que, operando en presencia de personas convencidas, predica usted a los suyos.
A. K. –Es muy diferente estar convencido que estar dispuesto a convencerse; a estos últimos es a quienes me dirijo, y no a los que creen humillar su razón oyendo lo que llaman fantasías. De estos últimos no me ocupo, ni mucho menos. Respecto de los que dicen que abrigan el deseo sincero de ilustrarse, el mejor modo de probarlo es demostrar perseverancia, y se les reconoce en que quieren trabajar seriamente y no por el antojo de presenciar uno o dos experimentos. La convicción se forma con el tiempo, por una serie de observaciones hechas con sumo cuidado. Los fenómenos espiritistas difieren esencialmente de los que ofrecen las ciencias exactas: no se producen por nuestra voluntad, es preciso cogerlos al vuelo. Y viendo mucho y por mucho tiempo es como se descubre una multitud de pruebas, que escapan a primera vista, sobre todo cuando no estamos familiarizados con las condiciones en que pueden hallarse y, más aún, cuando abrigamos prevenciones. Para el observador asiduo y reflexivo, abundan las pruebas: una palabra, un hecho insignificante en apariencia, puede ser un rayo de luz, una confirmación para el observador advenedizo. Para el curioso todo eso es nulo, y he aquí por qué no me presto a experimentos sin resultado probable.
V. –Pero, en fin, todo tiene su principio. ¿Cómo ha de hacerlo, si usted le niega los medios, el novicio que es una tabla rasa, que nada ha visto, pero que desea ilustrarse?
A. K. –Yo establezco una gran diferencia entre el incrédulo por ignorancia y el que lo es por sistema. Cuando encuentro a alguien en disposiciones favorables, nada me cuesta ilustrarle; pero hay personas en quienes el deseo de instruirse es aparente: con éstos se pierde el tiempo, porque si no encuentran inmediatamente lo que parece que buscan y cuyo hallazgo les sería quizás enojoso, lo poco que ven es suficiente para destruir sus prevenciones; lo juzgan mal y hacen de ello un asunto de burla que es inútil proporcionarles. Al que desea instruirse, le diré: “No puede hacerse un curso de Espiritismo experimental como se hace uno de Física y de Química, atendiendo a que nadie es dueño de producir los fenómenos a su antojo, y a que las inteligencias, agentes de los mismos, burlan con frecuencia nuestra previsión. Poco inteligibles serían para usted los que pudiera ver accidentalmente, no presentando ningún encadenamiento, ninguna trabazón necesaria. Entérese usted ante todo de la teoría, lea y medite las obras que tratan de esta ciencia. En ellas aprenderá los principios, hallará la descripción de todos los fenómenos, comprenderá su posibilidad por la explicación que se da de ellos y por el relato de una multitud de hechos espontáneos, de los cuales quizá ha sido usted testigo involuntario, y que recordará. Se enterará usted de todas las dificultades que pueden presentar, y se formará así la primera convicción moral. Entonces, y cuando se ofrezcan las circunstancias de ver y de operar por usted mismo, se hará cargo de todo, cualquiera que sea el orden en que se presenten los hechos, por que nada le será extraño. Esto es, caballero, lo que aconsejo a toda persona que dice quererse instruir, y por su respuesta me es fácil comprender si le mueve algo más que la curiosidad.
Diálogo segundo. El escéptico
Espiritismo y Espiritualismo
Empezaré
por preguntarle: ¿Qué necesidad había de crear las nuevas palabras
espiritista y Espiritismo, para reemplazar las de espiritualismo y
espiritualista, que
pertenecen al lenguaje común y son comprendidas por todo el mundo? He
oído a
muchos tratar de barbarismos a las nuevas palabras.
A. K. –La palabra espiritualista tiene, desde hace mucho tiempo, una
acepción
bien determinada. Esta es la que nos da la Academia: “Aquél o aquélla
cuya doctrina es
opuesta al materialismo.”2 Todas las religiones están necesariamente
fundadas en el
espiritualismo. Cualquiera que crea que hay en nosotros algo más que
materia, es
espiritualista, lo que no implica la creencia en los espíritus y en sus
manifestaciones.
¿Cómo le distinguiría, pues, del que cree en esto último? Sería preciso
emplear una
perífrasis, y decir: es un espiritualista que cree en los espíritus. Las
cosas nuevas requieren
nuevas palabras, si quieren evitarse equívocos. Si hubiese dado a mi
Revista la calificación
de espiritualista, no hubiese especificado su objeto, porque sin el
título, hubiera podido
no decir una palabra de los espíritus y hasta combatirlos. Leí hace
algún tiempo en un
periódico, a propósito de una obra de filosofía, un artículo en que se
decía que el autor lo
había escrito bajo el punto de vista espiritualista, y los partidarios
de los espíritus se
hubieran llevado un solemne chasco si, en fe de aquella indicación,
hubieran creído
hallar en él la menor concordancia con sus ideas. Si he adoptado, pues,
las palabras
espiritista y Espiritismo, es porque expresan sin anfibología las ideas
relativas a los
espíritus. Todo espirita es necesariamente espiritualista, pero falta
mucho para que todos
los espiritualistas sean espiritistas. Aunque el Espiritismo fuese una
quimera, sería
también útil tener términos especiales para lo que le concierne, porque
las palabras son
necesarias, tanto a las ideas falsas como a las verdaderas.
Estas palabras, por otra parte, no son más bárbaras que todas las que
crean
diariamente las ciencias, las artes y la industria, y seguramente no lo
son las que imaginó
Gall para su nomenclatura de las facultades, tales como secretividad,
amatividad, etc.
Hay personas que por espíritu de contradicción critican todo lo que no
procede
de ellas, y se hacen contumaces en la oposición. Los que se paran en tan
miserables
pequeñeces sólo prueban la estrechez de sus ideas. Fijarse en semejantes
bagatelas es
probar que se anda corto de buenas razones.
Espiritualismo y espiritualista son palabras inglesas empleadas en los
Estados
Unidos desde que empezaron las manifestaciones, y de ellas nos hemos
servido por algún tiempo en Francia; pero desde que aparecieron las de
Espiritismo y espiritista se
comprendió de tal modo su utilidad, que fueron aceptadas inmediatamente
por el
público. Su uso está hoy tan consagrado, que los mismos adversarios, los
primeros que las
calificaron de barbarismos, no emplean otras. Los sermones y circulares
que se fulminan
contra el Espiritismo y los espiritistas no hubieran podido anatematizar
el espiritualismo y
a los espiritualistas sin engendrar confusión en las ideas.
Bárbaras o no, esas palabras han pasado ya a la lengua usual, y a todas
las de
Europa, y son las empleadas en las publicaciones hechas en todos los
países, favorables o
desfavorables al Espiritismo. Han formado la base de la columna de la
nomenclatura de la
nueva ciencia. Para expresar sus fenómenos especiales, necesitaba
términos especiales, y el
Espiritismo tiene hoy su nomenclatura, como la química la suya. 3
Las palabras espiritualismo y espiritualista, aplicadas a las
manifestaciones de los
espíritus, sólo se emplean hoy por los adeptos de la escuela llamada
americana.
2. Nuestra academia dice que es espiritualista el que trata de los
espíritus, o tiene alguna opinión particular sobre ellos.
El vulgo, sin embargo, opina lo mismo que la Academia francesa,
desechando la de la española. (N. del T.)
3. Estas palabras gozan hoy, por otra parte, del derecho de ciudadanía,
están incluidas en el suplemento del Petit
Dictionnaire des Dictionnaires, extractado de Napoleón Landais, de cuya
obra se tiran a miles los ejemplares. En él se encuentra la
definición y la etimología de las palabras:, “erraticidad”,
“medianímico”, “médium”, “mediumnidad”, “periespíritu”,
“Pneumatografía”, “Pneumatofonía”, “psicógrafo”, “psicografía”,
“psicofonía”, “reencarnación” “sematología”, “espírita”,
“Espiritismo”, “exteriorito”, “tiptología,. E igualmente se encuentran
con todas las explicaciones de que son susceptibles en la nueva
edición del Dictionnaire Universal de Mauricio Lachàtre.
Disidencias
V. –La diversidad en la creencia de lo que usted llama una ciencia, me parece su
condenación. Si esta ciencia reposase en los hechos positivos, ¿No debería ser la
misma en América que en Europa?
A. K. –Ante todo responderé que esta divergencia está más en la forma que en
el fondo. Realmente no consiste más que en la manera de considerar algunos puntos de
la doctrina, sin constituir un antagonismo radical en los principios, como pretenden
nuestros adversarios sin haber estudiado la cuestión.
Pero, dígame usted, ¿Qué ciencia al aparecer no ha ocasionado disidencias,
hasta que se han establecido claramente sus principios? ¿No existen aun en las ciencias
mejor constituidas? ¿Están acordes todos los sabios sobre uno mismo punto? ¿No tienen
sus sistemas particulares? ¿Presentan siempre las sesiones del Instituto el cuadro de una
perfecta y cordial inteligencia? ¿No existen en medicina las Escuelas de París y de
Montpellier? ¿No ocasiona cada descubrimiento de una ciencia, un nuevo desacuerdo
entre los que quieren progresar y los que quieren permanecer estacionarios?
Por lo que se refiere al Espiritismo, ¿No era natural que a la aparición de los
primeros fenómenos, cuando aún se ignoraban las leyes que los regían, diese cada uno su
sistema y los considerase a su modo? ¿Pero qué ha ocurrido con todos esos sistemas
primitivos y aislados? Han caído ante una observación más completa de los hechos.
Algunos años han bastado para establecer la unidad grandiosa que prevalece en la
doctrina, y que liga a la inmensa mayoría de los adeptos, con excepción de algunas
individualidades que, en esto como en todo, se atan a las ideas primitivas y mueren con
ellas, ¿Cuál es la ciencia, cuál es la doctrina filosófica o religiosa que ofrezca semejante
ejemplo? ¿Ha presentado nunca el Espiritismo la centésima parte de las divisiones que
desgarraron la iglesia durante muchos siglos, y que actualmente la desgarran aún?
Verdaderamente son dignas de observar las puerilidades de que echan mano los
adversarios del Espiritismo. ¿Y no implica eso la escasez de razones formales? Burlas,
negaciones, calumnias, pero ningún argumento perentorio. Y la prueba de que aún no se
le ha encontrado parte vulnerable es que nada ha detenido su marcha ascendente, y que
al cabo de diez años cuenta con más adeptos que no ha contado nunca ninguna secta al
cabo de muchos. Este es un hecho adquirido por la experiencia y reconocido por sus
mismos adversarios. Para destruirlo, no basta decir: no hay tal cosa, esto es absurdo. Es
necesario probar categóricamente que los fenómenos no existen, y que no pueden existir.
Esto es lo que nadie ha hecho.
Fenómenos espiritistas simulados
V. -¿Y no se ha probado que sin el Espiritismo podían producirse
esos
fenómenos, de donde puede deducirse que no tienen el origen que les
atribuyen los
espiritistas?
A. K. –Por el hecho de que se puede imitar una cosa, ¿Hemos de creer que
no
exista? ¿Qué diría usted de la lógica, del que pretendiese que, porque
no se hace vino de
champagne con agua de seltz, todo el vino de champagne no es más que
agua de seltz? Es
privilegio de todas las cosas notables el originar falsificaciones.
Algunos prestidigitadores
han creído que la palabra Espiritismo, a causa de su popularidad y de
las controversias de
que era objeto, podía apropiarse a la explotación, y para llamar al
público, han simulado
más o menos groseramente algunos fenómenos de mediumnidad, como
simularon en
otro tiempo la clarividencia sonambúlica, viendo lo cual aplauden los
burlones,
exclamando: ¡Ahí tenemos el Espiritismo! Cuando apareció en la escena la
ingeniosa
producción de los espectros, ¿No decían en todas partes que era el golpe
de gracia del
Espiritismo? Antes de pronunciar un fallo tan decisivo, hubieran debido
reflexionar que
las aseveraciones de un escamoteador no son el Evangelio y asegurarse de
si existía
identidad real entre la imitación y la cosa imitada. Nadie compra un
brillante antes
cerciorarse de que no es falso. Un estudio algo detenido les hubiese
convencido de que
los fenómenos espiritistas se presentan en muy distintas condiciones, y
hubieran sabido,
además, que los espiritistas no se ocupan en hacer aparecer espectros,
ni en decir la
buenaventura.
La malevolencia y una insigne mala fe podían sólo asimilar el
Espiritismo a la
magia y a la hechicería, porque él repudia los objetos, las prácticas,
las fórmulas y las
palabras místicas de éstas. Otros no vacilan en comparar las reuniones
espiritistas a las
asambleas del sábado, en que se espera la hora fatal de medianoche para
hacer aparecer
los fantasmas.
Un amigo mío, espiritista, se encontraba un día viendo el Macbeth al
lado de
un periodista a quien no conocía. Llegada la escena de las brujas, oyó
que éste último
decía a su amigo: “¡Bueno! Ahora vamos a asistir a una reunión de
espiritista;
precisamente me falta tema para mi próximo artículo y ahora voy a saber
cómo se verifica
esas cosas. Si hubiese por aquí uno de esos locos, le preguntaría si se
reconoce en ese
cuadro”. “Yo soy uno de ellos –le contestó el espiritista-, y puedo
asegurarle que estoy muy
lejos de reconocerme en él, porque, aunque he asistido a centenares de
reuniones
espiritistas, jamás he visto en las mismas nada semejante, y si es aquí
donde viene usted a
buscar los datos para su artículo, no brillará éste por la veracidad”.
Muchos críticos no cuentan con base más segura. ¿Y sobre quién, sino
sobre los
que se lanzan sin fundamento, cae el ridículo? En cuanto al Espiritismo,
su crédito, lejos de resentirse, ha aumentado por la boga en que lo han
puesto todas esas maquinaciones,
llamando la atención de las personas que no lo conocían. Así han
inducido al examen del
mismo y aumentado el número de los adeptos, porque se ha reconocido que,
en vez de
ser un pasatiempo, es un asunto serio.
V. –Convengo en que entre los detractores del Espiritismo haya personas
inconsecuentes, como la de que acaba usted de hablar. Pero, al lado de éstas, ¿No hay
hombres de valía real y de opiniones de peso?
A. K. –No lo niego, y respondo a ello que el Espiritismo cuenta con sus filas con
un buen número de hombres de valía no menos real. Digo más aún, y es que la inmensa
mayoría de los grupos espiritistas se compone de hombres de inteligencia y de estudio, y
sólo la mala fe puede decir que sólo creen en él las mujerzuelas y los ignorantes.
Por otra parte, hay un hecho perentorio que responde a esa objeción, y es el de
que, a pesar de su saber y de su posición oficial, ninguno ha conseguido detener la
marcha del Espiritismo, y sin embargo, no existe uno solo, desde el más humilde
folletinista, que no se haya hecho la ilusión de asestarle el golpe mortal, consiguiendo
todos sin excepción ayudarle, sin quererlo, en su expansión. Una idea que resiste a tantos
esfuerzos, que avanza, sin titubear, a través de la lluvia de dardos que se le asestan, ¿No
reclama este fenómeno la atención de los pensadores serios? Por eso más de uno se dice
hoy que algo debe haber en el Espiritismo, quizá uno de esos movimientos irresistibles
que, de tiempo en tiempo, remueven las sociedades para transformarlas.
Siempre ha sucedido lo mismo con las nuevas ideas llamadas a revolucionar el
mundo. Encuentran por fuerza obstáculos, porque han de luchar con los intereses, con
las preocupaciones y con los abusos que vienen a destruir, pero como forman parte de los
designios de Dios para realizar la ley del progreso de la Humanidad, nada puede
detenerlas cuando les llega su hora, lo cual prueba que son la expresión de la verdad.
Manifiesta desde luego, según tengo dicho, la impotencia de los adversarios del
Espiritismo, la ausencia de buenos razones, ya que las que le ponen no convencen. Pero
depende también esa impotencia de otra causa que burla todas sus combinaciones. Se
maravillan de sus progresos a pesar de todo lo que hacen para detenerlo, y ninguno
encuentra la causa, porque la buscan donde existe. Los unos la ven en el gran poderío del
diablo que, de ser cierta esta explicación, sería más fuerte que ellos, y hasta más que el
mismo Dios; los otros, en el desarrollo de la locura humana. El error de todos está en
creer que la fuente del Espiritismo es única y que se basa en la opinión de un hombre. De
aquí la idea de que, destruyendo la opinión de un hombre, destruirán el Espiritismo. De
aquí que busquen el origen en la Tierra, y estando ésta en el espacio, no se encuentra en
un punto solo sino en todas partes, porque en todas partes, en todos los países, se
manifiestan los espíritus, lo mismo en los palacios que en las cabañas. La verdadera causa
está, pues, en la naturaleza misma del Espiritismo, que no recibe el impulso de un solo
hombre, sino que permite a cada uno recibir comunicaciones de los espíritus,
confirmándose así en la realidad de los hechos. ¿Cómo persuadir a millones de individuos
que todo eso no es más que charlatanismo, escamoteo y habilidades son ellos los que
obtienen el resultado sin el concurso de nadie? ¿Se les hará creer que son ellos sus propios
ayudantes, y que se entregan al charlatanismo y al escamoteo para sí mismos
únicamente? Esta universalidad de las manifestaciones de los espíritus, que acuden a todas las
partes del globo a desmentir a los detractores y a confirmar los principios de la doctrina,
es una fuerza tan incomprensible para los que no conocen el mundo invisible, como la
rapidez y la transmisión de un telegrama para los que no conocen las leyes de la
electricidad. Y contra esta fuerza se estrellan todas las negaciones, porque equivale a decir
a personas que están recibiendo los rayos del sol, que el sol no existe.
Haciendo abstracción de las cualidades de la doctrina, que satisfacen más que
las que se le oponen, la indicada es la causa de las derrotas que sufren los que intentan
detenerla en su marcha. Para conseguirlo, les sería necesario encontrar el medio de
impedir a los espíritus que se manifiesten. He aquí por qué los espiritistas se cuidan tan
poco de sus maquinaciones. La experiencia y la autoridad de los hechos están de su parte.
Lo maravilloso y lo sobrenatural
V. –El Espiritismo tiende, evidentemente, a resucitar las
creencias fundadas en
lo maravilloso y lo sobrenatural, lo que me parece difícil en nuestro
siglo positivista,
porque equivale a defender las supersticiones y los errores populares
que la razón rechaza.
A. K. –Las ideas son supersticiosas porque son falsas, y cesan de serlo
desde el
momento en que se las reconoce exactas. La cuestión está, pues, en saber
si hay o no
manifestaciones de espíritus, y usted no puede calificarlas de
supersticiones hasta que
haya probado que no existen. Pero usted dirá: mi razón las rechaza; pero
todos los que
creen y que no son unos tontos, invocan también su razón y además los
hechos. ¿Cuál de
las dos razones es superior? El juez supremo en esto es el porvenir,
como lo ha sido en
todas las cuestiones científicas o industriales, calificadas en su
origen de absurdos y de
imposibles. Usted juzga a priori según su razón; nosotros no juzgamos
sino después de
haber visto y observado por mucho tiempo. Añadimos que el Espiritismo
ilustrado, como
el de hoy, tiende, por el contrario, a destruir las ideas
supersticiosas, porque demuestra la
verdad a la falsedad de las creencias populares, y todos los absurdos
que la ignorancia y las
preocupaciones han mezclado con ellos.
Voy más lejos aún, y digo que, precisamente, el positivismo del siglo es
el que
hace adoptar el Espiritismo y a quien debe éste, en parte, su rápida
propagación, y no,
según pretenden algunos, a un recrudecimiento del gusto de lo
maravilloso y
sobrenatural.
Lo sobrenatural desaparece a la luz de la ciencia, de la filosofía y de
la razón,
como los dioses del paganismo desaparecieron a la del cristianismo.
Lo sobrenatural es lo que está fuera de las leyes de la Naturaleza. El
positivismo
nada admite fuera de éstas. ¿Pero las conoce todas? En todos tiempos los
fenómenos cuya
causa era desconocida han sido reputados sobrenaturales. Cada nueva ley
descubierta por
la ciencia ha alejado los límites de aquél, y el Espiritismo viene a
revelar una ley según la
cual la conversación con el Espíritu de un muerto reposa en una ley tan
natural como la
que la electricidad permite establecer entre los individuos, distantes
quinientas leguas el
uno del otro, y así con todos los otros fenómenos espiritistas. El
Espiritismo repudia, en
lo que le concierne, todo efecto maravilloso, es decir, fuera de las
leyes de la Naturaleza.
No hace milagros ni prodigios, pero explica, en virtud de una ley,
ciertos efectos
reputados hasta hoy como milagrosos y prodigiosos, demostrando al mismo
tiempo su
posibilidad. Ensancha así el dominio de la ciencia, bajo cuyo aspecto es
también una
ciencia. Pero originado el descubrimiento de esta nueva ley
consecuencias morales, el
código de aquéllas, hace del Espiritismo una doctrina filosófica. Bajo
este último punto de vista, responde a las aspiraciones del hombre
respecto
del porvenir; pero como apoya la teoría de éste en bases positivas y
racionales, se amolda
al espíritu positivista del siglo, lo que comprenderá usted cuando se
haya tomado el
trabajo de estudiarlo. (El Libro de los Médiums, cap. II de esta obra).
Oposición de la ciencia
V. –Usted, según dice, se apoya en los hechos, pero le
oponen la opinión de los
sabios que los niegan, o que los explican de distinta manera. ¿Por qué
no se han ocupado
ellos del fenómeno de las mesas giratorias? Si en el hubiesen visto algo
serio, me parece
que se hubiesen guardado de descuidar tan extraordinarios hechos, y
menos aún
rechazarlos con desdén, mientras que todos están en contra de usted. ¿No
son los sabios
la antorcha de las naciones, y no es su deber el de difundir la luz?
¿Cómo quiere usted
que la hubiesen apagado, presentándoseles tan buena ocasión de revelar
al mundo una
nueva fuerza?
A. K. –Usted acaba de trazar de un modo admirable el deber de los
sabios.
Lástima que lo hayan olvidado más de una vez. Pero antes de contestar a
esta juiciosa
observación, debo rectificar un grave error en que ha incurrido usted,
diciendo que todos
los sabios están en contra de nosotros.
Como he dicho antes, el Espiritismo hace sus prosélitos precisamente en
la clase
ilustrada, y en todos los países del mundo: cuenta con un gran número de
ellos entre los
médicos, de todas las naciones, y los médicos son hombres de ciencia,
los magistrados, los
profesores, los artistas, los literatos, los militares, los altos
funcionarios, los eclesiásticos,
etc., que se acogen a su bandera son personas a las cuales no puede
negarse cierta dosis de
ilustración, puesto que no solamente hay sabios en la ciencia oficial y
en las corporaciones
constituidas. El hecho de que el Espiritismo no tenga un derecho de
ciudadanía en la
ciencia oficial, ¿Es motivo para condenarle? Si la ciencia jamás se
hubiese engañado, su
opinión podría pesar en la balanza; pero desgraciadamente, la
experiencia prueba lo
contrario. ¿No ha rechazado como quimeras una multitud de
descubrimientos que, más
tarde, han ilustrado la memoria de sus autores? El verse privada Francia
de la iniciativa
del vapor, ¿No está relacionada con la primera de nuestras corporaciones
sabias? Cuando
Fulton vino al campo de Bolonia a presentar su sistema a Napoleón I,
quien recomendó
su examen inmediato al Instituto, ¿No dijo éste que semejante sistema
era un sueño
impracticable, y que no había lugar para ocuparse de él? ¿Ha de
concluirse de aquí que los
miembros del Instituto son ignorantes? ¿Justifica esto los epítetos
triviales que se
complacen ciertas personas en prodigarles? Seguramente que no, y ninguna
persona
sensata deja de hacer justicia a su eminente saber, reconociendo, sin
embargo, que no
son infalibles, y que su juicio no es decisivo, sobre todo en cuanto a
ideas nuevas.
V. –Enhorabuena, convengo en que no son infalibles. Pero no es menos
cierto
que, a causa de su saber, su opinión vale algo, y que si usted los
tuviese a favor suyo, daría
esto mucho prestigio a su sistema.
A. K. –También admitirá usted que nadie es buen juez más que en los
asuntos
de su competencia. Si quisiera usted edificar una casa, ¿Se dirigiría a
un médico? Si
estuviese malo, ¿Se haría cuidar por un arquitecto? Si tuviese un
pleito, ¿Tomaría parecer
de un bailarín? En fin, si tratase de una cuestión de teología, ¿La
haría usted resolver por
un químico o por un astrónomo? No, a cada uno lo suyo. Las ciencias
vulgares descansan
sobre las propiedades de la materia que puede manipularse a nuestro
antojo; los
fenómenos que la materia produce tienen por agentes fuerzas materiales.
Los fenómenos del Espiritismo tienen por agentes inteligencias
independientes, dotadas de libre albedrío,
y no sometidas a nuestro capricho. De este modo se sustraen a nuestro
procedimiento de
laboratorio y a nuestros cálculos, y por tanto, no son del dominio de la
ciencia
propiamente dicha.
Las ciencia, pues, se ha extraviado cuando ha querido experimentar a los
espíritus como con una pila voltaica. Ha fracasado, y así debía suceder,
porque operaba
obedeciendo a una analogía que no existe, y luego, sin tomarse mayor
trabajo, ha
proferido la negativa: juicio temerario, que el tiempo se encarga de
reformar cada día,
como ha reformado muchos otros, y los que lo han pronunciado pasarán por
la vergüenza
de haberse revelado, harto ligeramente, contra la potencia infinita del
Creador.
Las corporaciones sabias no tienen, ni tendrán nunca que decidirse en
esta
cuestión. No es de su incumbencia, como no lo es determinar si Dios
existe, siendo por
consiguiente erróneo el querer hacerlas jueces. El Espiritismo es una
cuestión de creencia
personal que no puede depender del voto de una asamblea, porque, aunque
le fuese
favorable, no puede forzar las conciencias. Cuando la opinión pública se
haya formado
sobre este particular, los sabios, como individuos, lo aceptarán,
obedeciendo a la fuerza de
las cosas. Deje que pase una generación, y con ella, las preocupaciones
del amor propio
que se subleva, y verá usted que sucede con el Espiritismo lo que con
otras verdades que
se han combatido, acerca de las cuales sería actualmente ridícula la
duda. Hoy se trata de
locos a los creyentes, mañana los locos serán los incrédulos, al igual
como en otro tiempo
se trataba de locos a los que creían en el movimiento de la Tierra.
Pero todos los sabios no han emitido el mismo juicio, y entiendo por
sabios los
hombres de estudio y de ciencia, con o sin título oficial. Muchos han
hecho el
razonamiento siguiente:
“No hay efecto sin causa y los más vulgares efectos pueden conducirnos a
los
más graves problemas. Si Newton hubiese despreciado la caída de la
manzana; si Galvani
hubiese rechazado a su criada tratándola de loca y visionaria, cuando le
hablaba de las
ranas que bailan en el plato, quizá estaríamos aún sin conocer la
admirable ley de la
gravitación universal y las fecundas propiedades de la pila. El fenómeno
que se conoce
con el nombre burlesco de danza de las mesas, no es más ridículo que el
de la danza de las
ranas, y quizá encierra también alguno de esos secretos de la Naturaleza
que revolucionan
a la humanidad cuando se tiene la clave de ello”
Se ha dicho además: “Puesto que tantas personas se ocupan de él, puesto
que
hombres serios lo han estudiado, preciso es que haya algo en todo eso:
una ilusión, una
moda si se quiere, no puede tener ese carácter de generalidad. Puede
seducir a un círculo,
a un corrillo, pero no pasear el mundo entero. Guardémonos, pues, de
negar la
posibilidad de lo que no comprendemos, no sea que tarde o temprano
recibamos un
mentís poco favorable a nuestra perspicacia”.
V. –Perfectamente; he aquí un sabio que razona con sabiduría y
prudencia, y yo,
sin serlo, pienso como él. Pero observe usted que nada afirma: duda,
duda únicamente,
¿Y sobre qué basar la creencia en la existencia de los espíritus y,
sobre todo, la posibilidad
de comunicarse con ellos?
A. K. –Esta creencia se apoya en los razonamientos y en hechos. Yo mismo
lo la
adopté hasta después de haberla examinado detenidamente. Habiendo
adquirido en el
estudio de las ciencias exactas costumbres positivas, he sondeado y
escudriñado esta
nueva ciencia en sus más ocultos repliegues; he querido darme cuenta de
todo: porque no
acepto una idea hasta no conocer el porqué y cómo de la misma. He aquí
el razonamiento
que me hacía un ilustre médico, incrédulo en otro tiempo y hoy adepto
ferviente:
ALLAN KARDEC
21
“Se dice que se comunica seres invisibles; y, ¿Por qué no? Antes de la
invención
del microscopio, ¿Sospechábamos la existencia de esos millares de
animalitos que tantos
trastornos causan en nuestro cuerpo? ¿Dónde está la imposibilidad
material de que haya
en el espacio seres inaccesibles a nuestros sentidos? ¿Tendremos acaso
la ridícula
pretensión de saberlo todo y decir a Dios que nada más puede enseñarnos
ya? Si esos
seres invisibles que nos rodean son inteligentes, ¿Por qué no han de
comunicarse con
nosotros? Si están en relación con los hombres, deben desempeñar un
papel en el destino
y en los acontecimientos. ¿Quién sabe? Acaso constituyen uno de los
poderes de la
Naturaleza, una de esas fuerzas ocultas que nosotros no sospechamos.
¡Qué nuevo
horizonte ofrece todo eso al pensamiento! ¡Qué vasto campo de
observaciones! El
descubrimiento del mundo de los invisibles sería muy distinto del de los
infinitamente
pequeños; más que un descubrimiento, sería una revolución en las ideas.
¡Cuántas cosas
misteriosas explicaría! Los que en ellos creen son puestos en ridículo,
¿Pero qué prueba
esto? ¿No ha sucedido lo mismo con todos los grandes descubrimientos?
¿No se rechazó a
Cristóbal Colón, saciándole de disgustos y tratándole de insensato?
Semejantes ideas, se
dice, son tan extrañas que no pueden admitirse; pero el que hubiese
afirmado, hace
medio siglo únicamente, que en algunos minutos podría establecerse
correspondencia del
uno al otro extremo del mundo; que en algunas horas se podría atravesar
Francia; que
con el humo de un poco de agua hirviendo caminaría un buque a pesar del
viento de
proa; que se sacarían del agua los medios de alumbrarse y calentarse;
que podría
iluminarse París en un instante con un solo receptáculo de una sustancia
invisible; al que
todo o algo de esto hubiese afirmado, repito, ¿No se le hubieran reído a
carcajadas? ¿Y es
por ventura más prodigioso que esté poblado el espacio de seres
inteligentes que, después
de haber vivido en la Tierra, han dejado la envoltura material? ¿No se
encuentra en este
hecho la explicación de una multitud de creencias que se refieren a la
más remota
antigüedad? Semejantes cosas vale la pena de que las profundicemos”.
He aquí las reflexiones de un sabio, pero de un sabio sin pretensiones;
palabras
que son también las de una multitud de hombres ilustrados. Han visto, no
superficialmente y con prevención; han estudiado seriamente y sin estar
prevenidos en
contra, han tenido la modestia de no decir: no lo comprendo, luego no es
cierto; han
formado su convicción por medio de la observación y el razonamiento. Si
esas ideas
hubiesen sido quiméricas, ¿Cree usted que semejantes hombres las
hubiesen adoptado?
¿Qué por tanto tiempo hubieran sido juguete de una ilusión?
No hay, pues, imposibilidad material de que existan seres invisibles
para
nosotros y de que pueblen el espacio; consideración que por sí sola
debiera inducir a
mayor circunspección. ¿Quién en otro tiempo hubiese pensado que una gota
de agua
clara encierra millares de seres, cuya pequeñez confunde nuestra
imaginación? Pues digo
que más difícil era a la razón el concebir seres provistos de tan
diminutos órganos y
funciones como nosotros, que admitir lo que llamamos espíritus.
V. –Sin duda alguna, pero de la posibilidad de que exista una cosa, no
se
deduce que realmente exista.
A. K. –De acuerdo; pero usted convendrá en que desde el momento en que
no
es imposible, se ha dado un gran paso, porque nada en ella repugna a la
razón. Resta,
pues, evidenciarla por la observación de los hechos, observación que no
es nueva.
La historia, tanto sagrada como profana, prueba la antigüedad y la
universalidad
de esta creencia, que se ha perpetuado a través de todas las vicisitudes
del mundo, y que,
en estado de ideas innatas e intuitivas se encuentran grabada en el
pensamiento de los
pueblos más salvajes, así como la del Ser Supremo y la de la vida
futura. El Espiritismo no es, pues, de creación moderna ni mucho menos;
todo prueba que los antiguos lo
conocían tan bien o quizá mejor que nosotros, con la única diferencia de
que se enseñaba
mediante ciertas precauciones misteriosas que lo hacían inaccesibles al
vulgo,
abandonando intencionalmente en el lodazal de la superstición.
Con respecto a los hechos, son de dos naturalezas: los unos espontáneos,
y
provocados los otros. Entre los primeros, debemos colocar las visiones y
apariciones, que
son muy frecuentes; los ruidos, alborotos y perturbaciones de objetos
sin causa material, y
multitud de efectos insólitos que se catalogaban como sobrenaturales, y
que hoy nos
parecen sencillos. Porque, para nosotros, nada hay sobrenatural, ya que
todo entra en las
leyes inmutables de la Naturaleza. Los hechos provocados son los
obtenidos con el auxilio
de los médiums.
Falsas explicaciones de los fenómenos
V.
–Los fenómenos provocados son especialmente los que más se critican.
Pasemos por alto toda suposición de charlatanismo, y admitamos una
completa buena fe.
¿No podríamos pensar que los médiums son juguete de una alucinación?
A. K. –Que yo sepa, aún no se ha explicado claramente el mecanismo de la
alucinación. Tal como se la conoce es, sin embargo, un efecto muy raro y
muy digno de
estudio. ¿Cómo, pues, los que pretenden darse cuenta, por este medio, de
los fenómenos
espiritistas, no pueden explicar su aplicación? Por otra parte, hay
hechos que rechazan
esta hipótesis, cuando una mesa u otro objeto se mueve, se levanta y
golpea; cuando a
nuestra voluntad se pasea por la sala sin el contacto de nadie; cuando
se separa del suelo y
se mantiene en el espacio sin punto de apoyo; cuando, en fin se rompe al
caer, no son
ciertamente estos efectos producidos por una alucinación. Suponiendo que
el médium, a
consecuencia de su imaginación, crea ver lo que no existe, ¿Es probable
que toda una
sociedad padezca el mismo vértigo, que se repita esto en todas partes y
en todos los países?
La alucinación, en semejante caso, sería más prodigiosa que el hecho
mismo.
V. –Admitiendo la realidad del fenómeno de las mesas giratorias y
golpeadoras,
¿No es más racional atribuirlo a la acción de un fluido cualquiera, del
magnético, por
ejemplo?
A. K. –Tal fue el primer pensamiento, y yo, como otros, lo tuve. Si los
efectos se
hubiesen limitado a efectos materiales, sin duda alguna podrían
explicarse por este
medio. Pero cuando los movimientos y golpes dieron pruebas de
inteligencia, cuando se
reconoció que respondían con entera libertad al pensamiento, se sacó
esta consecuencia:
Si todo efecto tiene una causa, todo efecto inteligente tiene una causa
inteligente. ¿Puede
ser esto efecto de un fluido, a menos que no se diga que éste es
inteligente? Cuando usted
ve que los brazos del telégrafo hacen señas y que transmiten el
pensamiento, usted sabe
perfectamente que no son esos brazos de madera o de hierro los
inteligentes, sino que es
una inteligencia quien los hace mover. Lo mismo sucede con las mesas.
¿Hay o no efectos
inteligentes? Esta es la cuestión. Los que lo niegan son personas que no
lo han visto todo
y que se apresuran a fallar según sus propias ideas, y partiendo de una
observación
superficial.
V. –A esto se responde que, si hay un efecto inteligente, no es otro que
la propia
inteligencia, ya del médium, ya del interrogador, ya de los asistentes,
porque, se dice, la
respuesta está siempre en el pensamiento de alguno.
A. K. –También esto es un error producido por una falta de observación.
Si los
que piensan de este modo se hubiesen tomado el trabajo de estudiar el
fenómeno en
todas sus fases, hubieran reconocido a cada paso la independencia
absoluta de la
inteligencia que se manifiesta. ¿Cómo puede conciliarse esta tesis con
las respuestas que
están fuera del alcance intelectual y de la instrucción del médium, que
contradice sus
ideas, sus deseos y sus opiniones, o que difieren completamente de las
previsiones de los
asistentes? ¿Cómo conciliarla con los médiums que escriben en un idioma
que no
conocen, o en el suyo propio sin saber leer ni escribir? A primera
vista, esta opinión no
tiene nada de irracional, convengo en ello, pero está desmentida por
hechos tan
numerosos y concluyentes, que hacen imposible la duda.
Por lo demás, admitida esta teoría, el fenómeno, lejos de simplificarse,
sería por
el contrario prodigioso. ¡Qué! ¿Se reflejaría el pensamiento en una
superficie, como la luz,
el sonido, el calor? Ciertamente mucho tendría que ver en esto la
sagacidad de la ciencia.
Y por otra parte, lo que no es menos maravillo es que de veinte personas
reunidas, se
reflejara precisamente el de tal, y no el de cual. Semejante sistema es
insostenible. Es
verdaderamente curioso ver a los contradictores buscar causas cien veces
más
extraordinarias y difíciles de comprender que las que se les señalan.
V. -¿Y no podría admitirse, según la opinión de algunas personas, que el
médium se encuentra en un estado de crisis, gozando de una lucidez que
le da la
percepción sonambúlica o una especie de doble vista, lo cual explicaría
la extensión
momentánea de las facultades intelectuales, y que, como se dice, las
comunicaciones
obtenidas a través de los médiums no sobre pujan a las que se obtienen
por medio de los
sonámbulos?
A. K. –Tampoco resiste semejante sistema a un examen profundo. El médium
no está en crisis, ni duerme, sino que se halla perfectamente despierto,
obrando y
pensando como otro cualquiera, sin experimentar nada extraordinario.
Ciertos efectos
particulares han podido dar lugar a esta equivocación. Pero cualquiera
que no se limite a
juzgar las cosas por la observación de uno solo de sus aspectos,
reconocerá, sin trabajo,
que el médium está dotado de una facultad particular que no permite
confundirle con el
sonámbulo, y la completa independencia de su pensamiento está probada
por los hechos
de todo punto evidentes. Haciendo abstracción de las comunicaciones
escritas, ¿Cuál es el
sonnámbulo que ha hecho brotar un pensamiento de un cuerpo inerte? ¿Cuál
es el que
ha producido apariciones visibles y hasta tangibles? ¿Cuál el que ha
podido mantener un
cuerpo sólido suspendido en el espacio sin punto de apoyo? ¿Acaso por un
efecto
sonambúlico, en mi casa, y en presencia de veinte testigos, un médium
dibujó el retrato
de una joven, muerta hacía dieciocho meses y a quien no había conocido,
retrato en el
cual reconoció a aquélla su padre, que estaba presente en la sesión?
¿Acaso por un efecto
sonambúlico responde con precisión una mesa a las preguntas que se le
dirigen,
preguntas mentales en ciertas ocasiones? Seguramente, si se admite que
el médium se
encuentra en un estado magnético, me parece difícil creer que la mesa
sea sonámbula.
Se dice también de los médiums que sólo hablan con claridad de las cosas
conocidas. ¿Pero cómo explicar entonces el hecho siguiente y cien otros
del mismo
género? Un amigo mío, excelente, médium escribiente, preguntó a un
Espíritu si una
persona, a quien no había visto hacía quince años, estaba aún en el
mundo. “Sí, vive aún
–se le respondió-. Se encuentra en París, calle tal, número tal.” Mi
amigo fue, y encontró a
la persona en cuestión en el mismo sitio que se le había indicado. ¿Es
esto una ilusión? Su
pensamiento podía sugerirle quizá esta respuesta, porque dada la edad de
la persona, las
probabilidades inducían a pensar que ya no existía. Si en ciertos casos
se ha encontrado
que las respuestas estaban conformes con el pensamiento, ¿Es racional
concluir que sea esto una ley general? En esto, como en todo, los
juicios precipitados son peligrosos,
porque pueden ser contrariados por hechos no observados.
Los incrédulos no pueden ver para convencerse
V. –Hechos positivos son los que quisieran ver los incrédulos, los
cuales piden y
la mayor parte de las veces no pueden proporcionárseles. Si todos
pudiesen ser testigos de
semejantes hechos, no sería lícito dudar. ¿Cómo es, pues, que tantas
personas, a pesar de
su buena voluntad, nada han podido ver? Se les opone, según dicen, la
falta de fe, y a esto
contestan con razón que no le es posible tener una fe anticipada, y que
si se quiere que
crean, es preciso darles los medios de creer.
A. K. –La razón es muy sencilla. Quieren sujetar los hechos a su
mandato, y los
espíritus no obedecen semejante mandato, es preciso esperar su buena
voluntad.
No basta, pues, decir: patentízame tal hecho, y creeré.
Es necesario tener la voluntad de la
perseverancia, dejar que los hechos se produzcan espontáneamente, sin pretender
forzarles o dirigirlos. Aquel que usted desea será precisamente quizá el que no obtendrá.
Pero se presentarán otros, y el anhelo aparecerá cuando menos se lo espere. A los ojos del
observador atento y asiduo, surge de las masas que corroboran las unas a las otras. Pero el
que cree que basta mover el manubrio para hacer funcionar la máquina, se engaña
completamente. ¿Qué hace el naturalista que quiere estudiar las costumbres de un
animal? ¿Le manda por ventura que haga tal o cual cosa para tener la comodidad de
observarle a su gusto? No, porque sabe perfectamente que no le obedecerá: espía las
manifestaciones espontáneas de su instinto; las espera y las acoge al vuelo. El simple
sentido común demuestra que en mayor razón debe hacerse lo mismo con los espíritus,
que son inteligencias de muy distinto modo independientes que la de los animales.
Es un error creer que la fe sea necesaria; pero la buena fe ya es otra cosa, y
escépticos hay que niegan hasta la evidencia, y a quienes no convencerían los prodigios.
¿Cuántos hay que después de haber visto pretenden explicar los hechos a su manera,
diciendo que nada prueban? Esas gentes no sirven más que para perturbar las reuniones,
sin lograr provecho alguno. Por esto se le aleja de ellas, y no se pierde el tiempo. También
hay otros que se verían muy contrariados si hubiesen de creer forzosamente, porque su
amor propio se ofendería teniendo que confesar que se habían engañado. Y, ¿Qué
responder a personas que no ven en todo más que ilusiones y charlatanismo? Nada, es
preciso dejarlas tranquilas y permitirles que digan, tanto como quieran, que nada han
visto y hasta que nada se ha podido o querido hacerles ver.
Al lado de esos escépticos endurecidos, se encuentran los que desean ver a su
manera, quienes, habiéndose formado una opinión, quieren referirlo todo a la misma.
No comprenden que ciertos fenómenos pueden dejar de obedecerles, y no saben o no
quieren ponerse en las indispensables condiciones. El que desea observar de buena fe no
debe creer porque se le ha dicho, pero sí despojarse de toda idea preconcebida,
desistiendo de asimilar cosas incompatibles. Debe esperar, persistir y observar con una
paciencia infatigable, condición favorable para los adeptos, pues prueba que su
convicción no se ha formado a la ligera. ¿Tiene usted semejante paciencia? No, me
responde usted, no tengo tiempo para eso. Entonces, pues, no se ocupe del asunto, pero
tampoco de él, nadie le obliga a ello.
Buena o mala voluntad de los espíritus para convencer
V. –Los espíritus, sin embargo, deben desear hacer prosélitos, ¿Por qué no se
prestan más de lo que lo hacen, a los medios de convencer a ciertas personas, cuya
opinión sería de gran influencia?
A. K. –Es que aparentemente y por ahora no están dispuestos a convencer a
ciertas personas, cuya importancia no reputan tan grande como ellas mismas se figuran.
Esto es poco lisonjero, convengo en ello, pero nosotros no gobernamos la opinión de
aquéllos. Los espíritus tienen un modo de juzgar las cosas que no es siempre igual al
nuestro; ven, piensan y obran contando con otros elementos; mientras que nuestra vista
está circunscrita por la materia limitada por el círculo estrecho, en cuyo centro nos
encontramos, los espíritus abrazan el conjunto; el tiempo, que tan largo nos parece, es
para ellos un instante; la distancia, un paso; ciertos pormenores, que nos parecen a
nosotros de suma importancia, son puerilidades a sus ojos, juzgando por el contrario,
importantes ciertas cosas cuya conveniencia nos pasa desapercibida. Para comprenderlos,
es preciso elevarse con el pensamiento por encima de nuestro horizonte material y moral,
y colocarnos en su punto de vista. No es e ellos a quienes corresponde descender hasta
nosotros, sino nosotros elevarnos hasta ellos, y a esto es a donde nos conducen el estudio
y la observación.
Los espíritus aprecian a los observadores asiduos y concienzudos, para quienes
multiplican los raudales de luz. No es la duda producida por la ignorancia la que les aleja,
es la fatuidad de esos pretendidos observadores que nada observan, que pretenden
ponerles en el banquillo y hacerles maniobrar como a títeres, y sobre todo el sentimiento
de hostilidad y de denigración que alimentan, sentimiento que está en su pensamiento,
cuando no se revela en sus palabras. Nada hacen por ello los espíritus y se ocupan muy
poco de lo que pueden decir o pensar, porque a éstos también les llegará su día. He aquí
por qué he dicho que no es la fe lo que se necesita, sino buena fe.
Origen de las ideas espiritistas modernas
V. –Lo que desearía saber, caballero, es el punto
originario de las ideas
espiritistas modernas; ¿Son resultado de una revelación espontánea de
los espíritus o de
una creencia anterior a su existencia? Usted comprenderá la importancia
de mi pregunta
porque, en último caso, podría creerse que la imaginación no es extraña a
semejantes
ideas.
A. K. –Esta pregunta, como usted dice, caballero, es importante bajo
este punto
de vista, aunque sea difícil admitir –suponiendo ya que las ideas
nacieron de una creencia
anticipada- que la imaginación haya podido producir todos los resultados
materialmente
observados. En efecto, si el Espiritismo estuviese fundado en la idea
preconcebida de la
existencia de los espíritus, se podría, con alguna apariencia de razón,
dudar de su
realidad, porque si la causa es una quimera, también deben ser quimeras
las
consecuencias. Pero las cosas no han pasado así.
Observe usted, ante todo, que este proceder sería completamente ilógico.
Los
espíritus son una causa y no un efecto. Cuando se nota un efecto, puede
inquirirse su
causa, pero no es natural imaginar una causa antes de haber visto los
efectos. No se podía,
pues concebir la idea de los espíritus si no se hubiesen presentado
ciertos efectos, que
encontraban probable explicación en la existencia de seres invisibles.
Pues probable
explicación en la existencia de seres invisibles. Pues bien, ni de este
modo fue sugerido semejante pensamiento, es decir, que no fue una
hipótesis imaginada para explicar ciertos
fenómenos. La primera suposición que se hizo fue la de que la causa era
material. Así
pues, lejos de haber sido los espíritus una idea preconcebida, se partió
del punto de vista
materialista. Pero no siendo esto bastante para explicarlo todo, la
observación, y sólo la
observación, condujo a la causa espiritual. Hablo de las ideas
espiritistas modernas,
porque ya sabemos que esta creencia es tan antigua como el mundo. He
aquí la evolución
de las cosas.
Se produjeron ciertos fenómenos espontáneos, tales como ruidos extraños,
golpes, movimientos de objetos, etc., sin causa ostensible conocida,
fenómenos que
pudieron ser reproducidos bajo la influencia de ciertas personas. Hasta
entonces nada
autorizaba a buscar otra causa que la acción de un fluido magnético o de
otra naturaleza,
cuyas propiedades nos eran desconocidas. Pero no se tardó en reconocer
en los ruidos y
movimientos un carácter intencional e inteligente, de donde se dedujo,
según tengo
dicho, que: si todo efecto tiene una causa, todo efecto inteligente
tiene una causa
inteligente. Esta inteligencia no podía residir en el objeto mismo,
porque la materia no es
inteligente. ¿Era reflejo de la persona o personas presentes? Al
principio, como también
tengo dicho, se pensó así. Sólo la experiencia podía decidir, y la
experiencia ha
demostrado con pruebas irrecusables, y no en pocas ocasiones, la
completa independencia
de esta inteligencia. Era, pues, independiente del objeto y de la
persona. ¿Quién era? Ella
misma respondió; declaró pertenecer al orden de seres incorpóreos
designados con el
nombre de espíritus. La idea de los espíritus no ha preexistido, pues no
han sido
consecutiva tampoco. En una palabra, no ha salido del cerebro: ha sido
dada por los
mismos espíritus, y ellos son los que nos han enseñado todo lo que
después hemos sabido
sobre ellos.
Revelada la existencia de los espíritus y establecidos los medios de
comunicación, se pudieron tener conversaciones continuadas y reseñas
sobre la
naturaleza de aquellos seres, las condiciones de su existencia y su
misión en el mundo
visible. Si de este modo pudieron ser interrogados los seres del mundo
de los
infinitamente pequeños, ¡Cuántas cosas curiosas no se sabrían acerca de
ellos!
Supongamos que antes del descubrimiento de América hubiese existido un
hilo
eléctrico del Atlántico, y que en el, extremo correspondiente a Europa
se hubiese notado
señales inteligentes, ¿No se hubiese deducido que en el otro extremo
existían seres
inteligentes que procuraban comunicarse? Se les hubiera preguntado
entonces y ellos
hubieran respondido, adquiriéndose de tal modo la certeza, el
conocimiento de sus
costumbres, de sus hábitos y de su manera de ser, sin nunca haberlos
visto. Otro tanto ha
sucedido con las relaciones del mundo invisible: las manifestaciones
materiales han sido
como señales, como advertencias que nos han manifestado comunicaciones
más regulares
y más seguidas. Y, cosa notable, a medida que hemos tenido a nuestro
alcance medios
más fáciles de comunicación, los espíritus abandonan los primitivos,
insuficientes e
incómodos, como el mudo que recobra la palabra renuncia al lenguaje de
los signos.
¿Quiénes eran los habitantes de ese mundo? ¿Eran seres excepcionales,
fuera de
la humanidad? ¿Buenos o malos? También la experiencia se encargó de
resolver estas
cuestiones, pero hasta que numerosas observaciones hicieron luz sobre
este asunto, estuvo
abierto al campo de las conjeturas y de los sistemas, y bien sabe Dios
que no faltaron.
Unos vieron espíritus superiores en todos, otros sólo demonios. Por sus
palabras y por sus
actos podía juzgárseles. Supongamos que de los habitantes trasatlánticos
desconocidos de
que hemos hablado, hubiesen dicho los unos muy buenas cosas, mientras
que otros se
hubiesen hecho notar por el cinismo de su lenguaje, hubiérase deducido
sin duda que los
había entre ellos buenos y malos. Esto es lo que ha sucedido con los
espíritus,
reconociéndose entre los mismos todos los grados de bondad y de maldad,
de ignorancia
y de ciencia. Instruidos a cerca de los defectos y excelencias de
aquéllos, nos correspondía
a nosotros separar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, en las
relaciones que con
ellos mantuviésemos, lo mismo que hacemos con los hombres.
No sólo nos ha esclarecido la observación sobre las cualidades de los
espíritus,
sino que también sobre su naturaleza y sobre los que pudiéramos llamar
su estado
fisiológico. Se supo por ellos mismos que los unos eran muy venturosos, y
muy
desgraciados los otros; que no son excepcionales, ni de distinta
naturaleza, sino que son
las mismas almas de los que han vivido en la Tierra, en la que dejaron
su envoltura
corporal; que pueblan los espacios, nos rodean e incesantemente se
codean con nosotros,
y entre ellos, pudo cada uno reconocer por señales incontestables a sus
parientes, amigos
y conocidos de la Tierra. Se les pudo seguir en todas las fases de su
existencia de
ultratumba, desde el instante en que abandonan el cuerpo, y observar sus
situación según
su género de muerte y el modo como habían vivido en la Tierra. Se supo
por fin que no
eran seres abstractos, inmateriales en el sentido absoluto de la
palabra: que tienen una
envoltura a la que damos en nombre de periespíritu, especie de cuerpo
fluídico, vaporoso,
diáfano, visible en estado normal, pero que, en ciertos casos y por un
especie de
condensación o disposición molecular, pueden hacerse visibles y hasta
tangibles
momentáneamente, y así se explicó el fenómeno de las apariciones y de
los contactos.
Esta envoltura existe durante la vida del cuerpo: es el lazo entre el
espíritu y la
materia. Muerto el cuerpo, el alma o el Espíritu, que es lo mismo, no se
despoja más que
de la envoltura grosera, conservando la otra como cuando nos quitamos
una pieza
sobrepuesta para conservar la interior, como el germen del fruto se
despoja de la
envoltura cortical, conservando únicamente el periespermo. Esta
envoltura semimaterial
del Espíritu es el agente de los diferentes fenómenos, por cuyo medio
manifiestan su
presencia.
Así es, caballero, en pocas palabras, la historia del Espiritismo. Ya ve
usted, y
aún mejor lo reconocerá cuando lo estudie con profundidad, que todo es
en el
Espiritismo el resultado de la observación, y no de un sistema
preconcebido.
Medios de comunicación
V.
–Me ha hablado usted de medios de comunicación; ¿Podría darme una idea
de ellos, puesto que es difícil comprender cómo esos seres invisibles
pueden conversar
con nosotros?
A. K. –Con mucho gusto. Seré, sin embargo, breve, porque este punto
exigiría
largas digresiones que encontrará usted especialmente en El Libro de los
Médiums. Pero
lo poco que le diré bastará para indicarle el mecanismo, y, sobre todo,
para hacerle
comprender mejor algunos experimentos a que podría asistir, mientras
espera su
completa iniciación.
La existencia de esa envoltura semimaterial, el periespíritu, es ya una
clave que
explica muchas cosas y demuestra la posibilidad de ciertos fenómenos. En
cuanto a los
medios, son muy variados, y dependen, ya de la naturaleza más o menos
pura del Espíritu,
ya de las disposiciones particulares de las personas que le sirven de
intermediarios. El más
vulgar, el que puede llamarse universal, consiste en la intuición, es
decir, en las ideas y
pensamientos que nos sugieren; pero este medio es muy poco apreciable en
la generalidad
de los casos, y hay otros más materiales. Ciertos espíritus se comunican
por medio de golpes, respondiendo por sí o por no, o designando las
letras que deben formar las
palabras. Los golpes pueden obtenerse por el movimiento bascular de un
objeto, una
mesa, por ejemplo, que golpea con uno de sus pies. A menudo se producen
en la
sustancia misma de los cuerpos, sin movimiento de éstos. Este modo
primitivo es
prolongado y se presta con dificultad a los desenvolvimientos de cierta
extensión: le ha
reemplazado la escritura, que se obtiene de diferentes maneras. Al
principio se empleó, y
a veces se emplea aún, un objeto móvil, como una planchita, una caja, a
la cual se adapta
un lápiz cuya punta corre por el papel. La naturaleza y la sustancia del
objeto son
indiferentes. El médium pone la mano sobre aquél, al cual transmite la
influencia que
recibe del Espíritu, y el lápiz traza los caracteres. Pero este objeto,
propiamente hablando,
no es más que una especie de apéndice de la mano, como un lapicero. Más
tarde se
reconoció la utilidad de semejante intermediario, que no es más que una
complicación
del mecanismo, cuyo único mérito es el de evidenciar de una manera más
material la
independencia del médium, que puede escribir tomando él mismo el lápiz.
Los espíritus
se manifiestan también y pueden transmitir sus pensamientos por sonidos
articulados que
retumban bien en el espacio, bien en el oído; por la voz del médium, por
la vista, por el
dibujo, por la música y por otros medios que un completo estudio hace
conocer. Los
médiums tienen para esto diferentes aptitudes especiales procedentes de
su organización.
Así pues tenemos médiums para efectos físicos, es decir, aptos para
producir fenómenos
materiales, como golpes, movimientos de cuerpos, etcétera; médiums
auditivos, parlantes,
dibujantes, músicos, escribientes. Esta última facultad es la más común,
la que mejor se
desarrolla con el ejercicio, y también es la más preciosa, porque
permite comunicaciones
más seguidas y más rápidas.
El médium escribiente presenta numerosas variedades, de las cuales dos
son
muy notables. Para comprenderlas, es preciso darse cuenta del modo como
se opera el
fenómeno. A veces el Espíritu obra sobre la mano del médium, a la cual
da un impulso
completamente independiente de la voluntad, y sin que éste tenga
conciencia de lo que
escribe: este es el médium escribiente mecánico. Otras veces, obra sobre
el cerebro; su
pensamiento penetra el del médium, quien, aunque escribiendo
involuntariamente, tiene
conciencia más o menos clara de lo que obtiene: este es el médium
intuitivo; su papel es
exactamente el de un intérprete que transmite un pensamiento que no es
el suyo,
pensamiento que, sin embargo, debe comprender. Aunque, en este caso, el
pensamiento
del Espíritu y el del médium se confunden a veces, la experiencia enseña
a distinguirlos
fácilmente. Por ambos géneros de mediumnidad se obtiene buenas
comunicaciones. La
ventaja de los mecánicos es para las personas que no están aún
convencidas. Por lo
demás, la cualidad esencial de un médium está en la naturaleza de los
espíritus que le
asisten y las comunicaciones que recibe, más que en los medios de
ejecución.
V. –El procedimiento me parece de los más sencillos. ¿Me será posible
experimentarlo?
A. K. –Sin ningún inconveniente, y añado que si usted estuviese dotado
de la
facultad medianímica, sería éste el mejor medio para convencerse, porque
no podría
usted sospechar de su propia buena fe. Tan sólo le recomiendo vivamente
que no se
entregue a ninguna prueba antes de haber estudiado con detención. Las
comunicaciones
de ultratumba están rodeadas de más dificultades de las que generalmente
se cree. No
están exentas de inconvenientes ni de peligros para los que no tienen la
experiencia
necesaria. Sucede a éste lo que al que quisiera hacer manipulaciones
químicas sin saber
química: correría riegos de quemarse los dedos.
V. -¿Puede conocerse esta aptitud por alguna señal?
ALLAN KARDEC
29
A. K. –Hasta el presente ningún diagnóstico se conoce para la
mediumnidad.
Todos los que se habían considerado como tales carecen de valor. Por lo
demás, los
médium son muy numerosos, y es muy raro que, si no lo es uno mismo, no
se encuentre
alguno entre su familia o conocidos. El sexo, la edad y el temperamento
son indiferentes:
se encuentran médiums entre hombres y mujeres, niños y ancianos, sanos y
enfermos.
Si la mediumnidad se tradujese por una señal exterior cualquiera,
implicaría
esto la permanencia de la facultad, mientras que ésta es esencialmente
móvil y fugitiva. Su
causa física está en la asimilación, más o menos fácil, de los fluidos
periespirituales del
encarnado y del Espíritu desencarnado. Su causa moral es la voluntad del
Espíritu en
comunicarse cuando le place y no a nuestro antojo, de donde resulta: 1º
Que todos los
espíritus no pueden comunicarse indiferentemente; y 2º Que todo médium
puede perder,
o tener suspendida, la facultad cuando menos la espera. Estas palabras
bastan para
demostrar a usted que este punto es un vasto campo de estudio, para
poderse dar cuenta
de las variaciones que presentan el fenómeno.
Sería, pues, erróneo el creer que todo espíritu puede venir al
llamamiento que
se le hace, y comunicarse con el primer médium que se presente. Para que
un Espíritu se
comunique, es preciso, ante todo, que le convenga hacerlo; en segundo
lugar, que su
posición a sus ocupaciones se lo permita; y tercero, que encuentre en el
médium un
instrumento propicio, apropiado a su naturaleza.
El principio, se puede comunicar con los espíritus de todos los órdenes,
con sus
parientes y amigos, tanto con los espíritus más vulgares como los más
elevados. Pero
independientemente de las condiciones individuales de posibilidad,
vienen más o menos
voluntariamente según las circunstancias, y sobre todo en razón de sus
simpatías hacia las
personas que les llaman, y no al llamamiento del primer antojadizo que
tuviese al
capricho de evocarlos por un sentimiento de curiosidad. En semejante
caso, no se hubiese
molestado durante la vida, y tampoco lo hace después de la muerte.
Los espíritus serios sólo concurren a las reuniones formales, donde son
llamados
con recogimiento y por motivos formales. No se prestan a ninguna
pregunta de
curiosidad, de prueba fútil, ni ningún experimento.
Los espíritus ligeros se encuentran en todas partes, pero en las
reuniones
formales guardan silencio y se mantienen ocultos para oír, como lo haría
un estudiante en
una asamblea ilustrada. En las reuniones frívolas toman la revancha, se
divierten con
todos, se burlan con frecuencia de los concurrentes y responden a todo
sin cuidarse de la
verdad.
Los espíritus que se llaman golpeadores, y por regla general todos los
que
producen manifestaciones físicas, son de orden inferior, sin que por
ello sean
esencialmente malos: tienen en cierta manera una aptitud especial para
los efectos
materiales. Los espíritus superiores no se ocupan de semejantes asuntos,
como nuestros
sabios no se ocupan de sutilezas: si tienen necesidad de aquellos
efectos, emplean esta
clase de espíritus, como nosotros nos servimos del jornalero para la
parte material de la
obra.
Médiums interesados
V. –Antes de consagrarse a un largo estudio, ciertas personas quisieran tener la
certeza de no perder el tiempo, certeza obtenida por un hecho concluyente, y que
comprarían a peso de oro. A. K. –El que no quiere tomarse el trabajo de estudiar, tiene más curiosidad que
deseo real de instruirse, y los espíritus no aprecian más que yo a los curiosos. Por otra
parte, la codicia les es esencialmente antipática, y no se prestan a nada que puede
satisfacerla. Sería preciso sería formarse de ellos una idea muy falsa para creer que
espíritus superiores, como Fenelón, Bossuet, Pascal y San Agustín, por ejemplo, se ponga
a las órdenes de un advenedizo, a tanto por hora. No caballero, las comunicaciones de
ultratumba son muy serias y requieren mucho respeto para ser puesta en exhibición.
Sabemos, por otra parte, que los fenómenos espiritistas no marchan como las
ruedas de un mecanismo, puesto que dependen de la voluntad de los espíritus. Aun
admitiendo la aptitud medianímica, nadie puede responder de obtenerlos en un
momento determinado. Si los incrédulos son dados a sospechar de la buena de los
médiums en general, peor sería si se notase en ellos el estímulo del interés. Y con razón
podría sospecharse que el médium retribuido simularía el fenómeno cuando no lo
produjese el Espíritu, porque ante todo le sería preciso ganar su dinero. Puesto que el
desinterés más absoluto es la mejor garantía de sinceridad, repugnaría a la razón el hacer
venir por interés a las personas que nos son queridas, suponiendo que consintiesen en
ello, lo cual es más que dudoso: en todo caso, sólo se prestarían a este cálculo espíritus de
baja ralea, poco escrupuloso acerca de los medios e indignos de confianza, y aun éstos se
gozan en el censurable placer de burla las combinaciones y los cálculos de sus panegiristas.
La naturaleza de la facultad medianímica se opone, pues, a que se la convierta
en una profesión, porque depende de una voluntad extraña al médium que podría
faltarle en el momento en que más la necesitase, a menos que no se la suplicase por la
astucia. Pero aun admitiendo una completa buena fe, desde el momento en que los
fenómenos no se obtienen a voluntad, sería efecto de la casualidad el que, en la sesión
retribuida, se produjese precisamente el hecho deseado para el convencimiento. Bien
puede usted dar cien mil francos a un médium, seguro de que no obtendrá de los
espíritus lo que éstos no quieran hacer. Este cebo, que desnaturalizaría la intención,
transformándola en un violento deseo de lucro, sería, por el contrario, un motivo de que
no lo obtuviese. Si se está bien persuadido de la verdad de que el afecto y la simpatía son
los más poderosos móviles de atracción para los espíritus, se comprenderá que no pueden
ser solicitados por el pensamiento de emplearlos en el lucro.
Aquel, pues, que tenga necesidad de hechos para convencerse, debe probar a los
espíritus su buena voluntad con una observación seria y paciente, si quiere ser secundado
por ellos. Pero si es verdad que la fe no se impone, no lo es menos que tampoco se
compra.
V. –Comprendo este razonamiento desde el punto de vista moral; ¿Pero no es
justo que el que emplea su tiempo en interés de la causa sea indemnizado, impidiéndole
aquel empleo el trabajo para vivir?
A. K. –Ante todo, ¿Lo hace precisamente en interés de la causa o en interés
propia? Si ha dejado su estado, es porque no estaba satisfecho de él y porque esperaba
ganar más con el nuevo oficio o trabajar menos. Ningún mérito tiene emplear el tiempo
cuando se hace para lograr provecho. Esto es absolutamente como decir que el panadero
fabrica el pan en provecho de la humanidad. La mediumnidad no es el único recurso, y
de no existir ella, los médiums interesados se verían obligados a ganarse la vida de otro
modo. Los médiums verdaderamente formales y desinteresados buscan los medios de vivir
en el trabajo cotidiano, y no abandonan sus ocupaciones cuando necesitan de éstas para
subsistir: sólo consagran a la mediumnidad el tiempo que sin perjuicio puedan ocuparle;
si se dedican a ella en sus ratos de ocio y de reposo, existe entonces verdadero desinterés,
por el cual se les ve agraciados y son objeto de aprecio y respeto.
Por otra parte, la multiplicidad de médiums en las familias hace inútiles los de
profesión, aun suponiendo que estos últimos ofreciesen todas las garantías apetecibles, lo
cual es muy raro. Sin el descrédito en que ha caído esta clase de explotación, y yo me
felicito de haber contribuido grandemente a ello, hubieránse visto pulular los médums
mercenarios, y abundar sus reclamaciones en los periódicos, y por uno que hubiese
podido ser leal hubiéranse encontrado cien charlatanes que, abusando de una facultad
real o simulada, hubiesen perjudicado enormemente al Espiritismo. Es, pues, un
principio, que todos los que ven en el Espiritismo algo más que una exhibición de
fenómenos curiosos, que comprenden y aprecian la dignidad, la consideración y los
verdaderos intereses de la doctrina, reprueban toda especie de especulación bajo
cualquier forma o disfraz con que se presente. Los médiums serios y sinceros, y doy este
nombre a los que comprenden la santidad del mandato que Dios les ha confiado, evitan
hasta las apariencias de lo que pudiera hacer recaer sobre ellos la menor sospecha de
codicia: la acusación de obtener un provecho cualquiera de su facultad sería considerada
por tales médiums como una injuria. Convenga usted, caballero, por incrédulo que sea,
en que un médium en semejantes condiciones le impresionaría de muy distinto modo
que si hubiese pagado su localidad para verle trabajar o, aunque hubiese obtenido una
entrada gratis, si supiese que detrás de todo ello había una cuestión de interés. Convenga
usted en que viendo el primero animado de un verdadero sentimiento religioso,
únicamente estimulado por la fe y no por el cebo de la ganancia, involuntariamente le
impondría respeto, aunque fuese el más humilde proletario, inspirándole también más
confianza, porque no tendría motivos para sospechar de su lealtad. Pues bien, caballero,
como el médium indicado encontrará usted mil por uno, y ésta es una de las causas que
han contribuido más poderosamente al crédito y propagación de la doctrina, mientras
que si no hubiese tenido más que intérpretes interesados, no contaría ni con la cuarta
parte de los adeptos con que hoy cuenta.
Esto se ha comprendido también, que los médiums profesionales son
excesivamente raros, en Francia por lo menos, y desconocidos en la mayor parte de los
centros espiritistas de provincia, donde la reputación de mercenarios bastaría para
excluirlos de todos los grupos serios, en los cuales no les sería lucrativo el oficio, a
consecuencia del crédito que sobre ellos recaería y de la competencia de los médiums
desinteresados, que se encuentran en todas partes.
Para suplir, ya la facultad que les falta, ya la insuficiencia de la clientela, existen
médiums sedicentes, que la obtienen con el juego de cartas, la bola de cristal, etcétera, a
fin de satisfacer todos los gustos, esperando por este medio atraer, a falta de espiritistas, a
los que creen aún en esas estupideces. Si no se perjudicasen más que a sí mimos, el mal
sería poca cosa: pero hay personas que sin profundizar más confunden el abuso con la
realidad, aparte de los mal intencionados que de ello se aprovechan para decir que en eso
consiste el Espiritismo. Ya ve usted, caballero, que conduciendo la explotación de la
mediumnidad a abusos perjudiciales para la doctrina, el Espiritismo serio tiene razón de
rechazarla y repudiarlas como auxiliar.
V. –Convengo en que todo esto es muy lógico, pero los médiums desinteresados
no están a la disposición de todos, y no puede uno permitirse incomodarlos, mientras
que no se tiene reparo en los retribuidos, porque de sabe que no se les hace peder el
tiempo. La existencia de médiums públicos sería una ventaja para las personas que
quisieran convencerse.
A. K. –Pero si los médiums públicos, como usted los llama, no ofrecen las
garantías apetecidas, ¿Qué utilidad pueden prestar para el convencimiento? El
inconveniente que usted señala no destruye los otros más serios que yo he presentado. Se
recurriría a ellos más por diversión o por conocer la buenaventura que para instruirse. El
que verdaderamente desea convencerse, tarde o temprano encuentra medios si tiene en
ello perseverancia y buena voluntad; pero si no está preparado, no se convencerá con
asistir a una sesión. Si a ella acude con impresión desfavorable, con peor impresión
saldrá, y quizá se sentirá disgustado de proseguir un estudio en el que nada formal habrá
visto, hecho probado ya por la existencia.
Pero al lado de las condiciones morales, los progresos de la ciencia espiritista
nos patentizan hoy una dificultad material en la que no se pensaba al principio,
haciéndonos conocer mejor las condiciones en que se producen las manifestaciones. Esta
dificultad se refiere a las afinidades fluídicas que deben existir entre el Espíritu evocado y
el médium.
Paso por alto los pensamientos de fraude y superchería, suponiendo la más
completa lealtad. Para que un médium de profesión pudiese ofrecer perfecta seguridad a
las personas que fuesen a consultarle, sería preciso que apoyase una facultad permanente
y universal, es decir, que pudiese comunicarse fácilmente con cualquier Espíritu y en
cualquier momento, para estar así constantemente a disposición del público, como un
médico, y satisfacer a todas las evocaciones que se pidieran. Y esto no sucede con ningún
médium, tanto en los interesados como en los otros, por acusas independientes de la
voluntad del Espíritu, causas que no puedo desarrollar en este momento, porque no estoy
dando a usted un curso de Espiritismo. Me limitaré a decirle que las afinidades fluídicas,
que son el principio de las facultades medianímicas, son individuales y no generales, que
pueden existir en un médium para con tal Espíritu y no para con tal otro; que sin esas
afinidades, cuyos matices son muy variados, las comunicaciones son incompletas, falsas o
imposibles; que, con mucha frecuencia, la asimilación fluídica entre el Espíritu y el
médium no se establece más que con el tiempo, y que sólo una de cada diez veces se
establece completamente desde el primer momento. La mediumnidad, como usted ve,
caballero, está subordinada a las leyes, hasta cierto punto, orgánicas, a las cuales obedece
todo médium, y no puede negarse que no sea esto un escollo para la mediumnidad
profesional, ya que la posibilidad y exactitud de las comunicaciones se relacionan con
causas independientes del médium y del Espíritu. (Véase más, cap. II, De los Médiums.)
Si rechazamos, pues, la explotación de la mediumnidad, no es por capricho ni
por sistema, sino porque los mismos principios que rigen las relaciones con el mundo
invisibles se componen a la regularidad y a la precisión necesarias al que se pone a la
disposición del público, y porque el deseo de satisfacer a una clientela que paga, conduce
al abuso. No deduzco de aquí que todos los médiums sean charlatanes, pero digo que el
cebo de la ganancia conduce al charlatanismo y autoriza, si no justifica, la sospecha de
fraude. El que quiere convencerse debe buscar ante todo elementos de sinceridad.
Los médiums y los hechiceros
V.
–Desde el momento en que la mediumnidad consiste en establecer
relaciones
con los poderes ocultos, me parece que las palabras médiums y hechiceros
son poco
menos que sinónimas.
A. K. –En todas las épocas ha habido médiums naturales o inconscientes
que,
por el hecho de que producían fenómenos insólitos y no comprendidos,
eran calificados de hechiceros y de tener pacto con el diablo, lo cual
ha sucedido también con la mayor
parte de los sabios que poseían conocimientos superiores a los del
vulgo. La ignorancia ha
exagerado su poder y ellos mismos han abusado con frecuencia de la
credulidad pública
explotándola, y de aquí la justa reprobación de que han sido objeto.
Basta comparar el
poder atribuido a los hechiceros con la facultad de los verdaderos
médiums para
establecer la diferencia pero la mayor parte de los críticos no se toman
este trabajo. El
Espiritismo, lejos de resucitar la hechicería, la destruye para siempre,
despojándola de su
pretendido poder sobrenatural, de sus pretendidas fórmulas, hechizos,
amuletos y
talismanes, reduciendo los fenómenos posibles a su justo valor, sin
salir de las leyes
naturales.
La asimilación que ciertas personas pretenden establecer, procede del
error en
que se encuentran de que los espíritus están a disposición de los
médiums. Repugna a su
razón que pueda depender del primer antojadizo el hacer venir a su gusto
y en el
momento determinado, al Espíritu de tal o cual persona, más o menos
ilustre. En esto
creen la verdad, y si, antes de censurar el Espiritismo, se hubiesen
molestado en
informarse, hubieran sabido que dice terminantemente que los espíritus
no están sujetos
a los caprichos de nadie, y que nadie puede hacerles venir a su antojo y
a pesar de ellos,
de donde se deduce que los médiums no son hechiceros.
V. –Según esto, todos los efectos que ciertos médiums acreditados
obtienen por
su voluntad y en público son para usted sofisticaciones.
A. K. – No lo digo de un modo absoluto. Ciertos fenómenos no son
imposibles,
porque hay espíritus de grado inferior que pueden prestarse a ellos, y
que con ellos se
divierten, habiendo quizá hecho ya, durante su vida, el oficio de
charlatanes, y habiendo
también médiums especialmente propios para este género de manifestación.
Pero el
sentido común más vulgar rechaza la idea de que los espíritus elevados,
por poco que lo
estén, vengan a participar en la comedia y a hacer alardes de fuerza
para divertir a los
curiosos.
La obtención de estos fenómenos al antojo del que los obtiene, y sobre
todo en
público, es siempre sospechosa; en semejante caso, la mediumnidad y la
prestidigitación
andan tan cerca, que con frecuencia es muy difícil distinguirlas. Antes
de ver en aquéllos
la acción de los espíritus, se requieren minuciosas observaciones y
tener en cuenta, bien el
carácter y antecedentes del médium, bien una multitud de circunstancias
que sólo un
profundo estudio de la teoría de los fenómenos espiritistas puede hacer
apreciar. Es de
notar que este género de mediumnidad, si es en efecto mediumnidad, está
limitada a la
producción del mismo fenómeno, con ligeras variaciones, lo que no es muy
a propósito
para disipar las dudas. Un absoluto desinterés sería la mejor garantía
de sinceridad.
Cualquiera que sea la realidad de dichos fenómenos, como efectos
medianímicos, producen un buen resultado, cuales el de poner en boga la
idea espiritista.
La controversia que sobre este particular se establece induce a muchas
personas un
estudio más profundo. No es, ciertamente, a esos lugares donde debe irse
en busca de
instrucciones serias acerca del Espiritismo, ni de la filosofía de la
doctrina, pero es un
medio de llamar la atención a los indiferentes y obligar a que hablen de
él a los más
recalcitrantes.
Diversidad de los espíritus
V. –Usted habla de espíritus buenos o malos, serios o ligeros, y le
confieso que
no me explico esta diferencia. Me parece que, al dejar su envoltura
corporal, deben despojarse de las imperfecciones inherentes a la
materia; que debe para ellos hacerse la luz
sobre todas las verdades que nos están ocultas, y que deben verse libres
de las
preocupaciones terrestres.
A. K. –Sin duda alguna se encuentran libres de las imperfecciones
físicas, es
decir, de las enfermedades y flaquezas del cuerpo, pero las
imperfecciones morales se
refieren al Espíritu y no al cuerpo. Entre ellos los hay que están más o
menos adelantados
intelectual y moralmente. Sería erróneo creer que los espíritus, al
dejar su cuerpo material
reciben súbitamente la luz de la verdad. ¿Cree usted, por ejemplo que
cuando muera no
habrá ninguna diferencia entre el Espíritu de usted y el de un salvaje o
el de un
malhechor? Si así fuera, ¿De qué le serviría haber trabajado para
instruirse y mejorarse,
puesto que un cualquiera sería tanto como usted después de la muerte?
Sólo gradual, y
algunas veces muy lentamente, se verifica el progreso de los espíritus.
Entre ellos,
dependiendo esto de su purificación, los hay que ven las cosas bajo un
punto de vista
más exacto que durante su vida. Otros, por el contrario, tienen aún las
mismas pasiones,
las mismas preocupaciones y los mismos errores, hasta que el tiempo y
nuevas pruebas les
hayan permitido perfeccionarse.
Note usted bien que lo dicho es el resultado de la experiencia, porque
del modo
indicado se nos presenta en sus comunicaciones. Es, pues, un principio
elemental de
Espiritismo que entre los espíritus los hay de todos los grados de
inteligencia y moralidad.
V. –Pero entonces, ¿Por qué no son perfectos todos los espíritus? ¿Dios,
pues,
los crea de todas categorías?
A. K. –Eso vale tanto como preguntar, porque todos los discípulos de un
colegio
no cursan filosofía. Todos los espíritus tienen el mismo origen y el
mismo destino. Las
diferencias que entre ellos existen no constituyen diferentes especies,
sino grados diversos
de adelanto.
Los espíritus no son perfectos, porque son las almas de los hombres, y
los
hombres no son perfectos, porque son la encarnación de espíritus más o
menos
adelantados. El mundo corporal y el mundo espiritual alternan
incesantemente; por la
muerte del cuerpo, el mundo corporal ofrece su contingente al mundo
espiritual; por el
nacimiento, el espiritual alimenta a la humanidad. En cada nueva
existencia, el Espíritu
realiza un progreso más o menos grande, y cuando ha adquirido en la
Tierra la suma de
conocimientos y de elevación moral de que es susceptible nuestro globo,
lo deja para
pasar a otro mundo más elevado, donde aprende cosas nuevas.
Los espíritus que forman la población invisible de la Tierra son hasta
cierto
punto reflejo del mundo corporal. Se encuentran en ellos los mismos
vicios y las mismas
virtudes; los hay sabios, ignorantes, falsos sabios, prudentes y
atolondrados; filósofos,
razonadores y sistemáticos; no habiéndose desprendido todos de sus
preocupaciones,
todas las opiniones políticas y religiosas tienen entre ellos sus
representantes; cada uno
habla según sus ideas, y a menudo lo que dicen no es más que su opinión
personal, y he
aquí por qué no se debe dar ciegamente crédito a todo lo que dicen los
espíritus.
V. –Si esto es así, descubro una inmensa dificultad, pues en semejante
conflicto
de opiniones diversas, ¿Cómo distinguir el error de la verdad? No
comprendo que nos
sirvan de mucho los espíritus ni lo que ganamos con sus conversaciones.
A. K. –Aunque sólo sirviesen los espíritus para enseñarnos que los hay
que son
las almas de los hombres, ¿No sería ya esto muy importante para los que
dudan de si la
tienen, y que ignoran lo que será de ellos después de la muerte?
Como todas las ciencias filosóficas, la espiritista requiere largos
estudios y
minuciosas observaciones. Así es como se aprende a distinguir la verdad
de la impostura, y como se obtienen los medios de alejar a los espíritus
mentirosos. Por encima de la turba
de baja ralea, están los espíritus superiores, que no tienen otra mira
que el bien, y cuya
misión es conducir a los hombres por el buen sendero. Nos corresponde a
nosotros saber
apreciarlos y comprenderlos. Éstos nos enseñan magníficas cosas; pero no
crea usted que
el estudio de los otros sea inútil, dado que para conocer un pueblo es
preciso estudiarlo
bajo todas sus fases.
Usted mismo es prueba de esta verdad: creía usted que bastaba a los
espíritus el
dejar su envoltura corporal para despojarse de sus imperfecciones, y las
comunicaciones
con ellos nos han enseñado lo contrario, haciéndonos conocer el
verdadero estado del
mundo espiritual, que a todos nos interesa en extremo, ya que a él
debemos ir todos. En
cuanto a los errores que pueden nacer de la divergencia de opinión entre
los espíritus,
desaparecen por sí mismos a medida que aprendemos a distinguir los
buenos de los
malos, los sabios de los ignorantes, los sinceros de los hipócritas, ni
más ni menos que
entre nosotros. Entonces el sentido común hace justicia a las falsas
doctrinas.
V. –Mi observación subsiste siempre respecto de las cuestiones
científicas y de
otras que pueden someterse a los espíritus. La divergencia de sus
opiniones sobre las
teorías que separan a los sabios nos deja en la incertidumbre. Comprendo
que, no
estando todos en el mismo grado de instrucción, no pueden saberlo todo;
pero entonces,
¿De qué peso puede ser para nosotros la opinión de los que saben, si no
podemos
evidenciar quién tiene razón y quién no? Tanto vale, pues, dirigirse a
los hombres como a
los espíritus.
A. K. –También esta reflexión es una consecuencia de la ignorancia del
verdadero carácter del Espiritismo. El que crea encontrar en él un medio
fácil de saberlo y
descubrirlo todo, está en un grave error. Los espíritus no están
encargados de traernos la
ciencia perfecta; esto sería en efecto muy cómodo, no tener más que
pedir para ser
servidos, evitándonos así el trabajo de las investigaciones. Dios quiere
que trabajemos,
que nuestro pensamiento se ejercite: sólo a este precio adquirimos la
ciencia. Los espíritus
no vienen a librarnos de esa necesidad: son lo que son: el Espiritismo
tiene por objeto el
estudio, a fin de saber, por analogía, lo que seremos algún día, y no de
hacernos conocer
lo que nos debe estar oculto, o revelarnos las cosas antes de tiempo.
Tampoco son los espíritus los anunciadores de la buenaventura, y
cualquiera
que se haga la ilusión de obtener de ellos ciertos secretos, se prepara
extrañas decepciones
de parte de los espíritus burlones; en una palabra, el Espiritismo es
una ciencia de
observación y no una ciencia de adivinación o de especulación. La
estudiamos para
conocer el estado de las individualidades del mundo invisible, las
relaciones que entre
ellos y nosotros existen, su acción oculta sobre el mundo visible, y no
por la utilidad
material que de ella podemos obtener. Bajo este punto de vista, no hay
Espíritu cuyo
estudio no sea útil. Con todos aprendemos algo; sus imperfecciones, sus
defectos, su
insuficiencia, su misma ignorancia son otros tantos asuntos de
observación que nos
inician en la naturaleza íntima de ese mundo, y cuando no son ellos los
que nos instruyen
con sus enseñanzas, somos nosotros los que nos instruimos estudiándolos,
como sucede
cuando observamos las costumbres de un pueblo que no conocemos.
Respecto de los espíritus ilustrados, nos enseñan mucho, pero en los
límites de
las cosas posibles, y no debe preguntárseles lo que no pueden o no deben
revelar; hemos
de contentarnos con lo que nos dicen; querer ir más allá es exponerse a
las mistificaciones
de los espíritus ligeros, dispuestos siempre a responder a todo. La
experiencia nos enseña
a juzgar el grado de confianza que podemos concederles.
Utilidad práctica de las manifestaciones
V. –Supongamos que este punto sea ya evidente y que el Espiritismo haya sido
reconocido por una realidad; ¿Cuál puede ser su utilidad práctica? Hasta ahora hemos
pasado sin él, y me parece que podríamos continuar del mismo modo viviendo muy
tranquilamente.
A. K. –Otro tanto pudiera decirse de los ferrocarriles y del vapor, sin los cuales
se vivía muy bien.
Si por la utilidad práctica entiende usted los medios de vivir bien, de hacer
fortuna, de conocer el porvenir, de descubrir minas de carbón o tesoros ocultos, de
recobrar herencias y de esquivar el trabajo de las investigaciones, para nada sirve el
Espiritismo, que no puede hacer alzar o bajar la Bolsa, ni ser reducido a acciones, ni
siquiera ofrecer inventos perfectos, a punto de ser explotados. Bajo este punto de vista,
¡Cuántas ciencias serían inútiles! Cuántas hay que nos ofrecerían ventaja alguna,
comercialmente hablando. Los hombres se encontraban perfectamente antes del
descubrimiento de todos los planetas; antes de que se supiera que es la Tierra, y no el Sol,
la que gira; antes de que se hubiesen calculado los eclipses; antes de que se conociese el
mundo microscópico y antes de otras mil cosas. Para hacer crecer el trigo, no tiene
necesidad el labrador de saber lo que es un cometa; ¿Por qué, pues, los sabios se entregan
a estas investigaciones, y quién se atreverá a decir que pierden el tiempo en ellas?
Todo lo que sirve para levantar una punta del velo contribuye al desarrollo de la
inteligencia, ensancha el círculo de las ideas, haciéndonos penetrar en las leyes de la
Naturaleza. En virtud de una de ellas, existe el mundo de los espíritus. El Espiritismo
hace que la conozcamos; nos enseña la influencia que el mundo invisible ejerce en el
visible y las relaciones que entre ambos existen, como la astronomía nos enseña las
relaciones de los astros con la Tierra; nos lo presenta como una de las fuerzas que
gobiernan al Universo y contribuyen al mantenimiento de la armonía general. Su
pongamos que se limite a esto su utilidad, ¿No sería ya mucho la revelación de semejante
poder, haciendo abstracción de toda doctrina moral? ¿No es nada la revelación de todo
un mundo nuevo, sobre todo si el conocimiento del mismo nos lleva a la resolución de
una multitud de problemas insolubles hasta ahora; si nos inicia en los misterios de
ultratumba, que algo nos interesan, puesto que todos cuantos somos debemos tarde o
temprano dar el paso fatal? Pero otra utilidad más positiva tiene el Espiritismo, que es la
influencia que ejerce por la fuerza misma de las cosas. El Espiritismo es la prueba patente
de la existencia del alma, de su individualidad después de la muerte, de su inmortalidad y
de su suerte verdadera. Es, pues, la destrucción del materialismo, no con razonamiento,
sino con hechos.
No debe pedirse al Espiritismo más de lo que puede dar, ni buscar en él otro fin
que el providencial. Antes de los progresos formales de la astronomía se creía en la
astrología. ¿Sería razonable asegurar que para nada sirve la astronomía porque ya no
puede descubrirse en la influencia de los astros el pronóstico del destino? Del mismo
modo que la astronomía destronó a los astrólogos, el Espiritismo destrona a los adivinos,
a los hechiceros y a los anunciadores de la buenaventura. Es a la magia lo que la
astronomía a la astrología, y la química a la alquimia.
Locura, suicidio, obsesión
V. –Ciertas personas consideran las ideas espiritistas
como capaces de turbar las
facultades mentales, y por este motivo encuentran prudente detenerlas en
su curso.
A. K. –Ya sabe usted conocer el proverbio: achaques quiere la muerte. No
es,
pues, de sorprender que los enemigos del Espiritismo procuren apoyarse
en todos los
pretextos. El indicado les ha parecido a propósito para despertar
temores y
susceptibilidades, y se han apoderado de él con solicitud. Pero
desaparece ante el más
ligero examen. Oiga usted, pues, sobre esta locura, el razonamiento de
un loco.
Todas las grandes preocupaciones del Espíritu pueden ocasionar la
locura; las
ciencias, las artes, la misma religión, ofrecen su contingente. La
locura tiene por principio
un estado patológico del cerebro, instrumento del pensamiento:
desorganizado el cerebro
queda alterado el pensamiento. La locura es, pues, un efecto
consecutivo, cuya causa
primera es una predisposición orgánica que hace al cerebro más o menos
accesible a
ciertas impresiones, y esto es tan cierto que verá usted personas que
piensan muchísimo
sin volverse locos, y otros que pierden el juicio bajo la influencia de
la más pequeña
sobreexcitación. Dada la predisposición a la locura, ésta tomará el
carácter de la
preocupación principal, que se convertirá entonces en una idea fija.
Ésta podrá ser la de
los espíritus en quien de ellos se haya ocupado, como pudiera ser la de
Dios, de los
ángeles, del diablo, de la fortuna, del poder, de un arte, de una
ciencia, de la maternidad,
de un sistema político o social.
Es problema que el loco religioso lo hubiera sido espiritista, si el
Espiritismo
hubiese sido su preocupación dominante. Cierto es que un periódico ha
dicho que en
una sola localidad de América, cuyo nombre no recordamos, se contaban
cuatro mil casos
de locura espiritista. Pero ya sabemos que en nuestros adversarios es
una idea fija el
creerse dotados exclusivamente de razón, lo cual no deja de ser una
manía como otra
cualquiera.
Para ellos, todos nosotros somos dignos de un manicomio, y por
consiguiente,
los cuatro mil espiritistas de la localidad en cuestión deben ser otros
tantos locos. Bajo
este concepto, los Estados Unidos cuentan con centenares de miles, y un
mayor número
aún todos los países del mundo. Esta broma pesada comienza a caer en
desuso desde que
la indicada locura se hace paso en las más elevadas esferas de la
sociedad. Mucho ruido se
hace con un ejemplo conocido, el de Víctor Hennequín; pero se echa al
olvido que, antes
de ocuparse de los espíritus, había dado ya pruebas de excentricidad en
las ideas. Si las
mesas giratorias no hubiesen aparecido –las cuales, según un ingenioso
juego de palabras
de nuestros adversarios, le hicieron perder el juicio,- su locura
hubiera tomado otro
carácter.
Digo, pues, que el Espiritismo no goza de ningún privilegio en este
punto, y aún
más, bien comprendido, preserva de la locura y del suicidio.
Entre las más numerosas causas de sobreexcitación cerebral, deben
contarse las
decepciones, las desgracias, los afectos contrarios, causas que son
también las más
frecuentes de suicidio. Pues bien, el verdadero espiritista ve las cosas
de este mundo desde
un punto de vista tan elevado, que las tribulaciones no son para él más
que incidentes
desagradables. Lo que en otros produciría una violenta emoción, le
afecta medianamente.
Sabe por otra parte que los pesares de la vida son pruebas que conspiran
a su adelanto si
los sufre sin murmurar, porque será recompensado según el valor con que
las haya
soportado. Estas convicciones le dan, pues, una resignación que le
preserva de la
desesperación, y por consiguiente, de una causa incesante de locura y de
suicidio. Sabe, además, por el espectáculo que le dan las
comunicaciones de los espíritus, la deplorable
suerte de los que voluntariamente abrevian sus días, y este cuadro es
bastante para hacerle
reflexionar, por lo cual es considerable el número de los que por él han
sido detenidos en
la funesta pendiente. Este es uno de los resultados del Espiritismo.
En el número de las causas de locura, debe colocarse también el miedo, y
el que
se tiene al diablo ha descompuesto a más de un cerebro. ¿Se sabe por
ventura el número
de víctimas producidas al impresionar las imaginaciones débiles con este
cuadro que se
procura hacer más horroroso por medio de horribles pormenores? Se dice
que el diablo
no espanta más que a los chiquillos, que es un freno para hacerles
prudentes; sí, como la
bruja y el coco, pero cuando no les tienen ya miedo, son peores que
antes. Y por este
magnífico resultado, se olvida el número de epilepsias acusadas a un
cerebro delicado.
No debe confundirse la locura patológica, con la obsesión. Ésta no
procede de
ninguna lesión cerebral, sino de la subyugación ejercida por los
espíritus maléficos sobre
ciertos individuos, y tiene, a veces, las apariencias de la locura
propiamente dicha. Esta
afección, que es muy frecuente, es independiente de la creencia en el
Espiritismo y ha
existido en todos los tiempos. En este caso, la medicina general es
impotente y hasta
nociva. El Espiritismo, haciendo conocer esta nueva causa de turbación
en el estado del
ser, ofrece, al mismo tiempo, el medio de curarla obrando no en el
enfermo, sino en el
Espíritu obsesor. Es el remedio y no la causa de la enfermedad.
Olvido del pasado
V. –No me explico cómo puede aprovecharse el hombre de la
experiencia
adquirida en las anteriores existencias si no conserva el recuerdo de
las mismas; porque,
desde el momento que no las recuerda, cada existencia viene a ser como
la primera, lo
cual equivale a empezar siempre. Supongamos que al despertarnos cada día
perdiésemos
la memoria de lo que habíamos hecho en el anterior. Es indudable que no
estaríamos
más adelantados a los sesenta que a los diez años, mientras que
recordando nuestras
faltas, nuestras fragilidades y los castigos recibidos, procuraríamos no
volver a incurrir en
ellas. Sirviéndome de la comparación hecha por usted del hombre en la
Tierra con el
alumno de un colegio, no comprendería que este último pudiese aprovechar
las lecciones
del quinto año, por ejemplo, si no recordase las aprendidas en el
cuarto. Estas soluciones
de continuidad en la vida del Espíritu interrumpen todas las relaciones,
haciendo de él
un ser nuevo hasta cierto punto, de donde puede concluirse que nuestros
pensamientos
mueren en cada existencia, para renacer sin conciencia de lo que hemos
sido. Esto es una
especie de anonadamiento.
A. K. –De cuestión en cuestión me conducirá a usted a hacer un curso
completo
de Espiritismo. Todas las objeciones que usted hace son naturales en el
que nada sabe en
este asunto, y que encontraría, en un estudio profundo, una solución
mucho más
explícita que la que puedo dar en una explicación sumaria, que por sí
misma debe
provocar incesantemente nuevas cuestiones. Todo se encadena en el
Espiritismo, y
cuando se estudia el conjunto, se ve que los principios se desprenden
los unos de los
otros apoyándose mutuamente, y lo que parecía entonces una anomalía
contraria a la
justicia de Dios, parece completamente natural y viene en confirmación
de esa sabiduría
y de esta justicia de Dios, parece completamente natural y viene en
confirmación de esa
sabiduría y de esa justicia.
Tal es el problema del olvido del pasado que se relaciona con cuestiones
de igual
importancia, por lo cual no haré más que desbrozarle. Si a cada nueva
existencia se corre un velo sobre el pasado, nada pierde el
Espíritu de lo que ha adquirido en aquél; olvida únicamente la manera
como lo ha
adquirido. Sirviéndome de la comparación del alumno, poco le importa
recordar dónde,
cómo y con qué profesores cursó el cuarto año, al entrar en que quinto,
sabe lo que se
aprende en el cuarto. ¿Qué le importa saber que fue castigado por su
pereza o por su
insubordinación, si tales castigos le han hecho estudioso y dócil? De
este modo, el
hombre, al reencarnarse, trae instintivamente y como ideas innatas lo
que ha adquirido
en ciencia y en moralidad. Digo en moralidad, porque si durante una
existencia se ha
mejorado, si ha aprovechado las lecciones de la experiencia, cuando se
reencarne será
instintivamente mejor; su Espíritu, robustecido en la escuela del
sufrimiento y del trabajo,
tendrá más solidez; lejos de tener que empezar, posee un abundante
fondo, en el que se
apoya para adquirir más y más.
La segunda parte de su objeción, respecto del anonadamiento del
pensamiento,
no es menos infundada, porque semejante olvido sólo tiene lugar durante
la vida
corporal. Al dejarla, el Espíritu recobra el recuerdo del pasado: puede
entonces juzgar del
camino recorrido y del que aún le falta recorrer; de modo que no hay
solución de
continuidad en la vida espiritual, que es la normal del Espíritu.
El olvido temporal es un beneficio de la providencia, ya que la
experiencia se
adquiere a menudo por las rudas pruebas y expiaciones terribles, cuyo
recuerdo sería muy
penoso, viniendo a juntarse a las angustias de las tribulaciones de la
vida presente. Si
parecen largos los sufrimientos de la vida, ¿Qué no parecerían si se
aumentase su
duración con el recuerdo de los sufrimientos del pasado? Usted, por
ejemplo, caballero,
es hoy un hombre honrado, pero acaso lo debe a los rudos castigos
sufridos por faltas que
hoy repugnarían a su conciencia; ¿Le gustaría a usted recordar el haber
sido ahorcado
alguna vez? ¿No le perseguiría constantemente la vergüenza, pensando que
el mundo sabe
el mal por usted cometido? ¿Qué le importa a usted lo que haya podido
hacer y lo que
haya sufrido para expiarlo, si es usted actualmente un hombre
apreciable? A los ojos del
mundo, es usted un nuevo hombre. A los de Dios, un Espíritu
rehabilitado. Libre del
recuerdo de un pasado importuno, obra con más libertad; la vida actual
es un nuevo
punto de partida; las deudas anteriores de usted están satisfechas, le
corresponde ahora
no encontrar otras nuevas.
¡Cuántos hombres quisieran poder, durante su vida, correr un velo sobre
sus
primeros años! ¡Cuántos se han dicho al fin de su existencia!: “Si
volviese a empezar, no
haría lo que he hecho”. “Pues bien, lo que no pueden deshacer en esta
vida, lo desharán
en otra; en una nueva existencia, su Espíritu traerá consigo, en estado
de intuición, las
buenas resoluciones tomadas. Así se realiza gradualmente el progreso de
la Humanidad.
Supongamos aún, lo que es muy ordinario, que entre sus relaciones, en su
misma familia, se encuentre un individuo del cual está usted quejoso,
que quizá le ha
arruinado o deshonrado en otra existencia, y que viene arrepentido a
encarnarse junto a
usted, a unírsele por lazos de familia para reparar los agravios por
medio de su interés y
afecto, ¿No se encontrarían ustedes mutuamente en la posición más falsa,
si ambos
recordaran sus enemistades? En lugar de apaciguarse éstas, se
eternizarían los odios.
Deduzca usted de todo esto que el recuerdo del pasado perturbaría las
relaciones sociales y sería una traba al progreso. ¿Quiere usted una
prueba de actualidad?
Si un hombre condenado a presidio tomase la firme resolución de ser
honrado, ¿Qué
sucedería a su salida? Sería rechazado por la sociedad y esta repulsión
casi siempre volvería
a arrastrarle hacia el vicio. Si suponemos, por el contrario, que todo
el mundo ignora sus antecedentes, sería bien recibido, y si él mismo
pudiese olvidarlo, no sería menos
honrado y podría caminar alta la frente, en vez de bajarla a la
vergüenza del recuerdo.
Esto concuerda perfectamente con la doctrina de los espíritus acerca de
los
mundos superiores al nuestro. En ellos, donde sólo el bien reina, el
recuerdo del pasado
no es nada penoso, y por eso sus habitantes recuerdan la existencia
precedente como
nosotros lo que hemos hecho el día anterior. En cuanto a lo que ha
podido hacerse en los
mundos inferiores, viene a ser como un sueño pasado.
Elementos de convicción
V. –Convengo, caballero, en que desde el punto de vista filosófico la doctrina
espiritista es perfectamente racional, pero queda siempre la cuestión de las
manifestaciones que sólo los hechos pueden resolver, y la realidad de semejantes hechos
es la que niegan muchas personas, por lo cual no debe usted extrañar el deseo que se
experimenta de presenciarlos.
A. K. –Lo encuentro natural, pero como busco el provecho que puedan dar,
explico las condiciones en que conviene colocarse para observarlos mejor, y sobre todo
para comprenderlos. El que a ello no quiere someterse indica que no tiene serios deseos
de ilustrarse, y entonces es inútil perder el tiempo con él.
También convendrá usted, caballero, en que sería extraño que una filosofía
racional hubiese salido de hechos ilusorios y falsos. En buena lógica, la realidad del efecto
implica la realidad de la causa; si es verdadero el uno, no puede ser falsa la otra, porque
no habiendo árbol, no se pueden cosechar frutos.
Cierto es que todo el mundo no ha podido evidenciar los hechos, porque no
todos se han puesto en las condiciones requeridas para observarlos, ni han tenido en ellos
la paciencia y perseverancia necesarias. Pero esto sucede como en todas las ciencias: lo que
no hacen unos lo hacen otros, y todos los días se admite el resultado de cálculos
astronómicos por aquellos que no los han hechos.
Como quiera que sea, si usted encuentra buena la filosofía, puede aceptarla
como otra cualquiera, reservándose su opinión sobre los senderos y medios que a ella han
conducido, o como máximo admitiéndolos a título de hipótesis hasta que tenga más
amplia demostración.
Los elementos de convicción no son los mismos para todos; lo que convence a
los unos no causa impresión ninguna a los otros, y de aquí que sea necesario un poco de
todo. Pero es un error creer que los experimentos físicos son el único medio de
convencimiento. He visto algunos a quienes los más notables fenómenos no han podido
convencer y de quienes ha triunfado una simple respuesta por escrito. Cuando se ve un
hecho que no se comprende, parece más sospechoso cuanto más extraordinario es, y el
pensamiento le busca siempre una causa vulgar; si nos damos cuenta de él, lo admitimos
mucho más fácilmente, porque tiene una razón de ser: lo maravilloso y lo sobrenatural
desaparecen entonces. Es indudable que las explicaciones que acabo de dar a usted en
este diálogo están lejos de ser completas, pero estoy persuadido de que, sumarias como
son, le darán que pensar, y si las circunstancias le hacen a usted testigo de algunas
manifestaciones, las verá con menos prevención, porque podrá fundar su razonamiento
sobre una base. Hay dos cosas en el Espiritismo: la parte experimental de las
manifestaciones y la doctrina filosófica; y todos los días me visitan personas que nada han
visto y que creen tan firmemente como yo, únicamente por el estudio que han hecho de
la parte filosófica. Para ellas el fenómeno de las manifestaciones es lo accesorio; el fondo,
ALLAN KARDEC
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la doctrina, la ciencia, la encuentran tan grande y tan racional, que hallan en la misma
todo lo que puede satisfacer sus aspiraciones interiores, haciendo abstracción del hecho
de las manifestaciones, y concluyen, de aquí, que aun suponiendo que éstas no existen,
no deja de ser la doctrina que mejor resuelve una multitud de problemas creídos
insolubles. ¡Cuántos son los que me han dicho que estas ideas habían germinado en su
cerebro, aunque de una manera confusa! El Espiritismo ha venido a formularla o darles
un cuerpo, siendo para ellos un rayo de luz. Esto explica el número de adeptos que ha
hecho la sola lectura de El Libro de los Espíritus. ¿Cree usted que hubiese sucedido esto si
nos hubiéramos concretado a las mesas giratorias y parlantes?
V. –Tiene usted razón en decir, caballero, que de las mesas giratorias ha salido
una doctrina filosófica, y lejos estaba yo desospechar las consecuencias que podían surgir
de un hecho que se miraba como un simple objeto de curiosidad. Ahora veo cuán vasto
es el campo abierto por su sistema.
A. K. –Dispense usted, caballero; usted me honra mucho atribuyéndome ese
sistema, pero no me pertenece. Todo él está deducido de la enseñanza de los espíritus. Yo
he visto, observado, coordinado, y procurado hacer comprender a los otros lo que yo
comprendo; he aquí toda la parte que me toca. Entre el Espiritismo y los otros sistemas
filosóficos hay esta diferencia capital, que los últimos son obra de hombres más o menos
esclarecidos, mientras que en el que usted me atribuye no tengo el mérito de haber
inventado un solo principio. Se dice: la filosofía de Platón, de Leibnitez; pero no se dirá:
la doctrina de Allan Kardec, y esto es lógico; porque, ¿Qué peso ha de tener un hombre
en cuestión tan seria? El Espiritismo tiene auxiliares mucho más preponderantes y a cuyo
lado somos átomos.
Sociedad espiritista de París
V. –Sé que dirige usted una sociedad que se ocupa en estos estudios; ¿Me sería
posible ingresar en ella?
A. K. –Por ahora ciertamente que no: porque si para ingresar en la misma no se
necesita ser doctor en Espiritismo, es preciso por lo menos tener sobre este particular
ideas más fijas que las de usted. Como no quiere ser turbada en sus estudios, no puede
admitir a los que le harían perder el tiempo en cuestiones elementales, ni a los que, no
simpatizando con sus principios y convicciones, introducirían el desorden con
discusiones intempestivas o por Espíritus de contradicción. Ella es una sociedad
científica, como otras muchas, que se ocupa en profundizar los diferentes puntos de la
ciencia espiritista, procurando esclarecerlos. Es el centro donde convergen las enseñanzas
de todas las partes del mundo, y donde se elaboran y coordinan las cuestiones que se
refieren al progreso de la ciencia, pero no una escuela, ni una enseñanza elemental, más
tarde, cuando las convicciones de usted están formadas por el estudio, se verá si hay lugar
a admitirle. En el ínterin, podrá usted como máximo asistir una o dos veces como oyente,
con la condición de no hacer reflexión alguna que pueda ofender a nadie, pues de lo
contrario, yo, que le abría presentado a usted, sufriría los reproches de mis colegas, y a
usted se le cerraría la puerta para siempre. Verá usted una reunión de hombres serios y de
buen trato, cuya mayor parte se recomienda por la superioridad de su saber y de su
posición social, y que no permitirían que aquellos a quienes admite la sociedad se
separasen lo más mínimo de los buenos modales; porque no se figura usted que ella invite
al público, y que llame a sus sesiones al primer transeúnte. Como no hace demostraciones
para satisfacer la curiosidad, huye cuidadosamente de los curiosos. Los que creyesen,
pues, encontrar en ella una distracción o un espectáculo, se llevarían chasco y harían muy
bien en no presentarse a la misma. He aquí por qué no admite, ni siquiera como simples
oyentes, a los que no conocen o a aquellos cuyas disposiciones hostiles son notorias.
Prohibición del Espiritismo
V. –Una pregunta final, se lo suplico a usted. El Espiritismo tiene poderosos
enemigos; ¿No podrían éstos prohibir el ejercicio de aquél y las sociedades espiritistas,
deteniendo de este modo su propagación?
A. K. –Medio sería éste de perder la partida más pronto porque la violencia es el
argumento de los que no tienen razones que oponer. Si el Espiritismo es una quimera
caerá por sí mismo sin que nadie se tome el trabajo de destruirlo. Si le persiguen es
porque se le teme, y sólo lo grave infunde temor. Si es una realidad, está, según tengo
dicho, en la Naturaleza, y no se revocan de un plumazo las leyes de la Naturaleza.
Si las manifestaciones espiritistas fuesen privilegio de un solo hombre, no hay
duda que, deshaciéndose de él, se pondría fin a las manifestaciones. Desgraciadamente
para sus adversarios, no son un misterio para nadie; nada hay secreto en ellas, nada
oculto, todo se realiza a la luz del día; están a la disposición de todo el mundo y se les
emplea en el palacio y en la cabaña. Puede prohibirse el ejercicio público, pero ya
sabemos que no es precisamente en público donde mejor se producen, sino en la
intimidad, y pudiendo cada uno ser médium, ¿Quién impedirá, a una familia en el
interior de su casa, a un individuo en el silencio de su gabinete, al prisionero entre sus
cadenas, tener comunicaciones con los espíritus, a pesar y a las barbas de sus esbirros?
Admitamos, sin embargo, que un gobierno fuese bastante fuerte para impedirlas en su
estado, ¿Las impediría en los Estados vecinos, en el mundo entero, ya que no hay un solo
país en ambos continentes donde no se encuentran médiums?
El Espiritismo, por otra parte, no tiene su germen en los hombres. Es obra de
los espíritus, que no pueden ser quemados, ni encarcelados. Consiste en la creencia
individual y no en las sociedades, que en manera alguna son necesarias. Si se llega a
destruir todos los libros espiritistas (y eso que existen ya algunos miles), los espíritus los
dictarían de nuevo.
Diálogo tercero
El sacerdote
El sacerdote. -¿Me permitiría usted, caballero, que a mi vez le dirija
algunas
preguntas?
A. K. –Con mucho gusto. Pero, antes de responderlas, creo útil
manifestarle el
terreno en que espero colocarme para responderle.
Debo manifestarle que de ningún modo pretenderé convertirlo a nuestras
ideas.
Si desea conocerlas detalladamente, las encontrará en los libros donde
están expuestas;
allí las podrá usted estudiar detenidamente, y libre será de rechazarlas
o aceptarlas.
El Espiritismo tiene por objeto combatir la incredulidad y sus funestas
consecuencias, dando pruebas patentes de la existencia del alma y de la
vida futura. Se
dirige, pues, a los que no creen en nada o que dudan, y usted lo sabe,
el número de ellos
es grande. Los que tienen una fe religiosa, y a los que basta esa fe, no
tiene necesidad de
él. Al que dice: “Yo creo en la autoridad de la Iglesia y me atengo a lo
que enseña sin
buscar nada más”, el Espiritismo responde que no se impone a nadie ni
viene a forzar
convicción alguna. La libertad de conciencia es una consecuencia de la
libertad de pensar, que es
uno de los atributos del hombre, y el Espiritismo se pondría en
contradicción con sus
principios de caridad y de tolerancia si no las respetase. A sus ojos,
toda creencia, cuando
es sincera y no induce a dañar al prójimo, es respetable aunque fuese
errónea. Si alguien
se empeña en creer, por ejemplo, que es el Sol el que da vueltas y no la
Tierra, le
diríamos: Créalo usted, si le place; porque eso no impedirá que la
Tierra dé vueltas; pero
del mismo modo que nosotros no procuramos violentar su conciencia, no
procure usted
violentar la de otros. Si convierte usted en instrumento de persecución
una creencia
inocente en sí misma, se trueca en nociva y puede ser combatida.
Tal es, señor sacerdote, la línea de conducta que he observado con los
ministros
de diversos cultos que a mí se han dirigido. Cuando me han interrogado
sobre puntos de
la doctrina, les he dado las explicaciones necesarias, absteniéndome
empero de discutir
ciertos dogmas, de que no debe ocuparse el Espiritismo, ya que cada uno
es libre de
apreciarlos. Pero jamás he ido en busca de ellos con el intento de
destruir su fe por medio
de la coacción. El que a nosotros viene como hermano, como hermano lo
recibimos. Al
que nos rechaza le dejamos en paz. Este es el consejo que no ceso de dar
a los espiritistas,
porque jamás he elogiado a los que se atribuyen la misión de convertir
al clero. Siempre
les he dicho: Sembrad en el campo de los incrédulos, que en él hay
abundante mies que
recoger.
El Espiritismo no se impone, porque, como he dicho, respeta la libertad
de
conciencia. Sabe, por otra parte, que toda creencia impuesta es
superficial y sólo da las
apariencias de fe, pero no la fe sincera. A la vista de todos expone sus
principios, de modo
que pueda cada uno formar opinión con conocimiento de causa. Los que los
aceptan,
laicos o sacerdotes, lo hacen libremente y porque los encuentran
racionales; pero de
ninguna manera abrigamos mala voluntad respecto de los que son de
nuestro parecer. Si
hay lucha entre la Iglesia y el Espiritismo, estamos convencidos de que
no la hemos
provocado nosotros.
S. –Si la Iglesia, al ver surgir una nueva doctrina, encuentra en ella
principios
que, a su modo de ver, debe condenar, ¿Le negará usted el derecho de
discutirlo y
combatirlos, de prevenir a los fieles contra los que considera errores?
A. K. –De ningún modo negamos un derecho que reclamamos para nosotros.
Si
la iglesia se hubiese encerrado en los límites de la discusión, nada
mejor podíamos pedir.
Pero lea usted la mayor parte de los escritos emanados de sus miembros o
publicados en
nombre de la religión, y los sermones que han sido predicados, y verá
usted la injuria y la
calumnia rebosando en todas partes, y los principios de la doctrina
indigna y
maliciosamente desfigurados. ¿No se ha oído calificar desde lo alto del
púlpito de
enemigos de la sociedad y del orden público a los espiritistas? ¿No han
visto
anatematizados y arrojados de la iglesia, a los que el Espiritismo ha
atraído a la fe, dando
por razón que más vale ser incrédulo que creer en Dios y en el alma por
medio del
Espiritismo? ¿No se han echado de menos para ellos las hogueras de la
inquisición? En
ciertas localidades, ¿No se les ha señalado a la animadversión de sus
conciudadanos, hasta
hacer que se les persiguiese e injuriase en las calles? ¿No se ha
conjurado a todos los fieles
a que se huyese de ellos, como a los apestados, e inducido a los criados
a que no entrasen
a su servicio? ¿No se ha solicitado de las mujeres que se separasen de
sus maridos, y de los
maridos que se separasen de sus mujeres por causa del Espiritismo? ¿No
se ha hecho
perder su plaza a los empleados, retirar a los obreros el pan del
trabajo, y el de la caridad a
los desgraciados porque eran espiritistas? Hasta los mismos ciegos han
sido echados de los
hospitales, porque no quisieron abjurar de su creencia. Y dígame usted,
señor sacerdote,
¿Es ésta una discusión leal? ¿Acaso han vuelto injuria por injuria, y
mal por mal los
espiritistas? No. A todo han opuesto la calma y la moderación. La
conciencia, pues, les ha
hecho ya la justicia de decir que no han sido ellos los agresores.
S. –Todo hombre sensato deplora tales excesos, pero la Iglesia no puede
ser
responsable de abusos cometidos por algunos de sus miembros poco
ilustrados.
A. K. –Convengo en ello, ¿Pero son miembros poco ilustrados los
príncipes de
la Iglesia? Vea usted la pastoral del obispo de Argel y de algunos
otros. ¿Y no fue un
obispo el que decretó el auto de fe de Barcelona? La autoridad superior
eclesiástica, ¿No
tiene poder omnímodo sobre sus subordinados? Si, pues, tolera sermones
indignos de la
cátedra evangélica, si favorece la publicación de escritos injuriosos y
difamatorios para
una clase de ciudadanos, si no se opone a la persecución ejercidas en
nombre de la
religión, es porque aprueba todo eso.
En resumen, rechazando sistemáticamente la Iglesia a los espiritistas
que a ella
volvían, les ha obligado a replegarse sobre sí mismos, y por la
naturaleza y violencia de sus
ataques ha ensanchado la discusión trayéndola a otro terreno. El
Espiritismo no era más
que una simple doctrina filosófica; la Iglesia es quien lo ha
engrandecido, presentándolo
como un enemigo terrible, quien, en fin, la ha proclamado una nueva
religión. Esta era
una falta de destreza, pero la pasión no reflexiona.
Un librepensador. –Hace un momento proclamó usted la libertad de
pensamiento y de conciencia, y declaró que toda creencia sincera es
respetable. El
materialismo es una creencia como otra cualquiera, ¿Por qué no ha de
gozar de la libertad
que concede usted a las otras?
A. K. –Seguramente cada uno es libre de creer lo que le plazca o de no
creer en
nada, y no legitimamos una persecución contra el que cree en la nada
después de la
muerte, y como tampoco la dirigida contra un cismático de una religión
cualquiera.
Combatiendo el materialismo, atacamos no a los individuos, sino a una
doctrina que, si
bien es inofensiva para la sociedad cuando se cierra en el foro interno
de la conciencia de
las personas ilustradas, es una llaga social si se generaliza. La
creencia de que todo acaba
para el hombre después de la muerte, de que toda solidaridad cesa con la
vida, le conduce
a considerar el sacrificio del bienestar presente en provecho de otro
como una tontería, y
de aquí la máxima: Cada uno para sí, durante la vida, puesto que nada
hay después de
ésta. La caridad, la fraternidad, la moral, en una palabra, no tienen
ninguna base,
ninguna razón de ser. ¿Por qué molestarse, reprimirse, privarse hoy,
cuando acaso
mañana no existiremos? La negación del porvenir, la simple duda sobre la
vida futura, son
los mayores estímulos del egoísmo, manantial de la mayor parte de los
males de la
humanidad. Se necesita gran virtud para ser retenido en la pendiente del
vicio y del
crimen, sin otro freno que la fuerza de su voluntad. El respeto humano
puede detener al
hombre de mundo, pero no aquel para quien el temor de la opinión es
nulo.
La creencia de la vida futura, demostrando la perpetuidad de las
relaciones entre
los hombres, establece entre ellos una solidaridad que no se detiene en
la tumba,
cambiando así el curso de las ideas. Si esta creencia no fuera más que
un vano espantajo,
sólo en una época hubiese existido. Pero como su realidad es un hecho de
experiencia, es
un deber propagarla y combatir la creencia contraria en interés del
orden social. Esto es lo
que hace el Espiritismo, lo hace con éxito, porque da pruebas, y porque
en definitiva el
hombre percibe la certeza de vivir dichoso en un mundo mejor, en
compensación de las
miserias terrestres, que creer que se muere para siempre. El pensamiento
de verse
anonadado perpetuamente, de creer a los hijos y a los seres que nos son
queridos
perdidos sin esperanza, sonríe, créalo usted, a un número de personas
muy reducido. Y de
aquí depende que los ataques dirigidos contra el Espiritismo en nombre
de la
incredulidad tengan tan poco éxito, y no lo han hecho vacilar un
instante.
S. –La religión enseña todo eso; hasta el presente ha sido ella
suficiente, ¿Hay
por ventura necesidad de una nueva doctrina?
A. K. –Si basta la religión, ¿Por qué hay tantos incrédulos,
religiosamente
hablando? La religión nos lo enseña, es cierto, nos dice que creamos en
ello, ¡Pero hay
tantas personas que no creen si no se les prueba lo que se les dice! El
Espiritismo prueba y
hace ver lo que la religión enseña teóricamente. ¿Y de dónde proceden
semejantes
pruebas? De la manifestación de los espíritus. Es probable, pues, que
sólo con permiso de
Dios se manifiesten, y si Dios en su misericordia envía tal recurso a
los hombres, para
sacarlos de la incredulidad, es una impiedad rechazarlo.
S. –No me negará usted, sin embargo, que el Espiritismo no está conforme
en
todos sus puntos con la religión.
A. K. –Por Dios, señor sacerdote, todas las religiones pueden decir lo
mismo: los
protestantes, los judíos, los musulmanes, lo mismo que los católicos.
Si el Espiritismo negase la existencia de Dios, del alma, su
individualidad y su
inmortalidad, las penas y las recompensas futuras, el libre albedrío del
hombre. Si
enseñase que cada uno vive en la Tierra y que sólo en sí debe pensar,
sería contrario no
sólo a la religión católica, sino a todas las religiones del mundo;
sería la negación de todas
las leyes morales, base de las sociedades humanas, lejos de esto, los
espíritus proclaman
un Dios único, soberanamente justo y bueno; dicen que el hombre es libre
y responsable
de sus actos, remunerando y castigado según el bien o el mal que haya
hecho; ponen por
encima de todas las virtudes la caridad evangélica, y esta regla sublime
enseñada por
Cristo: Hacer a los otros lo que quisiéramos que nos hicieran a
nosotros. ¿No son esto los
fundamentos de la religión? Hacen más aún: Nos inician en los misterios
de la vida
futura, que no es ya para nosotros una abstracción, sino una realidad,
porque los mismos
a quienes conocíamos son los que nos vienen a reflejarnos su situación o
decirnos cómo y
por qué sufren o son dichosos. ¿Qué hay en esto de antirreligioso? Esta
certeza en el
porvenir de encontrar a los que hemos amado, ¿No es un consuelo? La
grandiosidad de la
vida espiritual, que es su esencia, comparada con las mezquinas
preocupaciones de la vida
terrestre, ¿No es a propósito para elevar nuestra alma y para estimular
al bien?
S. –Convengo en que respecto de las cuestiones generales el Espiritismo
está
conforme con las grandes verdades del cristianismo, ¿Pero sucede lo
mismo en cuanto a
los dogmas? ¿Acaso no contradice ciertos principios que nos enseña la
Iglesia?
A. K. –El Espiritismo es ante todo una ciencia y no se ocupa en
cuestiones
dogmáticas. Esta ciencia, como todas las filosóficas, tiene
consecuencias morales, ¿Son
buenas o malas? Puede juzgarse de ellas por los principios generales que
acabo de
recordar. Algunas personas se han equivocado sobre el verdadero carácter
del Espiritismo,
y esta cuestión es bastante seria, para que nos merezca algún
desarrollo.
Citemos ante todo una comparación: estando en la Naturaleza la
electricidad,
ha existido en todos los tiempo, produciendo los efectos que conocemos y
muchos otros
que no conocemos aún. Los hombres, ignorando la verdadera causa, han
explicado
aquellos efectos de una manera más o menos extravagante. El
descubrimiento de la
electricidad y de sus propiedades vino a destruir una multitud de
absurdas teorías
iluminando más de un misterio de la Naturaleza. Lo que la electricidad y
las ciencias
físicas en general han hecho en ciertos fenómenos, lo hace el
Espiritismo en fenómenos
de otro orden.
El Espiritismo está fundado en la existencia de un mundo invisible
formado de
seres incorpóreos que pueblan el espacio, y que no son otros que las
almas de los que han
vivido en la Tierra o en otros globos, donde han dejado su envoltura
material. Estos son
los seres que designamos con el nombre de Espíritu; nos rodean sin cesar
y ejercen en los
hombres, a pesar de éstos, una gran influencia; desempeñan un papel muy
activo en el
mundo moral, y hasta cierto punto en el físico. El Espiritismo está,
pues, en la Naturaleza,
y se puede decir que, en un cierto orden de ideas, es una fuerza, como
lo es la electricidad
y la gravitación bajo otro punto de vista. Los fenómenos cuyo origen
está en el mundo
invisible, han debido producirse y se han producido, en efecto, en todos
los tiempos. He
aquí por qué la historia de todos los pueblos hace mención de ellos.
Únicamente en su
ignorancia, como para la electricidad, los hombres han atribuido esos
fenómenos a causas
más o menos racionales, dando, bajo este concepto, libre curso a su
imaginación. El
Espiritismo, mejor observado después de que se ha vulgarizado, ilumina
una multitud de
cuestiones hasta hoy irrecusables o mal comprendidas, su verdadero
carácter es, pues, el
de una ciencia y no de una religión; y la prueba está en que cuenta
entre sus adeptos
hombres de todas las creencias, sin que por esto hayan renunciado a sus
convicciones;
católicos fervientes, que no dejan de practicar todos los deberes de su
culto, cuando no
son rechazados por la Iglesia, protestantes de todas sectas, israelitas,
musulmanes y hasta
budistas y brahmanistas. Está basado, pues, en principios independientes
de toda
cuestión dogmática. Sus consecuencias morales están implícitamente en el
Cristianismo,
porque de todas las doctrinas el Cristianismo es la más digna y la más
pura, y por esto, de
todas las sectas religiosas del mundo, los cristianos son los más aptos
para comprenderlo
en toda su verdadera esencia. ¿Puede reprochársele por esto? Sin duda
puede cada uno
hacerse una religión de sus opiniones, interpretar a su gusto las
religiones conocidas, pero
de aquí a la constitución de una nueva Iglesia hay gran distancia.
S. ¿No hace usted, sin embargo, las evocaciones según una fórmula
religiosa?
A. K. –Seguramente nos anima un sentimiento religioso en las evocaciones
y en
nuestras reuniones, pero no existe una fórmula sacramental; para los
espíritus el
pensamiento lo es todo, y nada la forma. Los llamamos en nombre de Dios
porque
creemos en Dios y sabemos que nada se cumple en este mundo sin su
permiso, y porque
si Dios no les permitiese venir no vendrían. En nuestros trabajos
procedemos con calma y
recogimiento, porque es una condición necesaria para las observaciones, y
en segundo
lugar porque conocemos el respeto que se debe a los que ya no viven en
la Tierra,
cualquiera que sea su condición feliz o desgraciada en el mundo de los
espíritus. Hacemos
un llamamiento a los buenos espíritus, porque sabiendo que los hay
buenos y malos,
procuramos que estos últimos no vengan a mezclarse fraudulentamente en
las
comunicaciones que recibimos. ¿Qué prueba todo esto? Que no somos ateos,
pero esto no
implica de ningún modo que seamos religionarios.
S. -Pues bien, ¿Qué dicen los espíritus superiores en lo tocante a la
religión? Los
buenos deben aconsejarnos y guiarnos. Supongamos que yo no tengo ninguna
religión, y
quiero escoger una. Si les pregunto: me aconsejáis que me haga católico,
protestante,
anglicano, cuákero, judío, mahometano o mormón, ¿Qué responderán?
A. K. –En todas las religiones hay que considerar dos puntos: los
principios
generales, comunes a todas, y los peculiares de cada una. Los primeros
son los que
acabamos de mencionar, y éstos los proclaman todos los espíritus,
cualquiera que sea su
rango. En cuanto a los segundo, los espíritus vulgares, sin ser malos,
pueden tener
preferencias, opiniones. Pueden preconizar tal o cual forma. Pueden,
pues, inducir a
ciertas prácticas, ya por convicción personal, ya porque conservan las
ideas de la vida
terrestre, ya por prudencia a fin de no lastimar las conciencias
timoratas. ¿Cree usted, por
ejemplo, que un espíritu ilustrado, aunque fuese el mismo Fenelón,
dirigiéndose a un
musulmán, le diría con poco tacto que Mahoma es un impostor, y que se
condenará si no
se hace cristiano? Se guardará muy bien, porque sería rechazado.
Los espíritus superiores, en general, cuando no son solicitados por
ninguna
consideración especial, no se ocupan de pormenores, y se limitan a
decir: “Dios es bueno
y justo, sólo quiere el bien; la mejor, pues, de todas las religiones es
la que sólo enseña lo
que está conforme con la bondad y la justicia de Dios; la que da de Él
la idea más grande,
más sublime y no lo rebaja atribuyéndole las pequeñeces y pasiones de la
humanidad, la
que hace a los hombres buenos y virtuosos y les enseña a amarse todos
como hermanos; la
que condena todo mal hecho al prójimo; la que bajo ninguna forma ni
pretexto autoriza
la justicia; la que no prescribe nada contrario a las leyes inmutables
de la naturaleza,
porque Dios no puede contrariarse; aquella cuyos ministros dan el mejor
ejemplo de
bondad, caridad y moralidad; la que más tiende a combatir el egoísmo y
menos
contemporice con el orgullo y vanidad de los hombres; aquella, en fin,
en cuyo nombre
menos mal se comete, porque una buena religión no puede ser pretexto de
mal alguno:
no debe dejar ninguna puerta abierta ni directamente, ni por
interpretación. “Ved, juzgad
y escoged”.
S. –Supongamos que ciertos puntos de la doctrina católica sean negados
por los
espíritus que usted considera superiores; supongo que esos pueden ser
erróneos; aquel
que con razón o sin ella los crea artículos de fe y que obra en
consecuencia, ¿Se verá
perjudicado en su salvación, según los espíritus, por semejante
creencia?
A. K. –No ciertamente, si ella no le impide el hacer el bien y al
contrario si a él
le impele; mientras que la creencia más fundada le perjudicará si es
para él ocasión de
hacer el mal, de no ser caritativo con su prójimo, si le hace duro y
egoísta, porque no obra
entonces según la ley de Dios, y Dios mira antes el pensamiento que los
actos. ¿Quién se
atreverá a sostener lo contrario?
¿Cree usted, por ejemplo, que sería provechoso la fe a un hombre que
creyese
perfectamente en Dios, y que en nombre de Dios cometiese actos inhumanos
o contrarios
a la caridad? ¿No es acaso mucho más culpable, porque tiene más medios
de estar
ilustrado?
S. –Así, el católico ferviente que cumple escrupulosamente los deberes
de su
culto, ¿No es censurado por los espíritus?
A. K. –No, si esto es para él cuestión de conciencia y si lo hace con
sinceridad;
sí, mil veces, si es hipócrita y si su piedad es aparente.
Los espíritus superiores, los que tienen por misión el progreso de la
humanidad,
se levantan contra todos los abusos que puedan retardar el progreso,
cualquiera que sea la
naturaleza de aquéllos, y los individuos y las clases de la sociedad que
de ellos se
aprovechan. Y usted no negará que la religión no siempre se ha visto
exenta de los
mismos. Si entre sus ministros los hay que cumplen su misión con
abnegación cristiana,
que la hacen grande, bella y respetable, no puede usted dejar de
convenir que notados
han comprendido la santidad de su ministerio. Los espíritus combaten el
mal
dondequiera que se encuentre; señalar los abusos de la religión,
¿Equivale a atacarla? No,
pues tiene mayores enemigos que los difunden; porque estos abusos son
los que hacen
nacer la idea de que con algo mejor puede sustituírsela. Si algún
peligro corriese la
religión, sería preciso atribuirlo a los que dan de ella una idea falsa,
haciendo de la misma
arma de pasiones humanas, y que la explotan en provecho de su ambición.
S. –Usted dice que el Espiritismo no discute los dogmas, y sin embargo
admite
ciertos puntos combatidos por la Iglesia, tales, por ejemplo, la
reencarnación, la presencia
del hombre en la Tierra antes de Adán, y niega la eternidad de las
penas, la existencia de
los demonios, el purgatorio y el fuego del infierno.
A. K. –Esos puntos se han discutido desde hace mucho tiempo, y no es el
Espiritismo quien los ha puesto en tela de juicio; opiniones son esas de
las cuales son
algunas controvertidas por la misma teología y que juzgará el porvenir. A
todas las
domina un principio: la práctica del bien, que es la ley superior, la
condición sine qua non
de nuestro porvenir, como lo prueba el estado de los espíritus que con
nosotros se
comunican. En tanto que se haga para usted la luz sobre estas
cuestiones, crea, si lo
quiere, en las llamas y en los tormentos materiales si esto le puede
alejar del mal: la
creencia de usted no los hará más reales si es que no existen. Crea
usted, si le place, que
no tenemos más que una existencia corporal; esto no le impedirá renacer
aquí o en otra
parte, a pesar de usted, si así debe ser. Crea usted que el mundo entero
y verdadero fue
hecho en seis veces veinticuatro horas, si tal es su opinión: esto no
impedirá que la Tierra
tenga escritas en sus capas geológicas las pruebas de lo contrario. Crea
usted, si así lo
quiere, que Josué detuvo el Sol: esto no impedirá que la Tierra gire.
Crea usted que sólo
seis mil años hace que el hombre está en la Tierra; esto no impedirá que
los hechos
demuestren la imposibilidad de esa creencia. ¿Y que diría usted si el
día menos pensado la
inexorable geología viniese a demostrar, con patentes vestigios, la
anterioridad del
hombre, como ha demostrado tantas otras cosas? Crea usted lo que quiera,
hasta en el
diablo, si esta creencia puede hacerle bueno, humano y caritativo para
con sus semejantes.
El Espiritismo, como doctrina moral, sólo impone una cosa: la necesidad
de hacer el bien
y de no practicar el mal. Es una ciencia de observación, con que, vuelvo
a repetirlo, tiene
consecuencias morales, y éstas son la confirmación y la prueba de los
grandes principios
de la religión. En cuanto a los puntos secundarios, los deja a la
conciencia de cada uno.
Pero note usted, caballero, que el Espiritismo no niega, en principio,
algunos de
los puntos divergentes de que usted acaba de hablar. Si hubiese usted
leído todo lo que yo
he escrito sobre este particular, hubiera visto que se limita a darles
una interpretación más
lógica y más racional que la vulgarmente admitida, así es que no niego
el purgatorio, por
ejemplo; demuestra por el contrario su necesidad y su justicia; pero
hace más aún, lo
define, el infierno ha sido descrito como una hoguera inmensa; ¿Pero es
así como lo
entiende la alta teología? No, evidentemente: dice que es una figura,
que el fuego en que
se abrasan los condenados es un fuego moral, símbolo de lo más grandes
dolores.
En cuanto a la eternidad de las penas, si fuese posible pedirles su
parecer para
conocerles su opinión íntima, a todos los hombres en disposición de
razonar y
comprender, aun los más religiosos, se vería de qué parte está la
mayoría, porque la idea
de la eternidad, de los suplicios, es la negación de la infinita
misericordia de Dios.
Por lo demás, he aquí lo que dice la doctrina espiritista sobre este
particular: la
duración del castigo está subordinada al mejoramiento del Espíritu
culpable. Ninguna
condenación se ha pronunciado contra él por un tiempo determinado. Lo
que Dios le
exige para poner un término a sus sufrimientos es el arrepentimiento, la
expiación y la
reparación; en una palabra, un mejoramiento serio, efectivo, y una
vuelta sincera al bien.
El Espíritu es así el árbitro de su propia suerte; puede prolongar sus
sufrimientos por su
persistencia en el mal, y aplacarlos o abreviarlos con sus esfuerzos
para hacer el bien.
Estando la duración del castigo subordinada al arrepentimiento, resulta
que el
Espíritu culpable que no se arrepiente ni mejorase nunca, sufriría
siempre, siendo para él eterna la pena. La eternidad de las penas, pues,
debe entenderse en sentido relativo, y no
en sentido absoluto.
Una condición inherente a la inferioridad de los espíritus es la de no
ver el
término de su situación y creer que sufrirán siempre; esto es para ellos
un castigo. Pero en
cuanto se abre en su alma el arrepentimiento, Dios le hace entrever un
rayo de esperanza.
Esta doctrina está evidentemente más conforme con la justicia de Dios,
quien
castiga mientras persistimos en el mal, y que perdona cuando entramos en
el buen
camino. ¿Quién la ha imaginado? ¿Nosotros? No; son los espíritus que la
enseñan y
prueban, por los ejemplos que diariamente nos ofrecen.
Los espíritus no niegan, pues, las penas futuras, puesto que describen
sus
propios sufrimientos, y este cuadro nos conmueve más que el de las
llamas eternas,
porque es perfectamente lógico. Se comprende que esto es posible, que
debe ser así, que
esa situación es consecuencia natural de las cosas. Puede ser aceptada
por el pensamiento
del filósofo, porque nada de ello repugna a la razón. He aquí por qué
las creencias
espiritistas han conducido al bien a una multitud de personas,
materialistas algunas, a
quienes no había detenido el temor del infierno tal como se nos
describe.
S. –Sin dejar de admitir su razonamiento, ¿No creer usted que el vulgo
necesita
más imágenes plásticas que una filosofía que no puede comprender?
A. K. –Este es un error que ha producido más de un materialista; o por
lo
menos separado de la religión a más de un hombre. Viene un momento en
que estas
imágenes no impresionan, y entonces las personas que no profundizan, con
la parte
rechazan el todo, porque se dicen: si se me ha enseñado como verdad
incontestable un
punto falso, si se me ha dado una imagen, una figura en vez de la
realidad, ¿Quién me
asegura que el resto es más verdadero? La fe se fortifica, por el
contrario, si
desarrollándole la razón, nada rechaza. La religión ganará siempre
siguiendo el progreso
de las ideas, y si hubiese de peligrar algún día, sería porque, habiendo
adelantado los
hombres, permaneciese ella estacionaria. Es equivocar la época creer que
hoy puede
conducirse a los hombres por el temor al demonio y a los sufrimientos
eternos.
S. –La iglesia reconoce hoy, efectivamente, que el infierno material es
una
figura; pero esto no excluye la existencia de los demonios. Sin ellos,
¿Cómo explicar la
influencia del mal que no puede venir de Dios?
A. K. –El Espiritismo no admite los demonios, en el sentido vulgar de la
palabra, pero admite los malos espíritus, que no valen mucho más y que
causan tanto mal
como ellos sugiriendo malos pensamientos. Únicamente dice que no son
seres
excepcionales, creados para el mal y perpetuamente destinados a él,
especie de parias de la
Creación y verdugos del género humano. Son seres atrasados, imperfectos
aún, pero a los
cuales reserva Dios el porvenir. Esté en esto conforme con la iglesia
católica griega que
admite la conversión de Satanás, alusión al mejoramiento de los malos
espíritus. Note
usted también, que la palabra demonio sólo implica la idea de Espíritu
malo en la acepción
moderna que se le ha dado, porque la palabra griega daimon significa
genio, inteligencia.
Como quiera que sea, hoy sólo se le admite a mala parte. Admitir la
comunicación de los
malos espíritus es reconocer en principio la realidad de las
manifestaciones. La cuestión
está en saber si sólo son ellos los que se comunican, según afirma la
Iglesia, para motivar
la prohibición de comunicar con los espíritus. Aquí invocamos el
razonamiento y los
hechos. Si algunos espíritus, cualesquiera que sean, se comunican, sólo
es con permiso de
Dios; ¿Y por qué comprenderse que sólo a los malos se les permite? ¿Cómo
daría a éstos
amplia libertad para venir a engañar a los hombres, y prohibiría a los
buenos el venir a
hacerles la oposición, a neutralizar sus perniciosas doctrinas? Creer
que es así, ¿No sería poner en duda su poder y su bondad y hacer de
Satanás un rival de la Divinidad? La
Biblia, el Evangelio, los Padres de la Iglesia reconocen perfectamente
la posibilidad de
comunicar con el mundo invisible, del cual no están excluidos los
buenos. ¿Por qué, pues,
habrían de estarlo hoy? Por otra parte, al admitir la Iglesia la
autenticidad de ciertas
apariciones y comunicaciones de los santos, rechaza por lo mismo la idea
de que sólo
tengamos que habérnoslas con malos espíritus.
Ciertamente, cuando sólo buenas cosas encierran las comunicaciones,
cuando
sólo en ellas se predica la más pura y sublime moral evangélica, la
abnegación, el
desinterés y el amor al prójimo, cuando en ellos se censura el mal,
cualquiera de sea el
traje en que se disfrace, ¿Es racional creer que el Espíritu maligno
venga de tal manera a
hacer su propia acusación?
S. –El evangelio nos enseña que el ángel de las tinieblas, o Satanás, se
transforma en ángel de luz para seducir a los hombres.
A. K. –Satanás, según el Espiritismo y la opinión de muchos filósofos
cristianos,
no es un ser real, sino la personificación del mal, como en otro tiempo
lo era Saturno del
tiempo. La Iglesia interpreta literalmente esta figura alegórica; asunto
de opinión es éste
que no discutiré. Admitamos por un instante que Satanás sea un ser real;
la Iglesia, a
fuerza de exagerar su poder con intención de atemorizar, llega a un
resultado
diametralmente opuesto, es decir, a la destrucción no ya de todo temor,
sino de toda
creencia en su persona, por el proverbio de que quien quiere probar
mucho nada prueba.
Se representa como eminentemente sagaz, mañoso y astuto, y en la
cuestión del
Espiritismo le hace desempeñar el papel de un tonto o de un torpe.
Puesto que el objeto de Satanás es alimentar el infierno con sus
víctimas y robar
almas a Dios, se comprende que se dirija a los que están en el bien para
inducirles al mal,
y que para ellos se transforme, según la bella alegoría, en ángel de
luz, es decir, que simule
hipócritamente la virtud. Pero lo que no se comprende es que deje
escapar a los que tiene
ya entre sus garras. Los que no creen en Dios ni en el alma, los que
desprecian la oración
y están sumidos en el vicio son, tanto como pueden serlo, del diablo, y
nada hay ya que
hacer para hundirlos más en el lodazal. Luego, incitarlos a volver a
Dios, a rogarle, a
someterse a su voluntad, animarlos a renunciar al mal, pintándolos la
felicidad de los
elegidos y la triste suerte que espera a los malvados, sería propio de
un negado más
estúpido que si se diese libertad a un pájaro prisionero con la idea de
volverlo a coger
enseguida.
Hay, pues, en la doctrina de la comunicación exclusiva de los demonios
una
contradicción que puede apreciar todo hombre sensato, y por esto no se
persuadirá nunca
de que los espíritus que vuelven a Dios a los que le negaban, al bien a
los que hacían el
mal, que consuelan a los afligidos, que dan fuerza y a ánimo a los
débiles, que por la
sublimidad de su enseñanza elevan el alma por encima de la vida
material, son emisarios
de Satanás, y que por este motivo debe prescindirse de toda revelación
con el mundo
invisible.
S. –Si la Iglesia prohíbe las comunicaciones con los espíritus de los
muertos, es
porque son contrarias a la religión y por estar formalmente condenadas
por el Evangelio y
por Moisés. Al pronunciar este último la pena de muerte contra
semejantes prácticas,
prueba lo reprensibles que son a los ojos de Dios.
A. K. –Dispense usted, esa prohibición no se encuentra en parte alguna
del
Evangelio; sólo se halla en la ley mosaica. Se trata, pues, de saber si
la Iglesia pone la ley
mosaica por encima de la evangélica, o de otro modo, de si es más Judía
que cristiana: es
digno de notarse que, de todas las religiones, la que menos oposición ha
hecho al
Espiritismo es la judaica, y que no ha invocado contra las evocaciones
la ley de Moisés en
que se apoya las sectas cristianas. Si las prescripciones bíblicas son
el código de la fe
cristiana, ¿Por qué se prohíbe la lectura de la Biblia? ¿Qué se diría si
se prohibiese a un
ciudadano estudiar el código de las leyes de su país?
La prohibición dictada por Moisés tenía su razón de ser, porque el
legislador
hebreo quería que su pueblo rompiese con todas las costumbres tomadas de
los egipcios,
y porque la de que tratamos era objeto de abusos. No se evocaba a los
muertos por
respeto y afecto hacia ellos, ni por sentimiento de piedad, sino que era
aquel un medio de
adivinación, objeto de un tráfico vergonzoso explotado por el
charlatanismo y la
superstición. Moisés tuvo, pues, razón en prohibirlo. Si pronunció
contra semejante
abuso una penalidad severa, fue porque se necesitaba medios rigurosos
para gobernar
aquel pueblo indisciplinado, motivo por el cual la pena de muerte se
prodiga en su
legislación. Sin razón, pues, se acude a la severidad del castigo para
probar el grado de
culpabilidad que hay en la evocación de los muertos.
Sin la prohibición de evocar a los muertos procede del mismo Dios, como
pretende la Iglesia, debe haber sido Dios quien ha dictado la pena de
muerte contra los
delincuentes.
La pena, pues, tiene un origen tan sagrado como la prohibición; ¿Por qué
no se
la ha conservado? Todas las leyes de Moisés son promulgadas en nombre de
Dios y por su
orden. Si se cree que Dios es el autor de ella, ¿Por qué no están ya en
observación? Si la
ley de Moisés es para la Iglesia artículo de fe sobre un punto, ¿Por qué
no lo es sobre
todo? ¿Por qué recurrir a ella cuando se la necesita y rechazarla cuando
no conviene? ¿Por
qué no seguir todas sus prescripciones, la circuncisión entre ellas, que
sufrió Jesús y no
abolió?
Dos partes había en la ley mosaica: 1º La ley de Dios, es divina, y
Cristo no hizo
más que desarrollarla; 2º La ley civil o disciplinaria, apropiada a las
costumbres de la
época y que Jesús abolió.
Hoy las circunstancias no son las mismas, y la prohibición de Moisés
carece de
motivo. Por otra parte, si la Iglesia prohíbe llamar a los espíritus,
¿Puede prohibirles a
ellos que vengan sin que se les llame? ¿No se ve todos los días que
tienen manifestaciones
de todos géneros personas que nunca se han ocupado del Espiritismo, y no
las había que
las tenían mucho antes de que se tratase de él?
Otra contradicción. Cuando Moisés prohibió evocar los espíritus de los
muertos
es porque podían venir, pues de otro modo su prohibición hubiera sido
inútil. Si podían
venir en su época, lo pueden también hoy, y si son los espíritus de los
muertos, no son,
pues, exclusivamente los demonios. Ante todo es preciso ser lógico.
S. –La Iglesia no niega que puedan comunicarse los buenos espíritus,
pues
reconoce que los santos han tenido manifestaciones, pero nunca puede
considerar como
buenos a los que contradicen sus principios inmutables. Cierto es que
los espíritus
enseñan las penas y recompensas futuras, pero no como ella, y por esto
únicamente ella
puede juzgar sus enseñanzas y discernir los buenos de los malos.
A. K. –He aquí la gran cuestión. Galileo fue acusado de hereje y de
recibir
inspiraciones del demonio, porque venía a revelar una ley de la
Naturaleza, probando el
error de una creencia que se miraba como inatacable, por lo cual fue
condenado y
excomulgado. Si sobre todos los puntos hubiesen abundado los espíritus
en el sentido
exclusivo de la Iglesia, si no hubiesen proclamado la libertad de
conciencia y combatido
ciertos abusos, hubieran sido bienvenidos y no se les hubiese calificado
de demonios. Tal
es la razón por la que todas las religiones, lo mismo los musulmanes que
los católicos, creyéndose en posesión exclusiva de la verdad absoluta,
miran como obra del demonio
cualquier doctrina que no sea enteramente ortodoxa desde su punto de
vista. Los
espíritus no vienen a derribar la religión, sino a revelar, como
Galileo, nuevas leyes de la
Naturaleza. Si algunos puntos de fe se sienten lastimados, es porque
están en
contradicción con dichas leyes, lo mismo que la creencia en el
movimiento del Sol. La
cuestión está en saber si un artículo de fe puede anular una ley de la
Naturaleza que es
obra de Dios; y reconocida esta ley, ¿No es más prudente interpretar el
dogma en el
sentido de aquella que atribuirla al demonio?
S. –Pasemos por alto la cuestión de los demonios; sé que es diversamente
interpretada por los teólogos, pero me parece más difícil de conciliar
con los dogmas el
sistema de la reencarnación, porque no es otra cosa que la renovación de
la
metempsicosis de Pitágoras.
A. K. –No es éste el momento de discutir una cuestión que exigiría
amplio
desarrollo; la encontrará expuesta en El Libro de los Espíritus y en El
Evangelio según el
Espiritismo: sólo diré, pues, dos palabras.
La metempsicosis de los antiguos consistía en la transmigración del alma
humana a los animales, lo que implicaba una degradación. Por lo demás,
esta doctrina no
era lo que vulgarmente se cree. La transmigración de los animales no era
considerada
como una condición inherente a la naturaleza del alma humana, sino como
un castigo
temporal. Así, las almas de los asesinos pasaban al cuerpo de las fieras
para recibir en él
su castigo, la de los impúdicos a los cerdos y jabalíes, la de los
inconscientes y aturdidos a
las aves, la de los perezosos e ignorantes a los animales acuáticos;
después de algunos
miles de años, más o menos según la culpabilidad, de esta especie de
prisión, volvía el
alma a entrar en la Humanidad. La encarnación animal no era, pues, una
condición
absoluta, y se ligaba, como se ve, a la reencarnación humana, y es
prueba de esto el que el
castigo de los hombres tímidos consistía en pasar al cuerpo de las
mujeres expuestas al
desprecio y a las injurias. (4) Era una especie de espantajo para los
cándidos, más bien que
un artículo de fe para los filósofos. De la misma manera que se dice a
los niños: “Si sois
malos, se os comerá el lobo”, los antiguos decían a los criminales: “Os
convertiréis en
lobos”. En la actualidad se les dice: “El diablo os cogerá y os llevará
al infierno”.
La pluralidad de existencias, según el Espiritismo, difiere
esencialmente de la
metempsicosis, porque no admite la encarnación del alma en los animales,
ni siquiera
como castigo. Los espíritus enseñan que el alma no retrocede nunca, sino
que progresa
siempre. Sus diferentes existencias corporales se realizan en la
Humanidad, y cada
existencia es para ellos un paso hacia delante en la senda del progreso
moral e intelectual,
lo que es muy diferente. No pudiendo adquirir un desarrollo completo en
una sola
existencia, abreviada frecuentemente por causas accidentales, Dios le
permite continuar,
en una nueva encarnación, la tarea que no pudo concluir o volver a
empezar la que
desempeñó mal. La expiación en la vida corporal consiste en las
tribulaciones que
durante ella sufrimos.
Para saber si la pluralidad de existencias es o no contraria a ciertos
dogmas de la
Iglesia, me limito a decir lo siguiente:
Una de dos, o la encarnación existe o no existe. Si ocurre lo primero,
es prueba
que está en las leyes de la Naturaleza. Para probar que no existe, sería
preciso probar que
es contraria, no a los dogmas, sino a aquellas leyes, y que se pudiese
encontrar otra que
explicara más clara y lógicamente las cuestiones que sólo ella puede
resolver.
4. véase la Pluralidad del alma, por Pezzani. Por lo demás, es fácil
demostrar que ciertos dogmas encuentran en la
reencarnación una sensación racional que los hace aceptables a los que
los rechazaban
porque no los comprendían. No se trata, pues, de destruir, sino de
interpretar lo cual
tendrá lugar más tarde por la fuerza de las cosas. Los que no quieran
aceptar la
interpretación será libres de hacerlo, como todavía lo son hoy de creer
que es el Sol el que
gira. La idea de la pluralidad de existencias se vulgariza con una
rapidez maravillosa, en
razón de su extrema lógica y de su conformidad con la justicia de Dios.
Cuando sea
reconocida como verdad natural y aceptada por todo el mundo, ¿Qué hará
la Iglesia?
En resumen, la reencarnación no es un sistema imaginado para el
sostenimiento
de una causa ni una opinión personal. ¿Es o no es un hecho? Si está
demostrado que
ciertas cosas que existen son materialmente imposibles sin la
reencarnación, es preciso
admitir que son consecuencias de la reencarnación; y si está en la
Naturaleza, no podrá
ser anulada por una opinión contraria.
S. -¿Los que no creen en los espíritus y en sus manifestaciones llevan,
al decir de
los espíritus, la peor parte en la vida futura?
A. K. –Si esta creencia fuera indispensable para la salvación de los
hombres,
¿Qué sería de los que, desde que el mundo existe, no estaban en
condiciones de poseerla
y de los que, por mucho tiempo aún, morirán sin tenerla? ¿Puede Dios
cerrarles las
puertas del porvenir? No, los espíritus que nos instruyen son más
lógicos, y nos dicen:
Dios es soberanamente justo y bueno, y no hace depender la suerte futura
del hombre de
condiciones independientes de su voluntad. No dicen: Fuera del
Espiritismo no hay
salvación, sino como Cristo: Fuera de la caridad no hay salvación
posible.
S. –Permítame entonces que le diga que, desde el momento que los
espíritus no
enseñan otros principios que los de la moral que encontramos en el
Evangelio, no
comprendo la utilidad del Espiritismo, puesto que podíamos conseguir
nuestra salvación
antes de él y puesto que sin él podemos conseguirla aún. No sucedería lo
mismo si los
espíritus viniesen a enseñar algunas grandes y nuevas verdades, alguno
de esos principios
que cambian la faz del mundo, como hizo Cristo. Este por lo menos era
solo, su doctrina
única, mientras que hay millares de espíritus que se contradicen,
diciendo blanco los
unos y los otros negro, de donde se ha seguido que, desde un principio,
sus partidarios
forman ya muchas sectas. ¿No sería mejor dejar tranquilos a los
espíritus y atenernos a lo
que poseemos?
A. K. –Usted incurre, caballero, en el error de no salir de su punto de
vista, y de
tomar siempre a la Iglesia como único criterio de los conocimientos
humanos. Si Cristo
dijo la verdad, no podía decir otra cosa distinta el Espiritismo, y en
vez de rechazarlo, se le
debería acoger como un poderoso auxiliar que viene a confirmar, por las
voces de
ultratumba, las verdades fundamentales de la religión minadas por la
incredulidad. Que
le combata el materialismo, se comprende; pero que la Iglesia se alíe
contra él con el
materialismo, es menos concebible. Lo que también es tan inconsecuente
como lo dicho,
es que la Iglesia califica de demoníaca una enseñanza que se apoya en la
misma autoridad,
y que proclama la misión divina del fundador del cristianismo.
¿Pero Cristo lo dijo todo? ¿Podía revelarlo todo? No, porque Él dijo:
“Muchas
cosas tengo aún que deciros, pero no las comprenderíais, por eso os
hablo en parábolas”.
El Espiritismo viene hoy que el hombre está más adelantado para
comprenderlo, a
completar y explicar lo que Cristo intencionalmente esbozó tan sólo, o
dijo bajo forma
alegórica. Indudablemente dirá usted que esta explicación pertenecía a
la Iglesia. ¿Pero a
cual? ¿A la romana, a la griega, a la protestante? Puesto que no están
acordes, cada una
hubiese dado la explicación a su modo y reivindicado el privilegio de
darla. ¿Cuál hubiese sido la que hubiera armonizado todos los puntos
disidentes? Dios, que es prudente,
previendo que a tal explicación mezclarían los hombres sus pasiones y
sus
preocupaciones, no han querido confiarles esta nueva revelación, y ha
encargado a sus
semejantes los espíritus que la proclamen en todos los puntos del globo,
sin miramiento a
ningún culto particular, a fin de que pudiese aplicarse a todos y que
ninguna la emplee en
provecho propio.
Por otra parte, ¿Los diversos cultos cristianos no se han separado en
nada de la
vía trazada por Cristo? ¿Sus preceptos de moral son escrupulosos
observados? ¿No se han
torturado sus palabras para apoyar en ellas la ambición y las pasiones
humanas, siendo así
que son la condenación de las mismas? El Espiritismo, pues, por la voz
de los espíritus
enviados por Dios, viene a traer a la estricta observación de sus
preceptos a los que de
ellos se ha separado. ¿No será especialmente este último motivo el que
le trae el
calificativo de obra satánica?
Sin razón llama usted sectas a algunas divergencias de opiniones
respecto de los
fenómenos espiritistas. No es de extrañar que al principio de una
ciencia, cuando para
muchos las observaciones eran incompletas teorías contradictorias. Pero
estas teorías
estriban en puntos de desarrollo y no en los principios fundamentales.
Pueden constituir
escuelas que explican ciertos hechos a su manera, pero no sectas, como
no lo son los
diferentes sistemas que dividen a nuestros sabios sobre las ciencias
exactas, la medicina, la
física, etc. Suprima usted la palabra secta, que es impropia en el caso
presente. Y por otra
parte, ¿El mismo cristianismo no ocasionó, desde su origen, una multitud
de sectas? ¿Por
qué no ha sido la palabra de Cristo bastante poderosa para poner
silencio a todas las
controversias? ¿Por qué es susceptible de interpretaciones que, aun en
nuestros días,
dividen a los cristianos en diferentes Iglesias que pretenden todas
tener exclusivamente la
verdad necesaria a la salvación, detestándose cordialmente y
anatematizándose en nombre
de su Maestro, que el amor y caridad predicó únicamente? La debilidad de
los hombres,
contestará usted: sea en buena hora; ¿Y por qué quiere usted que el
Espiritismo triunfe
súbitamente de esa debilidad y transforme a la humanidad como por
encanto?
Vamos a la cuestión de utilidad. Dice usted que el Espiritismo nada
nuevo nos
enseña. Esto es un error, pues enseña, por el contrario, mucho a los que
no se detienen
en la superficie. Aunque no hubiese hecho más que sustituir con la
máxima: Fuera de la
caridad no hay salvación posible, que une a los hombres, a la de: Fuera
de la Iglesia no
hay salvación posible, que los separa, hubiese señalado una nueva era de
la humanidad.
Dice usted que podíamos pasar sin él, conformes; como pudiéramos pasar
sin
una multitud de descubrimientos científicos. Seguramente los hombres se
encontraban
tan bien antes como después del descubrimiento de todos los nuevos
planetas, del cálculo
de los eclipses, del conocimiento del mundo microscópico y de otras cien
cosas. El
labrador, para vivir y cultivar el trigo, no necesita saber lo que es un
cometa, y nadie
niega, sin embargo, que todas esas cosas dilatan el círculo de las ideas
y nos hacen
penetrar más y más las leyes de la naturaleza. El mundo de los
espíritus, es pues, una de
esas leyes que nos hacen conocer el Espiritismo, enseñándonos la
influencia que ejerce en
el mundo corporal. Aun suponiendo que a esto se limitase su utilidad,
¿No sería mucho
ya la revelación de semejante poder?
Vamos ahora su influencia moral. Admitamos que no enseña nada nuevo
sobre
este particular, ¿Cuál es el mayor enemigo de la religión? El
materialismo, porque el
materialismo nada cree, y el Espiritismo es la negación del
materialismo, que no tiene ya
razón de ser. No ya por el razonamiento, no por la fe ciega se dice al
materialismo que
todo no acaba con el cuerpo, sino por los hechos: se le demuestra, se le
hace tocar con el
dedo y ver con el ojo. ¿Es acaso pequeño este servicio que hace a la
Humanidad y a la
religión? Pero no es esto todo; la certeza de la vida futura, el cuadro
viviente de los que
ella nos han precedido demuestran la necesidad del bien y las
consecuencias inevitables
del mal. He aquí por qué, sin ser una religión, conduce esencialmente a
las ideas
religiosas, desarrollándolas en los que no las tienen y fortificándolas
en aquellos en
quienes son vacilantes. La religión encuentra, pues, en él un apoyo, no
para esas personas
miopes de inteligencia que ven toda la religión en la doctrina del fuego
eterno, en la letra
más que en el Espíritu, sino para los que la contemplan con arreglo a la
grandeza y
majestad de Dios.
En una palabra, el Espiritismo dilata y eleva las ideas; combate los
abusos
engendrados por el egoísmo, la codicia y la ambición; ¿Quién se atreverá
a defenderlos y a
declararse campeón suyo? Si no es indispensable para la salvación, la
facilita
fortificándonos en el camino del bien. ¿Cuál será, por otra parte, el
hombre sensato que
se atreve a sentar que la falta de ortodoxia es más reprensible a los
ojos de Dios que el
ateísmo y el materialismo? Propongo claramente las siguientes preguntas a
todos los que
combaten el Espiritismo bajo el aspecto de sus consecuencias religiosas:
1ª Entre el que nada cree, o el que creyendo en las verdades generales
no
admite ciertas partes del dogma, ¿Quién tendrá la peor parte en la vida
futura?
2ª ¿El protestante y el cismático están confundidos en la misma
reprobación que
el ateo y el materialista?
3ª El que no es ortodoxo, en el rigor de la palabra, pero que hace todo
el bien
que puede, que es bueno e indulgente para con su prójimo y leal en sus
relaciones
sociales, ¿Está menos seguro de la salvación que el creyendo en todo es
duro, egoísta y
falto de caridad?
4ª ¿Qué es preferible a los ojos de Dios, la práctica de las virtudes
cristianas sin
la de los deberes de la ortodoxia, a la práctica de estos últimos sin la
de la moral?
He respondido, señor sacerdote, a las preguntas y objeciones que me ha
dirigido
usted, pero como le dije al empezar, sin intención preconcebida de
atraerle a nuestras
ideas y de cambiar sus convicciones, limitándome a hacerle considerar al
Espiritismo bajo
su verdadero punto de vista. Si no hubiese usted venido, no hubiera yo
ido a buscarle. No
quiere esto decir que despreciemos su adhesión a nuestros principios, si
ella hubiese de
tener lugar, muy lejos de eso. Seremos felices muy felices, por el
contrario, como con
todas las adquisiciones que hacemos, y que son para nosotros tanto más
valiosas en
cuento son libres y voluntarias. No sólo no tenemos derecho alguno para
ejercer coacción
sobre cualquiera que sea, sino que sería para nosotros un escrúpulo el
turbar la
conciencia de los que, teniendo creencias que les satisfacen, no vienen
espontáneamente.
Hemos dicho que el mejor medio de ilustrarse sobre el Espiritismo era
el de
estudiar la teoría; los hechos vendrán después naturalmente y se les
comprenderá,
cualquiera que sea el orden en que los traigan las circunstancias.
Nuestras publicaciones
han sido hechas con objeto de favorecer este estudio. He aquí el orden
que aconsejamos.
Lo primero que debe leerse es este resumen, que ofrece el conjunto y los
puntos
cardinales de la ciencia; con él puede ya formarse una idea y
convencerse de que en el
fondo del Espiritismo hay algo serio. En esta rápida exposición nos
hemos propuesto
indicar los puntos que debe fijar particularmente la atención del
observador. La
ignorancia de los principios fundamentales es causa de las falsas
apreciaciones de la mayor
parte de los que juzgan lo que no comprenden, o que lo hacen con arreglo
a ideas
preconcebidas. Si esta primera ojeada despierta el deseo de aprender
más, se leerá el Libro
de los Espíritus, donde están completamente desarrollados los principios
de la doctrina, después El Libro de los Médiums para la parte
experimental, destinado a servir de guía a
los que por sí mismo quieren operar, como a los que deseen darse cuenta
de los
fenómenos. Inmediatamente siguen las obras donde están desarrolladas las
aplicaciones y
consecuencias de la doctrina, tales como: El Evangelio según el
Espiritismo, El cielo y el
Infierno, El Génesis, los milagros y las predicciones, etc.
La Revista espiritista es en cierto modo un curso de aplicaciones, por
los
numerosos ejemplos e instrucciones que contiene, sobre la parte teórica
experimental. A
las personas serias, que han estudiado anticipadamente, les damos,
verbalmente y con
mucho gusto, las explicaciones que necesitan sobre los puntos que no
hayan
comprendido suficientemente.