Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Agosto

Las contradicciones que muy frecuentemente se encuentran en el lenguaje de los Espíritus, incluso en cuestiones esenciales, han sido hasta hoy –para algunas personas– una causa de incertidumbre sobre el real valor de sus comunicaciones, circunstancia de la que los adversarios no han dejado de sacar partido. En efecto, a primera vista esas contradicciones parecen ser uno de los principales escollos de la ciencia espírita. Veamos si ellas tienen la importancia que se les atribuye.

Al principio preguntaremos: ¿qué Ciencia, en sus comienzos, no ha presentado semejantes anomalías? ¿Qué estudioso, en sus investigaciones, no ha sido varias veces confundido por hechos que parecían derogar las reglas establecidas? La Botánica, la Zoología, la Fisiología, la Medicina y hasta nuestra propia lengua ¿no nos ofrecen de esto millares de ejemplos? Y sus bases, ¿no desafían cualquier contradicción? Es comparando los hechos, observando las analogías y las diferencias que poco a poco se llegan a establecer las reglas, las clasificaciones, los principios: en una palabra, a constituir la Ciencia. Ahora bien, el Espiritismo apenas está despuntando; por lo tanto, no es sorprendente que se sujete a la ley común hasta que su estudio esté completo; solamente entonces se reconocerá que aquí, como en todas las cosas, la excepción casi siempre viene a confirmar la regla.

Además, los Espíritus siempre nos han dicho 193 que no nos inquietemos con algunas de esas divergencias, y que en poco tiempo todo el mundo sería llevado a la unidad en la creencia. En efecto, esta predicción se cumple a cada día a medida que se penetra profundamente en las causas de esos fenómenos misteriosos, y conforme los hechos son mejor observados. Ya las disidencias que han surgido en el origen tienden evidentemente a debilitarse; incluso se puede decir que ahora ellas no son más que el resultado de opiniones personales aisladas.

Aunque el Espiritismo esté en la Naturaleza y haya sido conocido y practicado desde la más alta antigüedad, se constata que en ninguna otra época ha sido tan universalmente difundido como en nuestros días. Es que en otros tiempos sólo hacían de Él un estudio misterioso en el cual el vulgo no era iniciado; se ha conservado por una tradición que las vicisitudes de la Humanidad y la falta de medios de transmisión han debilitado insensiblemente. Los fenómenos espontáneos –que no dejaron de producirse de vez en cuando– han pasado inadvertidos o fueron interpretados según los prejuicios y la ignorancia de las épocas, o han sido explotados en provecho de tal o cual creencia. Estaba reservado a nuestro siglo, donde el progreso recibe un empuje incesante, sacar a luz a una ciencia que existía, por así decirlo, en estado latente. Sólo ha sido hace pocos años que los fenómenos fueron seriamente observados; por lo tanto, el Espiritismo es en realidad una ciencia nueva que poco a poco se implanta en el espíritu de las masas, esperando ocupar una posición oficial. Al principio, esta ciencia ha parecido muy simple; para las personas superficiales, no consistía sino en el arte de hacer girar a las mesas; pero una observación más atenta demostró que era, por sus ramificaciones y por sus consecuencias, mucho más compleja de lo que se había sospechado. Las mesas giratorias son como la manzana de Newton que, en su caída, encierra el sistema del mundo.

Sucedió con el Espiritismo lo que sucede en el comienzo de todas las cosas: los primeros no han podido ver todo; cada uno ha visto por su lado y se ha apresurado en anunciar sus impresiones desde su punto de vista, según sus ideas o sus prevenciones. Ahora bien, ¿no se sabe que, según el medio, el mismo objeto puede parecerle a uno caliente, mientras que otro lo encontrará frío?

Tomemos, aún, otra comparación en las cosas vulgares o incluso triviales, a fin de hacernos comprender mejor.

Últimamente se leía en varios periódicos: «El champiñón es uno de los productos más raros; delicioso o mortal, microscópico o de una dimensión fenomenal, confunde sin cesar la observación del botánico. En el túnel de Doncaster hay un champiñón que se desarrolla desde hace doce meses y que no parece haber alcanzado su última fase de crecimiento. Actualmente mide quince pies de diámetro. Ha llegado sobre un pedazo de madera; se lo considera como el más bello espécimen de champiñón que haya existido. Su clasificación es difícil, porque las opiniones están divididas». De esta manera, he aquí la Ciencia confundida por la llegada de un champiñón que se presenta bajo un nuevo aspecto. Este hecho ha provocado en nosotros la siguiente reflexión. Supongamos a varios naturalistas observando, cada uno por su lado, una variedad de ese vegetal: uno dirá que el champiñón es una criptógama comestible procurada por los gastrónomos; el segundo dirá que es venenoso; el tercero, que esto es invisible a simple vista; el cuarto, que puede alcanzar hasta cuarenta y cinco pies de circunferencia, etc.; en primer lugar, todas estas afirmaciones son contradictorias y poco propias como para establecer ideas sobre la verdadera naturaleza de los champiñones. Después ha de venir un quinto observador que reconocerá la identidad de los caracteres generales y mostrará que esas propiedades tan diversas no constituyen en realidad más que variedades o subdivisiones de una misma clase. Cada uno tenía razón desde su punto de vista; no obstante, todos estaban errados cuando sacaron conclusiones de lo particular a lo general, y cuando tomaban la parte por el todo.

Sucede de este modo en lo que atañe a los Espíritus. Se los ha juzgado según la naturaleza de las relaciones que se han entablado con los mismos, de donde unos hicieron de ellos demonios y otros, ángeles. Luego tuvieron prisa en explicar los fenómenos antes de haber visto todo, y cada uno lo hizo a su manera, buscando muy naturalmente las causas en lo que era el objeto de sus preocupaciones: el magnetista relacionó todo con la acción magnética; el físico, con la acción eléctrica, etc. Por lo tanto, la divergencia de opiniones en materia de Espiritismo viene de los diferentes aspectos bajo los cuales se lo considera. ¿De qué lado está la verdad? Es lo que el futuro demostrará; pero la tendencia general no podría ser dudosa; evidentemente, un principio domina y poco a poco reúne a los sistemas prematuros; una observación menos exclusiva los unirá a todos a una fuente común, y pronto se verá que, en definitivo, la divergencia está más en lo accesorio que en lo principal.

Se comprende muy bien que los hombres erijan teorías contrarias sobre las cosas; pero lo que puede parecer más singular, es que los propios Espíritus puedan contradecirse; sobre todo ha sido esto lo que desde el comienzo ha arrojado una especie de confusión en las ideas. Por lo tanto, las diferentes teorías espíritas tienen dos fuentes: unas que nacen de los cerebros humanos; otras que son dadas por los Espíritus. Las primeras emanan de hombres que, demasiado confiantes en sus propias luces, creen tener en mano la llave de aquello que buscan, mientras que la mayoría de las veces sólo han encontrado una ganzúa. Esto nada tiene de sorprendente; pero que entre los Espíritus, unos digan blanco y otros negro, he aquí lo que parecía menos concebible, y que hoy es perfectamente explicado. Al principio, se ha hecho una idea completamente falsa de la naturaleza de los Espíritus. Se los ha imaginado como seres aparte, de una naturaleza excepcional, no teniendo nada en común con la materia, y debiendo saberlo todo. Según opiniones personales, eran seres benéficos o maléficos, teniendo unos todas las virtudes, otros todos los vicios y todos, en general, un conocimiento infinito, superior al de la Humanidad. Con la noticia de las recientes manifestaciones, el primer pensamiento que ha venido a la mayoría ha sido el de ver en eso un medio de penetrar todas las cosas ocultas, un nuevo modo de adivinación menos sujeto a la duda que los procedimientos vulgares. ¡Quién podría decir el número de los que han soñado con una fortuna fácil por la revelación de tesoros ocultos, por los descubrimientos industriales o científicos que no habrían costado a los inventores más que el trabajo de escribirlos bajo el dictado de los eruditos del otro mundo! ¡Sabe Dios cuántos desengaños y decepciones! ¡Cuántas presuntas recetas –unas más ridículas que las otras– han sido dadas por los burlones del mundo invisible! Conocemos a alguien que había pedido un procedimiento infalible para teñir los cabellos; le fue dada la fórmula de una composición: una especie de cera que hizo de su cabellera una masa compacta, de la cual la persona tuvo todas las dificultades del mundo para librarse. Todas esas esperanzas quiméricas tuvieron que desvanecerse a medida que mejor se conoció la naturaleza de ese mundo y el objetivo real de las visitas que nos hacen sus habitantes. Pero entonces, para mucha gente, ¿cuál era el valor de esos Espíritus que, incluso, ni tenían el poder de proporcionar algunos pequeños millones sin hacer nada? Ésos no podrían ser Espíritus. A esta fiebre pasajera ha seguido la indiferencia, y después, entre algunos, la incredulidad. ¡Oh! ¡Cuántos prosélitos habrían hecho los Espíritus si hubiesen podido hacer el bien mientras los demás dormían! Hasta hubieran adorado al propio diablo si éste les hubiese sacudido su bolsa de dinero.

Al lado de esos soñadores se encuentran personas serias que han visto en esos fenómenos algo más que lo vulgar; ellas han observado atentamente, han sondado los recovecos de ese mundo misterioso y fácilmente han reconocido en esos hechos extraños –si no nuevos– un objetivo providencial del orden más elevado. Todo cambió de aspecto cuando se supo que esos mismos Espíritus no son otros sino aquellos que han vivido en la Tierra, y cuyo número iremos engrosar después de nuestra muerte; que sólo han dejado en este mundo su envoltura grosera, como la oruga deja su crisálida para transformarse en mariposa. No pudimos dudar cuando vimos a nuestros parientes, a nuestros amigos, a nuestros contemporáneos venir a conversar con nosotros y darnos pruebas irrecusables de su presencia y de su identidad. Considerando las variedades tan numerosas que presenta la Humanidad desde el doble punto de vista intelectual y moral, y la multitud que a cada día emigra de la Tierra hacia el mundo invisible, repugna a la razón creer que el estúpido samoyedo, el feroz caníbal y el vil criminal experimenten con la muerte una transformación que los ponga al nivel del sabio y del hombre de bien. Por lo tanto, se comprendió que podía y debía haber Espíritus más o menos avanzados, y desde entonces se han explicado muy naturalmente esas comunicaciones tan diferentes, de las cuales unas se elevan hasta lo sublime, mientras otras se arrastran en la grosería. Esto se ha comprendido aún mejor cuando se dejó de creer que nuestro pequeño grano de arena perdido en el espacio era el único habitado entre tantos millones de globos semejantes; cuando se supo que el mismo, en el Universo, no ocupa sino una posición intermediaria, vecina del más bajo escalón; que, por consecuencia, había seres más adelantados que los más adelantados entre nosotros, y otros aún más atrasados que nuestros salvajes. Desde entonces el horizonte intelectual y moral se ha ampliado, como lo ha hecho nuestro horizonte terrestre cuando fueron descubiertas la cuarta y la quinta parte del mundo; al mismo tiempo, el poder y la majestad de Dios se han engrandecido a nuestros ojos, de lo finito a lo infinito. Desde entonces también se han explicado las contradicciones del lenguaje de los Espíritus, porque se ha comprendido que seres inferiores en todos los puntos no podían pensar ni hablar como seres superiores; que, por consecuencia, ellos no podían saberlo todo ni comprenderlo todo, y que Dios debería reservar solamente a sus elegidos el conocimiento de los misterios a los cuales la ignorancia no podría alcanzar.

La escala espírita, trazada por los propios Espíritus y según la observación de los hechos, nos da, por lo tanto, la clave de todas las anomalías aparentes del lenguaje de los Espíritus. Por hábito, es necesario llegar a conocerlos –por así decirlo– a primera vista, y poderles asignar su clase según la naturaleza de sus manifestaciones; es preciso, en caso de necesidad, poder decirle a uno que es mentiroso, a otro que es hipócrita, a éste que es malo, a aquél que es jocoso, etc., sin dejarse llevar por su arrogancia, ni por sus fanfarronadas, ni por sus amenazas, ni por sus sofismas, ni siquiera por sus halagos; éste es el medio de alejar a esa turba que pulula sin cesar a nuestro alrededor, y que se aparta cuando sabemos atraer a nosotros los Espíritus verdaderamente buenos y serios, así como lo hacemos con respecto a los vivos. ¿Estarán esos seres ínfimos siempre consagrados a la ignorancia y al mal? No, porque esta parcialidad no estaría de acuerdo con la justicia ni con la bondad del Creador, que ha provisto la existencia y el bienestar hasta del menor insecto. Es por una sucesión de existencias que ellos se elevan y se aproximan a Él, a medida que se mejoran. Esos Espíritus inferiores no conocen a Dios sino de nombre; no Lo ven y no Lo comprenden, al igual que el último de los campesinos –en el fondo de su brezal– no ve y no comprende al soberano que gobierna el país en el que habita.

Si se estudia con cuidado el carácter propio de cada una de las clases de Espíritus, fácilmente se concebirá que hay algunos que son incapaces de proporcionarnos informaciones exactas sobre el estado de su mundo. Además de esto, si se considera que existen los que, por su naturaleza, son ligeros, mentirosos, burlones, malévolos, y que incluso otros están imbuidos de ideas y de prejuicios terrestres, se ha de comprender que, en sus relaciones con nosotros, ellos pueden divertirse a nuestras expensas, inducirnos conscientemente al error por malicia, afirmar lo que no saben, darnos pérfidos consejos, o hasta engañarse de buena fe al juzgar las cosas desde su punto de vista. Citemos una comparación.

Supongamos que una colonia de habitantes de la Tierra encuentre, un bello día, el medio de ir a establecerse en la Luna; supongamos que esta colonia esté compuesta por diversos elementos de la población de nuestro globo, desde el europeo más civilizado hasta el salvaje australiano. Sin duda, he aquí a los habitantes de la Luna con gran sobresalto y deslumbrados por poder obtener de sus nuevos huéspedes informaciones precisas sobre nuestro planeta, que algunos suponían habitado, pero sin tener la certeza, porque entre ellos hay indudablemente personas que también se creen los únicos seres del Universo. Se dirigen a los recién llegados, los cuales son interrogados, y ya los estudiosos se preparan para publicar la historia física y moral de la Tierra. ¿Cómo no sería esta historia auténtica, puesto que van a obtenerla de testigos oculares? Uno de ellos recibe en su casa a un zelandés que le informa que en la Tierra es un festín comer hombres, y que Dios lo permite, puesto que se sacrifica a las víctimas en su honor. En casa de otro está un filósofo moralista que le habla de Aristóteles y de Platón, y le dice que la antropofagia es una abominación condenada por todas las leyes divinas y humanas. Aquí está un musulmán que no come hombres, pero que dice lograr su salvación matando la mayor cantidad posible de cristianos; allí está un cristiano que dice que Mahoma es un impostor; más allá se encuentra un chino que trata a todos los otros como bárbaros, diciendo que cuando se tienen demasiados hijos, Dios permite arrojarlos al río; un vividor pinta el cuadro de los deleites de la vida disoluta de las capitales; un anacoreta predica la abstinencia y las mortificaciones; un faquir hindú lastima su cuerpo y, para abrir las puertas del cielo, se impone durante años sufrimientos tales que las privaciones de nuestros más piadosos cenobitas son una sensualidad. Luego viene un bachiller que dice que es la Tierra que gira y no el Sol; un campesino dice que el bachiller es un mentiroso, porque él ve claramente al Sol salir y ponerse; un habitante de Senegambia dice que hace mucho calor; un esquimal, que el mar es una planicie de hielo y que solamente se viaja en trineo. La política no se queda atrás: unos elogian el régimen absolutista; otros la libertad; éste dice que la esclavitud es contraria a la Naturaleza, y que todos los hombres son hermanos al ser hijos de Dios; aquél, que las razas fueron hechas para la esclavitud y que son mucho más felices que en el estado libre, etc. Creo que los escritores selenitas estarán bien confundidos para componer una historia física, política, moral y religiosa del mundo terrestre con semejantes documentos. «Tal vez, piensen algunos, encontremos más unidad entre los profesionales; interroguemos a ese grupo de doctores». Ahora bien, uno de ellos, médico de la Facultad de París –centro de luces– dice que todas las enfermedades tienen por principio la sangre viciada y que, por esto, es necesario renovarla, realizando sangrías en todos los casos. «Estáis en un error, mi ilustrado colega, replica el segundo: el hombre nunca tiene demasiada sangre; sacársela es sacarle la vida; estoy de acuerdo que la sangre esté viciada; pero ¿qué se hace cuando un vaso está sucio? No se lo quiebra, se lo lava; entonces, purgad, purgad y purgad hasta la extinción del mal». Un tercero toma la palabra: «–Señores, con vuestras sangrías matáis a vuestros enfermos; vos, con vuestros purgantes, los envenenáis; la Naturaleza es más sabia que todos nosotros; dejémosla obrar y esperemos». –Eso es, replican los dos primeros, si nosotros matamos a nuestros pacientes, vos los dejáis morir. La disputa comenzaba a subir de tono cuando un cuarto, llevando aparte a un selenita, le dijo: «No los escuchéis, son todos ignorantes; realmente no sé por qué están en la Academia. Acompañad mi razonamiento: todo enfermo está débil; por lo tanto, existe un debilitamiento de los órganos; esto es lógica pura o yo no me conozco; por lo tanto, es preciso tonificarlo; para eso solamente hay un remedio: agua fría, agua fría y de esto no me aparto. – ¿Curáis a todos vuestros enfermos? –Siempre que la enfermedad no sea mortal. –Con este procedimiento tan infalible, ¿estáis sin duda en la Academia? –He sido candidato por tres veces. ¡Pues bien! ¿Lo creéis? Ellos siempre me han rechazado, esos supuestos sabios, porque se dieron cuenta que yo los habría pulverizado con mi agua fría. –Sr. selenita, dijo un nuevo interlocutor apartándolo hacia el otro lado: vivimos en una atmósfera de electricidad; la electricidad es el verdadero principio de la vida; debemos aumentarla cuando es poca y disminuirla cuando es demasiada; neutralizar los fluidos contrarios unos por los otros: he aquí todo el secreto. Con mis aparatos hago maravillas: ¡leed mis anuncios y veréis!» * –No terminaríamos más si quisiésemos narrar todas las teorías contrarias que sucesivamente fueron preconizadas sobre todas las ramas del conocimiento humano, sin exceptuar a las Ciencias exactas; pero es, sobre todo, en las Ciencias metafísicas que el campo fue abierto a las doctrinas más contradictorias. Entretanto, un hombre de espíritu y de juicio (¿por qué no los habría en la Luna?) compara todos esos relatos incoherentes y saca esta conclusión muy lógica: que en la Tierra existen países de clima cálido y otros de clima frío; que en ciertas regiones los hombres se comen entre sí; que en otras matan a aquellos que no piensan como ellos, y todo para la mayor gloria de su divinidad; en fin, que cada uno habla según sus conocimientos y elogia las cosas desde el punto de vista de sus pasiones y de sus intereses. En definitiva, ¿qué creerá él de preferencia? Por el lenguaje reconocerá, sin dificultad, al verdadero sabio del ignorante; al hombre serio del hombre ligero; al que tiene juicio del que razona en falso; no ha de confundir los buenos con los malos sentimientos, la elevación con la bajeza, el bien con el mal, y se dirá: «Debo escuchar todo, entender todo, porque en el relato –incluso en el del más ignorante– puedo aprender algo; pero mi estima y mi confianza sólo serán adquiridas por aquellos que se muestren dignos de las mismas». Si esta colonia terrena quiere implantar sus usos y costumbres en su nueva patria, los estudiosos rechazarán los consejos que les parezcan perniciosos y seguirán los que sean más esclarecidos, en los cuales no vean falsedad, ni mentiras, sino –al contrario– donde reconozcan el sincero amor al bien. ¿Haríamos de otro modo si una colonia de selenitas llegase a la Tierra? ¡Pues bien! Lo que es dado aquí como una suposición es una realidad con respecto a los Espíritus que, si no vienen hasta nosotros en carne y hueso, no están menos presentes de una manera oculta, y nos transmiten sus pensamientos por sus intérpretes, es decir, a través de los médiums. Cuando se aprenda a conocerlos, han de ser juzgados por su lenguaje, por sus principios, y sus contradicciones no tendrán nada más que deba sorprendernos, porque vemos que unos saben lo que otros ignoran; que algunos están ubicados muy abajo, o son todavía demasiado materiales como para comprender y apreciar las cosas de un orden elevado; tal es el hombre que, al pie de la montaña, sólo ve algunos pasos a su alrededor, mientras que el que está en la cima descubre un horizonte sin límites.

Por lo tanto, la primera fuente de contradicciones está en el grado de desarrollo intelectual y moral de los Espíritus; pero también está en otras sobre las cuales es útil llamar la atención.

Se dirá que pasamos por alto la cuestión de los Espíritus inferiores; ya que ellos se encuentran en ese nivel, se comprende que puedan equivocarse por ignorancia; pero ¿cómo se explica que Espíritus superiores estén en disidencia? ¿Cómo es que tienen en un lugar un lenguaje diferente del que tienen en otro? En fin, ¿cómo se entiende que el mismo Espíritu no siempre está de acuerdo consigo mismo?

La respuesta a esta pregunta reposa en el conocimiento completo de la ciencia espírita, y esta ciencia no puede enseñarse en algunas palabras, porque es tan vasta como todas las Ciencias filosóficas. Como todas las otras ramas del conocimiento humano, solamente puede ser adquirida a través del estudio y de la observación. No podemos repetir aquí todo lo que hemos publicado sobre este tema; por lo tanto, remitimos a nuestros lectores al mismo, limitándonos a un simple resumen. Todas esas dificultades desaparecen para aquellos que, en este terreno, echan una mirada investigadora y sin prevenciones.

Los hechos prueban que los Espíritus embusteros no tienen escrúpulos en ostentar nombres venerables, a fin de dar mejor crédito a sus torpezas, lo que también sucede algunas veces entre nosotros. Porque un Espíritu se presente con un nombre cualquier, esto no es razón para que sea realmente él quien pretenda ser; pero hay, en el lenguaje de los Espíritus serios, un sello de dignidad con el cual no podríamos equivocarnos: éste sólo refleja bondad y benevolencia, y nunca se desmiente. Al contrario, el de los Espíritus impostores, por el barniz que presentan, siempre dejan trasparecer – como vulgarmente se dice– sus verdaderas intenciones. Por lo tanto, nada hay de sorprendente que, bajo nombres usurpados, Espíritus inferiores enseñen cosas disparatadas. Corresponde al observador buscar conocer la verdad, y puede hacerlo sin dificultad desde que consienta en compenetrarse de lo que hemos dicho al respecto en nuestras Instrucciones Prácticas (hoy El Libro de los Médiums).

En general, esos mismos Espíritus halagan los gustos y las inclinaciones de las personas cuyo carácter saben bastante débil y bastante crédulo como para escucharlos; se hacen eco de sus prejuicios e incluso de sus ideas supersticiosas, y esto por una razón muy simple: es que los Espíritus son atraídos por su simpatía por el Espíritu de las personas que los llaman o que los escuchan con placer.

En cuanto a los Espíritus serios, igualmente pueden tener un lenguaje diferente según las personas, pero esto con otro objetivo. Cuando lo juzgan útil y para mejor convencer, evitan chocar muy bruscamente las creencias arraigadas y se expresan según la época, los lugares y las personas. «Es por eso que –nos dicen– no hablaremos a un chino o a un mahometano como a un cristiano o a un hombre civilizado, porque no seríamos escuchados. Por lo tanto, podemos a veces parecer estar de acuerdo con la manera de ver de las personas, para poco a poco conducirlas a lo que deseamos, siempre que esto pueda hacerse sin alterar las verdades esenciales». ¿No es evidente que si un Espíritu quiere llevar a un musulmán fanático a practicar la sublime máxima del Evangelio: «No hagáis a los otros lo que no quisierais que se os haga», sería rechazado si dijese que es Jesús que la ha enseñado? Ahora bien, ¿qué vale más: dejar a un musulmán en su fanatismo o volverlo bueno, permitiéndole momentáneamente creer que ha sido Alá que le ha hablado? Éste es un problema cuya solución dejamos al juicio del lector. En cuanto a nosotros, nos parece que volviéndolo más dúctil y más humano, él será menos fanático y más accesible a la idea de una nueva creencia que si se la quisiésemos imponer a la fuerza. Existen verdades que, para ser aceptadas, no pueden ser echadas en cara sin miramientos. ¡Cuántos males habrían evitado los hombres si hubiesen siempre obrado así!

Como se ve, los Espíritus también hacen uso de precauciones oratorias; pero, en este caso, la divergencia está en lo accesorio y no en lo principal. Conducir a los hombres al bien, destruir el egoísmo, el orgullo, el odio, la envidia, los celos, enseñándoles a practicar la verdadera caridad cristiana, es para ellos lo esencial: el resto vendrá a su debido tiempo, y cuando son Espíritus verdaderamente buenos y superiores predican ya sea con el ejemplo como con las palabras; en ellos todo refleja dulzura y benevolencia. La irritación, la violencia, la aspereza y la dureza de lenguaje, aun cuando fuesen para decir cosas buenas, nunca son una señal de superioridad real. Los Espíritus verdaderamente buenos jamás se enfadan ni se encolerizan: si no son escuchados, se van; he aquí todo.

Existen todavía dos causas de contradicciones aparentes que no debemos pasar por alto. Como lo hemos dicho en varias ocasiones, los Espíritus inferiores dicen todo lo que quieren, sin preocuparse con la verdad; los Espíritus superiores se callan o se rehúsan a responder cuando se les hace una pregunta indiscreta o cuando sobre la cual no les es permitido explayarse. «En este caso – nos han dicho ellos– nunca insistáis, porque entonces son los Espíritus ligeros los que responden y los que os engañan; vosotros creéis que somos nosotros y podéis pensar que nos contradecimos. Los Espíritus serios jamás se contradicen; su lenguaje es siempre el mismo con las mismas personas. Si uno de ellos dice cosas contrarias bajo un mismo nombre, estad seguros que no es el mismo Espíritu que habla o, al menos, que no es un Espíritu bueno. Reconoceréis al bueno por los principios que enseña, porque todo Espíritu que no enseña el bien no es un Espíritu bueno, y debéis repelerlo».

Al querer decir la misma cosa en dos lugares diferentes, el mismo Espíritu no se servirá literalmente de las mismas palabras: para él el pensamiento lo es todo; pero el hombre, infelizmente, es más llevado a prenderse a la forma que al fondo; es esa forma que a menudo él interpreta a merced de sus ideas y de sus pasiones, y de esta interpretación pueden nacer contradicciones aparentes que también tienen su fuente en la insuficiencia del lenguaje humano para expresar las cosas extrahumanas. Estudiemos el fondo, escrutemos el pensamiento íntimo y muy frecuentemente veremos que existe analogía donde un examen superficial nos hacía ver un disparate.

Por lo tanto, las causas de las contradicciones en el lenguaje de los Espíritus pueden resumirse así:

1º) El grado de ignorancia o de saber de los Espíritus a los cuales uno se dirige;

2°) La superchería de los Espíritus inferiores que, al tomar nombres supuestos, pueden decir –ya sea por malicia, ignorancia o maldad– lo contrario de lo que en otros lugares ha dicho el Espíritu cuyo nombre han usurpado;

3°) Los defectos personales del médium, que pueden influir en la pureza de las comunicaciones, alterar o tergiversar el pensamiento del Espíritu;

4°) La insistencia en obtener una respuesta que un Espíritu se rehúsa a dar y que entonces es dada por un Espíritu inferior;

5°) La voluntad del propio Espíritu, que habla según el momento, los lugares y las personas, y que puede juzgar útil no decir todo;

6°) La insuficiencia del lenguaje humano para expresar las cosas del mundo incorpóreo;

7°) La interpretación que cada uno puede dar de una palabra o de una explicación, según sus ideas, sus prejuicios o desde el punto de vista con el cual encare la cuestión.

Éstas son otras tantas dificultades, de las cuales sólo se triunfa a través de un estudio extenso y asiduo; también nunca hemos dicho que la ciencia espírita fuese una ciencia fácil. El observador serio que profundiza todas las cosas con madurez, paciencia y perseverancia, percibe una multitud de delicados matices que escapan al observador superficial. Son por esos detalles íntimos que él se inicia en los secretos de esta ciencia. La experiencia enseña a conocer a los Espíritus, como enseña a conocer a los hombres. Acabamos de considerar las contradicciones desde el punto de vista general. En otros artículos 196 trataremos los puntos especiales más importantes.

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* El lector ha de comprender que nuestra crítica no se dirige sino a las exageraciones en todas las cosas. En todo existe algo de bueno; el error está en el exclusivismo que el sabio juicioso sabe siempre evitar. Hemos tenido cuidado de no confundir a los verdaderos sabios – de los cuales la Humanidad se honra a justo título – con aquellos que explotan sus ideas sin discernimiento; es de éstos que queremos hablar. Nuestro objetivo es únicamente demostrar que la propia Ciencia oficial no está exenta de contradicciones. [Nota de Allan Kardec.]

Sed buenos y caritativos, he aquí la llave de los Cielos que tenéis en vuestra mano; toda la felicidad eterna está contenida en esta máxima: Amaos los unos a los otros. El alma sólo puede elevarse a las regiones espirituales por medio de su consagración al prójimo; únicamente encuentra dicha y consuelo en los impulsos de la caridad; sed buenos, sostened a vuestros hermanos, dejad a un lado la horrible plaga del egoísmo; ese deber cumplido os abrirá el camino de la felicidad eterna. Por otra parte, ¿quién de vosotros no ha sentido a su corazón salir del pecho y a su alegría interior expandirse, al saber de la acción de una obra caritativa? No deberíais pensar sino en esa especie de deleite que proporciona una buena acción, y con esto estaríais siempre en el camino del progreso espiritual. Los ejemplos no os faltan; lo que es raro es la buena voluntad. Observad a la multitud de hombres de bien, cuya piadosa memoria os recuerda vuestra Historia. Yo os citaría a los millares, aquellos cuya moral tenía sólo por objetivo el mejoramiento de vuestro globo. ¿No os ha dicho el Cristo todo lo que concierne a esas virtudes de caridad y de amor? ¿Por qué se ha dejado a un lado sus divinas enseñanzas? ¿Por qué se hace oídos sordos a sus divinas palabras y se cierra el corazón a todas sus dulces máximas? Quisiera yo que la lectura del Evangelio fuese hecha con más interés personal; se abandona ese libro, haciendo de él una palabra vacía, una letra muerta: se echa al olvido ese código admirable, y vuestros males provienen del abandono voluntario que se hace de ese resumen de las leyes divinas. Por lo tanto, leed esas páginas de fuego del sacrificio de Jesús, y meditadlas. Yo mismo me siento avergonzado de osar prometeros un trabajo sobre la caridad, cuando pienso que en ese libro encontraréis todas las enseñanzas que deben conduciros de la mano a las regiones celestiales.

Hombres fuertes, ceñíos; hombres débiles, haced valer vuestra dulzura y vuestra fe; tened más persuasión, más constancia en la propagación de vuestra nueva doctrina; sólo hemos venido a daros aliento para estimular vuestro celo y vuestras virtudes: es para esto que Dios nos permite que nos manifestemos a vosotros; pero si lo quisierais, os bastaría con la ayuda de Dios y con la de vuestra propia voluntad; las manifestaciones espíritas no han sido hechas sino para los que tienen los ojos cerrados y los corazones indóciles. Entre vosotros existen hombres que han de cumplir misiones de amor y de caridad; escuchadlos, exaltad sus voces; haced resplandecer sus méritos y vos mismo seréis exaltado por el desinterés y por la fe viva de la que estáis penetrado.

Los avisos detallados serían muy extensos para dar sobre la necesidad de ensanchar el círculo de la caridad y de hacer participar del mismo a todos los desdichados, cuyas miserias son ignoradas, a todos los dolores que debemos ir a buscar en sus propios ambientes para ser consolados en nombre de esta divina virtud: la caridad. Observo con felicidad que hombres eminentes y poderosos ayudan a ese progreso que debe unir entre sí a todas las clases humanas: los dichosos y los desdichados. ¡Qué cosa extraña! Todos los desdichados se dan las manos y se ayudan los unos a los otros en su miseria. ¿Por qué los dichosos son los que tardan más en escuchar la voz del desdichado? ¿Por qué es preciso que sea una mano poderosa y terrestre la que dé el impulso a las misiones caritativas? ¿Por qué no se responde con más ardor a esos llamados? ¿Por qué se deja que las miserias manchen, como por placer, el cuadro de la Humanidad?

La caridad es la virtud fundamental que debe sostener todo el edificio de las virtudes terrestres; sin ella, las otras no existirían. Sin caridad no hay fe ni esperanza, porque sin caridad no hay esperanza en un futuro mejor, ni hay interés moral que nos guíe. Sin caridad no hay fe, porque la fe es un rayo puro que hace brillar a un alma caritativa; es su consecuencia decisiva.

Cuando dejéis a vuestro corazón abrirse al ruego del primer desdichado que os tienda la mano; cuando le deis sin preguntar si su miseria es fingida o si su mal tiene un vicio como causa; cuando dejéis toda la justicia en las manos divinas; cuando dejéis el castigo de las miserias mentirosas al Creador; en fin, cuando hagáis la caridad tan sólo por la felicidad que ella proporciona y sin indagar su utilidad, entonces seréis hijos amados de Dios, y Él os llamará a sí.

La caridad es el áncora eterna de la salvación en todos los globos: es la más pura emanación del propio Creador; es su propia virtud, que Él da a la criatura. ¿Cómo es posible desconocer esta suprema bondad? Con este pensamiento, ¿qué corazón sería tan perverso como para rechazar y expulsar ese sentimiento completamente divino? ¿Qué hijo sería lo bastante malo como para sublevarse contra esta suave caricia: la caridad?

No me atrevo a hablar de lo que he hecho, porque los Espíritus también tienen el pudor de sus obras; pero creo que la obra que he comenzado es una de las que deben contribuir más al alivio de vuestros semejantes. Frecuentemente veo a Espíritus que piden como misión continuar mi obra; veo a mis buenas y queridas hermanas en su piadoso y divino ministerio; las veo practicar la virtud que os recomiendo, con toda la alegría que proporciona esa existencia de abnegación y sacrificios; es una gran felicidad para mí el ver cuán honrado es su carácter, cuán amada y tiernamente protegida es su misión. Hombres de bien, de buena y fuerte voluntad: uníos para continuar con grandeza la obra de propagación de la caridad; encontraréis la recompensa de esta virtud en su propio ejercicio; no existe júbilo espiritual que ella no proporcione, ya desde la vida presente. Sed unidos; amaos los unos a los otros según los preceptos del Cristo. Así sea.

Agradecemos a san Vicente de Paúl por la bella y buena comunicación que ha tenido a bien darnos. –Resp. Gustaría que fuese provechosa para todos.

¿Podríais permitirnos algunas preguntas complementarias con respecto a lo que acabáis de decirnos? –Resp. Lo consiento; mi objetivo es el de esclareceros; preguntad lo que deseáis.

1. La caridad puede entenderse de dos maneras: la limosna propiamente dicha y el amor a los semejantes. Cuando nos habéis dicho que era preciso dejar al corazón abrirse al ruego del desdichado que nos tiende la mano, sin preguntarle si su miseria es fingida, ¿habéis querido hablar de la caridad desde el punto de vista de la limosna? –Resp. Sí, solamente en ese párrafo.

2. Nos habéis dicho que era preciso dejar a la justicia de Dios la apreciación de la miseria fingida; sin embargo, nos parece que dar sin discernimiento a personas que no tienen necesidad o que podrían ganarse la vida con un trabajo honesto, es estimular el vicio y la pereza. Si los perezosos encontrasen muy fácilmente la bolsa de los otros abierta, se multiplicarían al infinito, en detrimento de los verdaderos desdichados. –Resp. Podéis discernir los que pueden trabajar, y entonces la caridad os obliga a hacer todo para proporcionarles trabajo; pero también hay pobres mentirosos que saben simular hábilmente las miserias que no pasan; es para éstos que es preciso dejar a Dios toda la justicia.

3. Aquel que sólo puede dar una moneda y que tiene que elegir entre dos desdichados que le piden, ¿no tiene razón en indagar quién es el que realmente tiene más necesidad, o debe dar sin examen al primero que llega? –Resp. Debe dar a aquel que parezca sufrir más.

4. ¿Puede considerarse también como haciendo parte de la caridad la manera de hacerla? –Resp. Es sobre todo en la manera de hacerla que la caridad es verdaderamente meritoria; la bondad es siempre el indicio de una bella alma.

5. ¿Qué tipo de mérito otorgáis a los que son llamados benefactores rudos? –Resp. No hacen el bien sino por la mitad. Sus beneficios son recibidos, pero no conmueven.

6. Jesús ha dicho: «Que vuestra mano izquierda no sepa lo que da vuestra derecha». Aquellos que dan por ostentación, ¿tienen alguna especie de mérito? –Resp. No tienen sino el mérito del orgullo, por el cual serán punidos.

7. La caridad cristiana, en su más amplia acepción, ¿no abarca también la dulzura, la benevolencia y la indulgencia para con las debilidades ajenas? –Resp. Imitad a Jesús; Él os ha dicho todo esto; escuchadlo más que nunca.

8. ¿Es bien entendida la caridad cuando es exclusiva entre las personas de una misma opinión o de un mismo partido? –Resp. No; es sobre todo el espíritu de secta y de partido que es preciso abolir, porque todos los hombres son hermanos. Es sobre esta cuestión que concentramos nuestros esfuerzos.

9. Supongamos que un individuo ve a dos hombres en peligro y que sólo pueda salvar a uno, pero uno es su amigo y otro su enemigo; ¿a cuál de los dos debe salvar? –Resp. Debe salvar a su amigo, porque este amigo podría reclamar de aquel que decía amarlo; en cuanto al otro, Dios se encargará de él.

Por el Dr. Kerner;199 traducido del alemán por el Sr. Alfred Pireaux.

La historia del Espíritu golpeador de Dibbelsdorf 201 encierra, al lado de su parte cómica, una parte instructiva, como resalta de los extractos de antiguos documentos publicados en 1811 por el predicador Capelle.

En el último mes del año 1761, el 2 de diciembre a las seis de la tarde, una especie de martilleo –que parecía venir del piso– se hizo escuchar en un cuarto ocupado por Antoine Kettelhut. Éste lo atribuía a su empleado que quería divertirse a costa de la doméstica, que por entonces estaba en el cuarto de las hiladoras, y que salió para arrojar un balde de agua en la cabeza del travieso; pero no encontró a nadie afuera. Una hora después volvió a comenzar el mismo ruido y se pensó que la causa pudiese ser un ratón. Entonces, al día siguiente, se examinaron las paredes, el techo, el parqué, pero no se encontró el menor rastro de ratones.

A la noche se escuchó el mismo ruido; entonces se pensó que la casa era peligrosa para vivir, y los empleados domésticos ya no querían más permanecer en sus cuartos en vigilia. Poco después el ruido cesó, pero reapareció a cien pasos de allí, en la casa de Louis Kettelhut –hermano de Antoine– y con una inusitada fuerza. Era en un rincón del cuarto que esa cosa golpeadora se manifestaba.

Al final la cuestión se volvió sospechosa para los lugareños, y el burgomaestre dio parte a la justicia que, al principio, no quiso ocuparse de un asunto que consideraba ridículo; pero bajo la constante presión de los habitantes, el 6 de enero de 1762 la justicia se transportó a Dibbelsdorf para examinar el hecho con atención. Las paredes y el techo fueron derribados, pero sin llevar a ningún resultado, y la familia Kettelhut juró que no tenía relación alguna con aquella cosa extraña.

Hasta entonces nadie había conversado con el golpeador. Un individuo de Naggam, armándose de coraje, le preguntó: –Espíritu golpeador, ¿aún estás ahí? Y un golpe se hizo escuchar. –¿Puedes decirme cómo te llamas? Entre los varios nombres que se le dijeron, el Espíritu dio un golpe al ser pronunciado el del interlocutor. – ¿Cuántos botones tiene mi ropa? Fueron dados 36 golpes. Se contaron los botones y exactamente eran 36.

A partir de ese momento la historia del Espíritu golpeador se difundió por las inmediaciones, y todas las tardes centenas de habitantes de Brunswick se dirigían a Dibbelsdorf, como también ingleses y una multitud de extranjeros curiosos; la muchedumbre se volvió tal que la milicia local no podía contenerla; los lugareños tuvieron que reforzar la guardia de noche y fueron obligados a sólo dejar entrar en fila a los visitantes.

La concurrencia de público pareció estimular al Espíritu a manifestaciones más extraordinarias, haciendo surgir signos de comunicación que probaban su inteligencia. Nunca se confundió en sus respuestas: si se deseaba saber el número y el color de los caballos que estaban en el frente de la casa, él lo indicaba con mucha exactitud; al abrirse un libro de canto, colocándose el dedo fortuitamente en una página y preguntando el número del fragmento musical –que inclusive era desconocido por el interrogador–, luego una serie de golpes indicaba perfectamente el número designado. El Espíritu no hacía esperar su respuesta, porque ésta seguía inmediatamente a la pregunta. También anunciaba la cantidad de personas que había en el cuarto, cuántas había afuera, designando el color de los caballos, de las ropas, la posición y la profesión de los individuos.

Un día, entre los curiosos se encontraba un hombre de Hettin – completamente desconocido en Dibbelsdorf– que desde hacía poco habitaba en Brunswick. Preguntó al Espíritu el lugar de su nacimiento y, para inducirlo a un error, le mencionó un gran número de ciudades; cuando llegó al nombre de Hettin se escuchó un golpe. Un astuto burgués, creyendo que hacía caer en falta al Espíritu, le preguntó cuántos pfennings tenía en su bolsillo; le fue respondido el número exacto: 681. Le dijo a un repostero cuántos biscochos había hecho por la mañana; a un vendedor, cuántos metros de cinta había vendido en la víspera; a otro, la suma de dinero que había recibido por correo en la antevíspera. Tenía un humor bastante jovial; marcaba el compás cuando se lo pedían y, a veces, tan fuerte que el ruido era ensordecedor. A la noche, durante la cena, después del benedícite, él golpeaba el Amén. Esta señal de devoción no impidió que un sacristán, vestido con los hábitos de exorcista, intentase expulsar al Espíritu; pero la conjuración fracasó.

El Espíritu no temía a nadie, y se mostró muy sincero en sus respuestas al duque reinante Carlos y a su hermano Fernando, como a cualquier otra persona de menor condición. Entonces, la historia tomó un aspecto más serio. El duque encargó a un médico y a doctores en Derecho que examinaran los hechos. Estos eruditos explicaron que los golpes se producían por la presencia de una fuente subterránea. Mandaron cavar a ocho pies de profundidad, y naturalmente encontraron agua, teniendo en cuenta que Dibbelsdorf está situada en la parte baja de un valle; el agua brotó inundando el cuarto, pero el Espíritu continuó golpeando en su rincón habitual. Entonces, los hombres de Ciencia creyeron ser víctimas de una mistificación, y dieron al empleado el honor de tomarlo por aquel Espíritu tan bien informado. Decían ellos que la intención del empleado era la de seducir a la doméstica. Todos los habitantes del pueblo fueron invitados a permanecer en esa casa un día establecido; al empleado le fueron colocados guardias para vigilarlo, porque, según la opinión de los eruditos, él debía ser el culpable; pero el Espíritu respondió nuevamente a todas las preguntas. Al ser reconocido inocente, el criado fue puesto en libertad. Pero la justicia quería un autor de esa fechoría: acusó al matrimonio Kettelhut por el ruido del cual se quejaban, a pesar de que fueran personas muy benévolas, honestas e irreprochables en todas las cosas, y aunque fuesen los primeros en dirigirse a las autoridades desde el origen de las manifestaciones. Con promesas y amenazas forzaron a una joven a testimoniar contra sus patrones. En consecuencia, éstos fueron puestos en prisión, a pesar de las retractaciones ulteriores de la joven, y de la confesión formal de que sus primeras declaraciones eran falsas y que le habían sido arrancadas por los jueces. El Espíritu continuó golpeando, pero ni siquiera por esto el matrimonio Kettelhut dejó de estar preso durante tres meses, al cabo de los cuales fueron absueltos sin indemnización, aunque los miembros de la comisión hubiesen resumido su informe de la siguiente manera: «Todos los medios posibles para descubrir la causa del ruido han sido infructuosos; tal vez el futuro nos esclarezca al respecto». –El futuro aún nada ha enseñado.

El Espíritu golpeador se ha manifestado desde el comienzo de diciembre hasta marzo, época en la que dejó de escucharse. Se volvió a pensar que el empleado –ya incriminado– debería ser el autor de todas esas jugarretas; pero ¿cómo él habría podido evitar las trampas que le tendieron los duques, los médicos, los jueces y tantas otras personas que lo interrogaron?

Observación – Si consentimos reportarnos a la fecha en que han pasado las cosas que acabamos de relatar, y las comparamos con las que han tenido lugar en nuestros días, encontraremos en ellas una identidad perfecta en el modo de las manifestaciones y hasta en la naturaleza de las preguntas y respuestas. Entretanto, ni América ni nuestra época han descubierto a los Espíritus golpeadores –ni tampoco a los otros–, como lo demostraremos a través de innumerables hechos auténticos más o menos antiguos. Hay, por lo tanto, entre los fenómenos actuales y los de antaño una diferencia capital: es que éstos últimos eran casi todos espontáneos, mientras que los nuestros se producen casi a voluntad de ciertos médiums especiales. Esta circunstancia ha permitido estudiarlos mejor y profundizar su causa. A esta conclusión de los jueces: «Tal vez el futuro nos esclarezca al respecto», el autor no respondería hoy: El futuro aún nada ha enseñado. Al contrario, si este autor viviese actualmente, sabría que el futuro ha enseñado todo, y la justicia de nuestros días –más esclarecida que la de hace un siglo– no cometería errores que recuerdan a los de la Edad Media, con relación a las manifestaciones espíritas. Mucho tiempo antes nuestros propios sabios han penetrado en los misterios de la Naturaleza como para no saber tener en cuenta las causas desconocidas; ellos tienen demasiada sagacidad y no se exponen a los desmentidos de la posteridad, como lo han hecho sus predecesores en detrimento de su reputación. Si algo asoma en el horizonte, ellos no se apresuran en decir: «Eso no es nada», por miedo a que ese nada sea un navío; si no lo ven, se callan y esperan: ésta es la verdadera sabiduría.

Así como lo habíamos anunciado, con este número de nuestra Revista damos un dibujo de una vivienda de Júpiter, ejecutado y grabado por el Sr. Victorien Sardou –como médium–, y nosotros le agregamos el artículo descriptivo que él ha tenido a bien hacernos llegar sobre este asunto. Acerca de la autenticidad de esas descripciones, cualquiera que fuere la opinión de aquellos que podrían acusarnos de ocuparnos de lo que sucede en los mundos desconocidos, mientras que hay tanto por hacer en la Tierra, rogamos a nuestros lectores que no pierdan de vista que nuestro objetivo –así como lo anuncia nuestro título– es ante todo el estudio de los fenómenos y que, desde este enfoque, nada debe descuidarse. Ahora bien, como hecho de manifestaciones, esos dibujos son indiscutiblemente los más notables, considerándose que el autor no sabe dibujar, ni grabar, y que el dibujo que ofrecemos ha sido grabado por él en agua fuerte, sin modelo ni ensayo previo, en nueve horas. Incluso suponiendo que ese dibujo sea una fantasía del Espíritu que lo ha hecho trazar, el solo hecho de su ejecución no sería un fenómeno menos digno de atención y, por esta razón, cabe a nuestra Compilación darlo a conocer, así como la descripción que sobre el mismo ha sido dada por los Espíritus, no para satisfacer la vana curiosidad de las personas fútiles, sino como tema de estudio para las personas serias que quieran profundizar todos los misterios de la ciencia espírita. Se estaría en un error si se creyera que hacemos de la revelación de los mundos desconocidos el objeto capital de la Doctrina; esto no será siempre sino un accesorio que creemos útil como complemento de estudio; para nosotros, lo principal será siempre la enseñanza moral, y en las comunicaciones del Más Allá buscamos sobre todo lo que puede esclarecer a la Humanidad y conducirla al bien, único medio de asegurar su felicidad en este mundo y en el otro. ¿No se podría decir lo mismo de los astrónomos que también sondan los espacios, y preguntarse en qué puede ser útil para el bien de la Humanidad saber calcular con una precisión rigurosa la parábola de un astro invisible? No todas las Ciencias tienen, pues, un interés eminentemente práctico, y sin embargo no viene al pensamiento de nadie tratarlas con desdén, porque todo lo que ensancha el círculo de las ideas contribuye al progreso. Lo mismo ocurre con las comunicaciones espíritas, aun cuando salen del estrecho círculo de nuestra personalidad.






Vivienda de Mozart - Victorien Sardou (Médium)

Un gran motivo de asombro para ciertas personas, convencidas además de la existencia de los Espíritus (no voy aquí a ocuparme de las otras), es que éstos tengan –como nosotros– sus viviendas y sus ciudades. No me han evitado críticas: «¡Casas de Espíritus en Júpiter!... ¡Qué broma!...» –Broma si así lo desean; yo no tengo nada que ver con eso. Si el lector no encuentra aquí, en la verosimilitud de las explicaciones, una prueba suficiente de su veracidad; si no está sorprendido, como nosotros, de la perfecta concordancia de estas revelaciones espíritas con los datos más positivos de la Ciencia astronómica; en una palabra, si no ve más que una hábil mistificación en los próximos detalles y en el dibujo que los acompaña, los invito a pedirles explicaciones a los Espíritus, de los cuales soy solamente el instrumento y el eco fiel. Que evoquen a Palissy, a Mozart o a otro habitante de esa dichosa morada; que los interroguen, que controlen mis afirmaciones con las suyas; en fin, que discutan con ellos: porque –por mi parte– no hago más que presentar aquí lo que me han dado y repetir lo que me han dicho, y, por este papel absolutamente pasivo, me creo al abrigo de la censura como también del elogio.

Hecha esta salvedad, y una vez admitida la confianza en los Espíritus, si se acepta como verdadera a la única doctrina realmente bella y sabia que la evocación de los muertos nos ha revelado hasta aquí, es decir, la migración de las almas de planetas en planetas, sus encarnaciones sucesivas y su progreso incesante a través del trabajo, las viviendas en Júpiter no tendrán más motivos para asombrarnos. Desde el momento en que un Espíritu se encarna en un mundo como el nuestro, sometido a una doble revolución, es decir, a la alternativa de los días y de las noches y al regreso periódico de las estaciones; desde el momento en que él posee un cuerpo, esa envoltura material –por más frágil que sea– no requiere solamente alimentación y vestimenta, sino también una residencia o al menos un lugar de reposo, por consiguiente una morada. En efecto, es esto lo que nos han dicho. Como nosotros, y mejor que nosotros, los habitantes de Júpiter tienen sus hogares comunes y sus familias, grupos armoniosos de Espíritus simpáticos, unidos en el triunfo después de haberlo estado en la lucha: es por esto que a esas moradas tan espaciosas se les puede dar el justo nombre de palacios. También como nosotros, esos Espíritus tienen sus fiestas, sus ceremonias, sus reuniones públicas: de ahí que ciertos edificios sean especialmente destinados a estos usos. En fin, es preciso esperar en esas regiones superiores el encuentro con toda una Humanidad activa y laboriosa como la nuestra, sujeta como nosotros a sus leyes, a sus necesidades, a sus deberes, pero con la diferencia de que el progreso –rebelde a nuestros esfuerzos– se vuelve una conquista fácil para los Espíritus liberados de nuestros vicios terrestres, como ellos lo están.

No debería ocuparme aquí sino de la arquitectura de sus viviendas, pero para mejor comprensión de los siguientes detalles, una palabra explicativa no será inútil. Si sólo los Espíritus buenos pueden acceder a Júpiter, no resulta de esto que sus habitantes sean todos excelentes en el mismo grado: entre la bondad del simple y la del hombre de genio, pueden contarse muchos matices. Ahora bien, toda la organización social de ese mundo superior reposa precisamente sobre esa variedad de inteligencias y de aptitudes; y, por efecto de leyes armoniosas que sería demasiado largo explicar aquí, es a los Espíritus más elevados –a los más depurados– que pertenece la alta dirección de su planeta. Esta supremacía no se detiene allí; se extiende hasta los mundos inferiores, donde esos Espíritus, por sus influencias, favorecen y activan sin cesar el progreso religioso, que engendra todos los otros. Es necesario agregar que para esos Espíritus depurados no sería sino cuestión de trabajos de inteligencia, ya que sus actividades sólo se ejercen en la esfera del pensamiento al haber conquistado bastante dominio sobre la materia, siendo apenas entorpecidos débilmente por ésta en el libre ejercicio de su voluntad. El cuerpo de todos esos Espíritus, y además de todos los Espíritus que viven en Júpiter, es de una densidad tan leve que solamente puede encontrar término de comparación con la de los fluidos imponderables: un poco mayor que el nuestro, del cual reproduce exactamente la forma –pero más pura y más bella–, él se presentaría a nosotros bajo la apariencia de un vapor (empleo a disgusto esta palabra que designa una substancia aún demasiado grosera), de un vapor –decía yo– muy etéreo y luminoso... sobre todo luminoso en los contornos del rostro y de la cabeza, porque aquí la inteligencia y la vida irradian como un foco ardiente; y efectivamente es este resplandor magnético el vislumbrado por los visionarios cristianos y que nuestros pintores han traducido por el nimbo o aureola de los santos.

Se concibe que tal cuerpo no dificulte sino débilmente las comunicaciones extramundanas de esos Espíritus, y que les permite en su propio planeta un desplazamiento rápido y fácil. Él se sustrae tan fácilmente a la atracción planetaria, y su densidad difiere tan poco con la de la atmósfera, que puede allí moverse, ir y venir, subir o bajar, al capricho del Espíritu y sin otro esfuerzo que el de su voluntad. También algunos personajes que Palissy ha tenido a bien hacerme dibujar son representados rasando el suelo, la superficie de las aguas o muy elevados en el aire, con toda la libertad de acción y de movimientos que atribuimos a nuestros ángeles. Esta locomoción es más fácil para el Espíritu que es más depurado, y esto se comprende sin dificultad; también nada es más fácil a los habitantes del planeta que conocer a primera vista el valor de un Espíritu que pasa; dos señales hablarán por sí: la altura de su vuelo y la luz más o menos brillante de su aureola.

En Júpiter, como en todas partes, aquellos que vuelan más alto son los más raros; por debajo de ellos es preciso contar varias clases de Espíritus inferiores, en virtud como en poder, pero naturalmente libres de igualarlos un día a través del perfeccionamiento. Escalonados y clasificados según sus méritos, éstos son consagrados más particularmente a los trabajos que interesan al propio planeta, y no ejercen sobre nuestros mundos inferiores la autoridad todopoderosa de los primeros. Es verdad que responden a una evocación con revelaciones sabias y buenas; pero por la prontitud que tienen en dejarnos, y por el laconismo de sus palabras, es fácil comprender que tienen mucho que hacer en otra parte, y que todavía no están lo suficientemente liberados como para irradiar a la vez en dos puntos tan distantes uno del otro. En fin, después de estos Espíritus menos perfectos, pero separados de ellos por un abismo, vienen los animales que, como únicos servidores y únicos obreros del planeta, merecen una mención enteramente especial.

Si designamos con el nombre de animales a esos seres singulares que ocupan la parte más baja de la escala, es porque los propios Espíritus lo han puesto en uso y, además, nuestra lengua no tiene un término mejor para ofrecernos. Esta designación los rebaja demasiado, pero llamarlos hombres sería hacerles demasiado honor; en efecto, son Espíritus consagrados a la animalidad, quizá durante mucho tiempo, quizá para siempre, ya que no todos los Espíritus están de acuerdo sobre este punto, y la solución del problema parece pertenecer a los mundos más elevados que Júpiter; pero cualquiera que sea su futuro, no hay que equivocarse sobre su pasado. Antes de ir hacia allá, esos Espíritus han emigrado sucesivamente en nuestros mundos inferiores, del cuerpo de un animal al de otro, a través de una escala de perfeccionamiento totalmente gradual. El estudio atento de nuestros animales terrestres, sus costumbres, sus caracteres individuales, su ferocidad lejos del hombre y su domesticación lenta pero siempre posible, todo esto testimonia suficientemente la realidad de esta ascensión animal.

Así, de cualquier lado que se lo mire, la armonía del Universo se resume siempre en una sola ley: el progreso por todas partes y para todos, para el animal como para la planta, para la planta como para el mineral; al principio, un progreso puramente material en las moléculas insensibles del metal o de la piedra, y cada vez más inteligente a medida que nos remontamos a la escala de los seres y al paso que la individualidad tiende a liberarse de la masa, a afirmarse, a conocerse. –Pensamiento elevado y consolador como jamás lo hubo, porque prueba que nada se sacrifica, que la recompensa es siempre proporcional al progreso realizado: por ejemplo, que la devoción del perro que muere por su dueño no es estéril para su Espíritu, porque tendrá su justo salario más allá de este mundo.

Es el caso de los Espíritus animales que pueblan Júpiter; ellos se perfeccionaron al mismo tiempo que nosotros, con nosotros y con nuestra ayuda. La ley es aún más admirable: hace tan bien de su devoción al hombre la primera condición de su ascensión planetaria, que la voluntad de un Espíritu de Júpiter puede llamar para sí a todo animal que, en una de sus vidas anteriores, le haya dado pruebas de afecto. Esas simpatías, que allá en lo alto forman familias de Espíritus, también agrupan alrededor de las familias todo un cortejo de animales consagrados. Por consecuencia, el vínculo que tenemos con un animal en este mundo, el cuidado que ponemos en domesticarlo y en humanizarlo, todo tiene su razón de ser, todo será pagado: es un buen servidor que formamos con anticipación para un mundo mejor.

Ha de ser también un obrero, porque a sus iguales les está reservado todo el trabajo material y todo el esfuerzo corporal: carga o construcción, siembra o cosecha. Y para todo esto la Inteligencia Suprema ha provisto un cuerpo que a la vez tiene las ventajas de la bestia y las del hombre. Eso podemos juzgarlo por un croquis de Palissy, que representa algunos de estos animales jugando a las bochas con mucha atención. La mejor comparación que podría hacer sería con los faunos y con los sátiros de la Fábula; entretanto, el cuerpo ligeramente peludo es erguido como el nuestro; en algunos, las patas han desaparecido para dar lugar a ciertas piernas que recuerdan todavía la forma primitiva, al igual que los dos brazos robustos, singularmente ligados y terminados en verdaderas manos, si consideramos la oposición de los pulgares. Una cosa peculiar: ¡la cabeza no está tan perfeccionada como el resto! De esta manera, la fisonomía bien refleja algo de humano, pero el cráneo, las mandíbulas y sobre todo las orejas, en nada difieren sensiblemente del animal terrestre; por lo tanto, es fácil distinguirlos entre sí: éste es un perro, aquél un león. Apropiadamente vestidos con blusas y ropas bastante semejantes a las nuestras, sólo les falta la palabra para recordarnos de muy cerca algunos hombres de este mundo; pero he aquí precisamente lo que les falta y lo que no podrían hacer. Hábiles para comprenderse entre sí por un lenguaje que no tiene nada que ver con el nuestro, no se engañan más sobre las intenciones de los Espíritus que los dirigen: una mirada, un gesto bastan. A ciertos impulsos magnéticos, cuyo secreto nuestros domadores de animales ya saben, el animal adivina y obedece sin murmurar, y lo que es más: de buen grado, porque está bajo su encanto. Es así que se le impone toda la tarea pesada, y con su ayuda todo funciona normalmente de un extremo al otro de la escala social: el Espíritu elevado piensa, delibera; el Espíritu inferior aplica con su propia iniciativa, y el animal ejecuta. De este modo la concepción, la puesta en obra y el hecho se unen en una misma armonía y llevan todas las cosas a su debida finalidad, por los medios más simples y más seguros.

Pido disculpas por esta digresión: era indispensable para el tema que ahora puedo abordar.

Mientras esperamos los mapas prometidos, que facilitarán singularmente el estudio de todo el planeta, podemos –por las descripciones escritas de los Espíritus– hacernos una idea de su gran ciudad, de la ciudad por excelencia, de ese foco de luz y de actividad que concuerdan extrañamente en designar con el nombre latino de Julnius.

«En el mayor de nuestros continentes –dice Palissy–, en un valle de setecientas a ochocientas leguas de ancho, para contar como vosotros, un río magnífico desciende de las montañas del norte y, aumentado por una multitud de torrentes y afluentes, forma en su recorrido siete u ocho lagos, de los cuales el menor merecería entre vosotros el nombre de mar. Ha sido sobre la ribera del mayor de esos lagos, bautizado por nosotros con el nombre de La Perla, que nuestros antepasados han puesto los primeros cimientos de Julnius. Esta ciudad primitiva todavía existe, venerada y guardada como una preciosa reliquia. Su arquitectura difiere mucho de la vuestra. Todo esto te lo explicaré a su tiempo: debes saber solamente que la ciudad moderna está a unos cientos de metros más abajo que la antigua. El lago, situado en las montañas altas, se vierte en el valle en ocho cataratas enormes que forman otras tantas corrientes aisladas y dispersas en todos los sentidos. Con la ayuda de estas corrientes nosotros mismos hemos cavado en la llanura una multitud de arroyos, canales y estanques, reservando la tierra firme sólo para nuestras casas y nuestros jardines. De esto resulta una especie de ciudad anfibia, como vuestra Venecia, y de la cual no se podría decir, a primera vista, si está construida en la tierra o en el agua. Hoy nada te digo sobre los cuatro edificios sagrados construidos en la propia vertiente de las cataratas, de manera que el agua brota a raudales de sus pórticos: son éstas las obras que os parecerían increíbles por su grandeza y audacia.

«Es la ciudad terrestre que describo aquí, la ciudad de cierto modo material, la de las ocupaciones planetarias, en fin, la que llamamos Ciudad Baja. Ésta tiene sus calles o, mejor dicho, sus caminos trazados hacia el servicio interior; tiene sus plazas públicas, sus pórticos y sus puentes tendidos sobre los canales para el pasaje de los servidores. Pero la ciudad inteligente –la ciudad espiritual–, en fin, la verdadera Julnius, no está en el suelo, sino que es necesario buscarla en el aire.

«El cuerpo material de nuestros animales, incapaces de volar, * precisa de tierra firme; pero lo que nuestro cuerpo fluídico y luminoso requiere es una vivienda aérea como él, casi impalpable y móvil a merced de nuestra voluntad. Nuestra habilidad ha resuelto ese problema con la ayuda del tiempo y de las condiciones privilegiadas que el Gran Arquitecto nos había dado. Bien comprendes que esta conquista de los aires era indispensable a Espíritus como los nuestros. Nuestro día es de cinco horas, y la noche también de cinco horas; pero todo es relativo, y para seres prontos a pensar y a obrar como nosotros, para Espíritus que se comprenden por el lenguaje de los ojos y que se saben comunicar magnéticamente a la distancia, nuestro día de cinco horas ya igualaría en actividad a una de vuestras semanas. Esto era aún muy poco en nuestra opinión; y la inmovilidad de la morada, el punto fijo del hogar era una traba para todas nuestras grandes obras. Hoy, por el fácil desplazamiento de esas moradas de pájaros, por la posibilidad de transportarnos –a nosotros y a los nuestros– a cualquier lugar del planeta y a cualquier hora del día que nos plazca, nuestra existencia está por lo menos duplicada, y con ella todo lo que puede producir de útil y de grande.

«En ciertas épocas del año –agrega el Espíritu –, en algunas fiestas, por ejemplo, verías aquí el cielo oscurecido por la nube de viviendas que vienen de todos los puntos del horizonte. Es un curioso conjunto de moradas esbeltas, graciosas y leves, de todas las formas, de todos los colores, equilibradas en las alturas y continuamente a camino de la Ciudad Baja hacia la Ciudad Celestial. Algunos días después, el vacío se hace poco a poco y todos esos pájaros vuelan.»

«Nada falta a esas moradas flotantes, ni siquiera el encanto del verdor y de las flores. Hablo de una vegetación inaudita entre vosotros, de plantas, incluso de arbustos que, por la naturaleza de sus órganos, respiran, se alimentan, viven y se reproducen en el aire.

«Nosotros tenemos –dice el mismo Espíritu– esas matas de flores enormes, de las cuales vosotros no podríais imaginar las formas ni los matices, y con una fineza de textura que las vuelve casi transparentes. Balanceadas en el aire –donde anchas hojas las sostienen– y dotadas de zarcillos parecidos a los de la vid, se reúnen en nubes de mil tonos o se dispersan al capricho del viento, preparando un espectáculo encantador a los transeúntes de la Ciudad Baja... ¡Imagina la gracia de esas balsas de verdor, de esos jardines flotantes que nuestra voluntad puede hacer o deshacer y que algunas veces duran toda una estación! Amplios conjuntos de lianas y de ramas floridas se destacan de esas alturas y penden hasta el suelo; enormes racimos se agitan expandiendo sus perfumes y sus pétalos que se deshojan... Los Espíritus que atraviesan el aire se detienen a su paso: es un lugar de reposo y de reencuentro y, si se quiere, un medio de transporte para terminar el viaje sin fatiga y en compañía.»

Otro Espíritu estaba sentado sobre una de esas flores en el momento en que yo lo evoqué.

«En este momento –me dijo él– es de noche en Julnius y estoy sentado en un lugar apartado sobre una de esas flores del aire que aquí sólo se abren a la claridad de nuestras lunas. Bajo mis pies toda la Ciudad Baja duerme; pero sobre mi cabeza y a mi alrededor, hasta donde la vista se pierde, sólo hay movimiento y alegría en el espacio. Nosotros dormimos poco: nuestra alma está demasiado desprendida como para que las necesidades del cuerpo sean tiránicas; y la noche es más bien hecha para nuestros servidores que para nosotros. Es la hora de las visitas y de las largas charlas, de los paseos solitarios, de los ensueños y de la música. Sólo veo moradas aéreas resplandecientes de luz o balsas de hojas y de flores que llevan a grupos alegres... La primera de nuestras lunas ilumina toda la Ciudad Baja: es una luz suave comparada con la de vuestros claros de luna; pero, al lado del lago, la segunda se eleva, y tiene reflejos verdosos que dan a todo el río el aspecto de un gran césped...»

Es sobre la ribera derecha de este río, «cuya agua –dice el Espíritu– te ofrecería la consistencia de un leve vapor», ** que está construida la Casa de Mozart, que Palissy ha tenido a bien hacerme dibujar en cobre. Solamente doy aquí la fachada sur. La entrada grande está a la izquierda, sobre la llanura; a la derecha está el río; al norte y al sur están los jardines. He preguntado a Mozart quiénes eran sus vecinos. «–Arriba y abajo, ha dicho él, hay dos Espíritus que tú no conoces; pero a la izquierda, sólo estoy separado por una pradera grande del jardín de Cervantes».

Por lo tanto, la casa tiene cuatro lados como las nuestras; sin embargo, sería un error hacer una regla general. Ella está construida con una cierta piedra que los animales sacan de las canteras del norte, cuyo color el Espíritu compara con esos tonos verdosos que a menudo toma el azul del cielo en el momento en que el Sol se pone. En cuanto a su dureza, podemos hacernos una idea por esta observación de Palissy: que ella se disolvería tan rápidamente bajo nuestros dedos humanos como si fuese un copo de nieve; mientras tanto, ¡ésta es una de las materias más resistentes del planeta! Sobre sus paredes los Espíritus han esculpido o incrustado los extraños arabescos que el dibujo busca reproducir. Estos son ornamentos grabados en piedra y luego coloreados, o incrustaciones reproducidas en la solidez de la piedra verde a través de un procedimiento que ahora es de gran estima y que conserva en los vegetales toda la gracia de sus contornos, toda la fineza de sus tejidos y toda la riqueza de su colorido. «Un descubrimiento –agrega el Espíritu– que haréis algún día y que entre vosotros cambiará muchas cosas.»

La gran ventana de la derecha presenta un ejemplo de ese género de ornamentación: uno de sus bordes no es otra cosa que una enorme caña de la cual se han conservado las hojas. Sucede lo mismo con el coronamiento de la ventana principal, que toma la forma de claves de sol: son plantas sarmentosas enlazadas y petrificadas. Es a través de este procedimiento que ellos obtienen la mayoría de los coronamientos de edificios, rejas, balaústres, etc. A menudo, inclusive, la planta está ubicada en la pared, con sus raíces y en condiciones de crecer libremente. Ésta crece, se desarrolla; sus flores se abren al azar y el artista no las fija en el lugar sino cuando han adquirido todo el desarrollo deseado para la ornamentación del edificio: la Casa de Palissy está casi enteramente decorada de esta manera.

Destinado en principio sólo a los muebles, después a los marcos de las puertas y de las ventanas, este género de ornamentos se ha perfeccionado poco a poco y ha terminado por invadir toda la arquitectura. Hoy no son solamente las flores y los arbustos que se petrifican de este modo, sino el propio árbol, de la raíz hasta la copa; y los palacios, como los edificios, casi no tienen otras columnas.

Una petrificación de la misma naturaleza sirve también para la decoración de las ventanas. Flores u hojas muy grandes son hábilmente despojadas de su parte carnosa: sólo queda la nerviación de las fibras, tan fina como la más fina muselina. Son cristalizadas, y de esas hojas unidas con arte se construye toda una ventana, que sólo deja filtrar hacia el interior una luz muy tenue: o bien se las recubre con una especie de vidrio líquido y coloreado con todos los matices, que se endurece en el aire y que transforma a la hoja en una especie de cristal. ¡De la unión de esas hojas en las ventanas resultan encantadores ramilletes transparentes y luminosos!

En cuanto a las propias dimensiones de esas aberturas y a mil otros detalles que en un primer momento pueden sorprender, me veo obligado a posponer la explicación: la historia de la arquitectura en Júpiter exigiría un volumen entero. Igualmente dejo de hablar del moblaje, para no detenerme aquí más que en la disposición general de las viviendas.

Después de todo lo anteriormente dicho, el lector debe haber comprendido que la casa del continente no debe ser para el Espíritu sino una especie de vivienda de paso. La Ciudad Baja solamente es frecuentada por los Espíritus de segundo orden, encargados de los intereses planetarios, por ejemplo, de la agricultura o de los intercambios y del buen orden a ser mantenido entre los servidores. También todas las casas que están en el suelo, generalmente sólo tienen planta baja y primer piso: uno destinado a los Espíritus que obran bajo la dirección de su señor, y accesible a los animales; el otro, reservado únicamente al Espíritu, que allí sólo vive ocasionalmente. Esto es lo que explica el por qué vemos en varias casas de Júpiter –por ejemplo en ésta y en la de Zoroastro– una escalera e incluso una rampa. Aquel que pasa rasando el agua como una golondrina y que puede correr sobre los tallos de trigo sin curvarlos, prescinde muy bien de la escalera y de la rampa para entrar en su casa; pero los Espíritus inferiores no tienen el vuelo tan fácil: ellos sólo se elevan por sacudidas, y la rampa no siempre les es inútil. En fin, la escalera es de absoluta necesidad para los animales servidores, que caminan como nosotros. Estos últimos también tienen sus habitaciones, y además muy elegantes, que hacen parte de todas las grandes residencias; pero sus funciones los llaman constantemente a la casa del señor: es preciso facilitarles la entrada y el trayecto interno. De ahí esas construcciones singulares que, por su base, se parecen a nuestros edificios terrestres y de los cuales difieren absolutamente en la parte superior.

Ésta se distingue sobre todo por una originalidad que seríamos incapaces de imitar. Es una especie de flecha aérea que se balancea sobre lo alto del edificio, por encima de la gran ventana y de su singular coronamiento. Esta frágil gavia, fácil de desplazar, está entretanto destinada –en el pensamiento del artista– a no salir del lugar que se le ha designado, porque sin reposar sobre nada en lo alto, completa la decoración, y lamento que la dimensión de la plancha no le haya permitido encontrar lugar en la misma. En cuanto a la morada aérea de Mozart, apenas he de constatar aquí su existencia: los límites de este artículo no me permiten extenderme sobre el asunto.

Sin embargo, no terminaré sin explicar, de paso, el género de ornamentos que el gran artista ha elegido para su morada. Es fácil reconocer en ellos el recuerdo de nuestra música terrestre: la clave de sol está allí frecuentemente repetida y, cosa singular, ¡nunca la clave de fa! En la decoración de la planta baja, encontramos un arco de violín, una especie de tiorba o mandolina, una lira y un pentagrama musical. Más arriba se encuentra una ventana grande que vagamente recuerda la forma de un órgano; las otras tienen la apariencia de notas grandes, y las notas pequeñas abundan en toda la fachada.

Sería un error deducir que la música de Júpiter sea comparable a la nuestra, y que se escriba con los mismos signos: Mozart se ha explicado sobre ella de manera que no deja ninguna duda al respecto; pero, en la decoración de sus casas, los Espíritus recuerdan de buen grado la misión terrestre que les ha merecido la encarnación en Júpiter y que mejor resume el carácter de su inteligencia. Así, en la Casa de Zoroastro, son los astros y el fuego que componen la decoración.

Hay más: parece que ese simbolismo tiene sus reglas y sus secretos. Todos esos ornamentos no están dispuestos al azar: ellos tienen su orden lógico y su significado preciso; pero éste es un arte que los Espíritus de Júpiter se abstienen en hacernos comprender –al menos hasta ahora– y sobre el cual no dan explicaciones de buen grado. Nuestros viejos arquitectos también empleaban el simbolismo en la decoración de sus catedrales; la Torre de Saint-Jacques no es nada menos que un poema hermético, si uno cree en la tradición. Por lo tanto, nada hay de qué sorprendernos en la singular decoración arquitectónica en Júpiter: si ésta contradice nuestras ideas sobre el arte humano, es porque, en efecto, hay todo un abismo entre una arquitectura que vive y que habla, y una construcción como la nuestra, que nada muestra. En esto, como en otras cosas, la prudencia nos preserva de ese error de lo relativo que quiere reducir todo a las proporciones y a los hábitos del hombre terrestre. Si los habitantes de Júpiter tuviesen residencias como las nuestras, si comiesen, viviesen, durmiesen y caminasen como nosotros, no habría gran provecho en subir hacia allá. ¡Es porque su planeta difiere absolutamente del nuestro que anhelamos conocerlo y que soñamos con él como nuestra futura morada!

Por mi parte, no habré perdido el tiempo –y sería muy feliz que los Espíritus me hayan elegido como su intérprete– si sus dibujos y sus descripciones inspiraren a un solo creyente el deseo de subir más rápidamente a Julnius, y el coraje de hacer todo para lograrlo.

VICTORIEN SARDOU

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El autor de esta interesante descripción es uno de esos adeptos fervorosos y esclarecidos que no temen en reconocer abiertamente sus creencias, y que se ponen por encima de la crítica de las personas que no creen en nada de aquello que salga del círculo de sus ideas. Vincular su nombre a una nueva Doctrina, arrostrando sarcasmos, es de un coraje que no es dado a todo el mundo, y felicitamos al Sr. V. Sardou por tenerlo. Su trabajo revela al escritor distinguido que, aunque joven todavía, ya ha conquistado un lugar honorable en la literatura, y une al talento de escribir, los profundos conocimientos del sabio; ésta es una nueva prueba de que el Espiritismo no se encuentra entre los tontos y los ignorantes. Hacemos votos para que el Sr. Sardou complete, lo más pronto posible, su trabajo tan felizmente comenzado. Si por sus eméritas investigaciones los astrónomos nos revelan el mecanismo del Universo, los Espíritus, por sus revelaciones, nos hacen conocer el estado moral, y es –como ellos dicen– con el objetivo de inclinarnos al bien para merecer una existencia mejor.

ALLAN KARDEC


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* Es preciso, sin embargo, exceptuar a ciertos animales provistos de alas y reservados para el servicio aéreo y para los trabajos que entre nosotros exigirían el empleo de carpinteros. Son una transformación del ave, como los animales descriptos anteriormente son una transformación de los cuadrúpedos. [Nota del Espíritu Palissy, a través del médium Victorien Sardou.]
** Al ser de 0,23 la densidad de Júpiter, es decir, un poco menos de un cuarto que la de la Tierra, el Espíritu nada ha dicho aquí que no sea muy verosímil. Se concibe que todo es relativo y que en ese globo etéreo, todo sea etéreo como él. [Nota de Allan Kardec.]