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Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859 > Febrero
Febrero
Escollos de los médiums La mediumnidad es una facultad bastante múltiple que presenta una infinita variedad de matices en sus medios y en sus efectos. Cualquiera que esté apto para recibir o transmitir las comunicaciones de los Espíritus es, por esto mismo, médium, sea cual fuere el modo empleado o el grado de desarrollo de la facultad, desde la simple influencia oculta hasta la producción de los fenómenos más insólitos. Sin embargo, en el uso común, esta palabra tiene una acepción más restringida y se dice generalmente de las personas dotadas de un poder medianero bastante grande, ya sea para producir efectos físicos o para transmitir el pensamiento de los Espíritus a través de la escritura o de la palabra.
Aunque esta facultad no sea un privilegio exclusivo, es cierto que encuentra refractarios, al menos en el sentido que se le atribuye; también es cierto que no es sin escollos que se presenta en aquellos que la poseen; que puede alterarse, incluso perderse, y a menudo ser una fuente de graves desengaños. Es sobre este punto que creemos útil llamar la atención de todos los que se ocupan de comunicaciones espíritas, ya sea directamente o por un intermediario. Decimos por un intermediario porque es importante también para aquellos que se sirven de médiums el poder apreciar su valor y la confianza que merecen sus comunicaciones.
El don de la mediumnidad depende de causas que todavía no son perfectamente conocidas y en las cuales lo físico parece tener una gran parte. A primera vista parecería que un don tan precioso solamente debiese ser compartido por almas de élite; ahora bien, la experiencia prueba lo contrario, porque se encuentran poderosos médiums entre personas cuya moral deja mucho que desear, mientras que otras –estimables en todo concepto– están privadas de ese don. Aquel que fracasa, a pesar de sus deseos, de sus esfuerzos y de su perseverancia, no debe por esto sacar conclusiones desfavorables para sí, ni creerse indigno de la benevolencia de los Espíritus buenos; si este favor no le es concedido, sin duda hay otros que pueden ofrecerle una amplia compensación. Por la misma razón, aquel que lo disfruta no podría de él prevalecerse, porque no es ninguna señal de mérito personal. Por lo tanto, el mérito no está en la posesión de la facultad mediúmnica que puede ser dada a todo el mundo, sino en el uso de la misma; existe una distinción capital que nunca es preciso perder de vista: un buen médium no es el que tiene facilidad en las comunicaciones, sino únicamente el que posee la aptitud para sólo recibir las buenas; ahora bien, es ahí que se observa si sus condiciones morales son potentes; también ahí es que se encuentran sus mayores escollos.
Para darse cuenta de este estado de cosas y comprender lo que vamos a decir, es preciso reportarse al principio fundamental de que entre los Espíritus los hay de todos los grados en bien y en mal, en ciencia y en ignorancia; que los Espíritus pululan alrededor nuestro y que, cuando creemos estar solos, estamos incesantemente rodeados de seres que se nos acercan, unos con indiferencia como extraños, otros que nos observan con intenciones más o menos benevolentes según su naturaleza.
El proverbio: Los semejantes atraen a los semejantes, tiene su aplicación entre los Espíritus como entre nosotros, y posiblemente más aún entre ellos, porque no están como nosotros bajo la influencia de las consideraciones sociales. No obstante si, entre nosotros, estas consideraciones a veces confunden a los hombres de costumbres y de gustos muy diferentes, de algún modo esta confusión es solamente material y transitoria; la semejanza o la divergencia de pensamientos será siempre la causa de las atracciones y de las repulsiones.
Nuestra alma que, en definitiva, no es más que un Espíritu encarnado, no deja por esto de ser un Espíritu; si momentáneamente se ha revestido de una envoltura material, sus relaciones con el mundo incorpóreo –aunque menos fáciles que en el estado de libertad– no por eso son interrumpidas de una manera absoluta; el pensamiento es el lazo que nos une a los Espíritus, y por el pensamiento es que atraemos a los que simpatizan con nuestras ideas y con nuestras inclinaciones. Representamos, pues, la masa de los Espíritus que nos rodean como la multitud que encontramos en el mundo; en todas partes donde vamos de preferencia, encontramos a hombres atraídos por los mismos gustos y por los mismos deseos; a las reuniones que tienen un objetivo serio, van los hombres serios; a las que tienen un objetivo frívolo, van los hombres frívolos; también en todas partes se encuentran Espíritus atraídos por el pensamiento dominante. Si damos una mirada sobre el estado moral de la Humanidad, en general, comprenderemos sin dificultad que, en esta multitud oculta, los Espíritus elevados no deben ser mayoría; esto es una de las consecuencias del estado de inferioridad de nuestro globo.
Los Espíritus que nos rodean no son pasivos; es una población esencialmente inquieta, que piensa y obra sin cesar, que ejerce su influencia sin nosotros saberlo, que nos induce o nos disuade, que nos impulsa al bien o al mal, lo que no nos quita nuestro libre albedrío más de lo que los consejos buenos o malos que recibimos de nuestros semejantes. Pero cuando los Espíritus imperfectos solicitan a alguien para hacer una cosa mala, saben muy bien a quién ellos se dirigen y no van a perder su tiempo donde ven que serán mal recibidos; ellos nos incitan según nuestras tendencias o según los gérmenes que en nosotros ven y conforme a nuestras disposiciones en escucharlos: he aquí por qué el hombre firme en los principios del bien no les da motivos.
Estas consideraciones nos llevan naturalmente a la cuestión de los médiums. Estos últimos están sometidos, como todo el mundo, a la influencia oculta de los Espíritus buenos o malos; los atraen o los rechazan según las simpatías de su propio Espíritu, y los Espíritus malos se aprovechan de todos sus defectos, como de un punto débil, para aproximarse a ellos e inmiscuirse –con su desconocimiento– en todos los actos de su vida privada. Además, esos Espíritus encuentran en el médium un medio de expresar su pensamiento de una manera inteligible y de atestiguar su presencia, entrometiéndose en las comunicaciones, provocándolas, porque a través de esto esperan tener más influencia, y terminan por dominarlas al adueñarse de las mismas. Se sienten como en su casa, alejan a los Espíritus que podrían contraponérseles y, si es necesario, toman sus nombres e incluso su lenguaje para poder engañar; pero no logran representar su papel por mucho tiempo, y con un poco que entren en contacto con un observador experimentado y sin ideas preconcebidas, son muy rápidamente desenmascarados. Si el médium se deja llevar por esta influencia, los Espíritus buenos se apartan de él o absolutamente no vienen cuando se los llama, o sólo vienen contrariados, porque ven que el Espíritu que se ha identificado con el médium –que en cierto modo ha elegido residir con él– puede alterar sus instrucciones. Si nosotros tenemos que escoger un intérprete, un secretario, un mandatario cualquiera, es evidente que escogeremos no sólo a un hombre capaz, sino además a alguien que sea digno de nuestra estima, y que no confiaremos una misión delicada y nuestros intereses a un hombre corrupto o frecuentador de una sociedad sospechosa. Sucede lo mismo con los Espíritus; para transmitir instrucciones serias, los Espíritus superiores no han de elegir a un médium que entre en relación con Espíritus ligeros, A MENOS QUE HAYA NECESIDAD Y QUE NO TENGAN OTROS A SU DISPOSICIÓN POR EL MOMENTO; también, a menos que quieran dar una lección al propio médium, lo que algunas veces ocurre; pero entonces sólo se sirven de él accidentalmente, y se retiran cuando encuentran a uno mejor, dejándolo con sus simpatías si él continúa vinculado a ellas. Por lo tanto, el médium perfecto sería aquel que no diese acceso a los Espíritus malos por un defecto cualquiera. Esta condición es muy difícil de cumplir; pero si la perfección absoluta no es dada al hombre, le es siempre dado aproximarse a ella por sus esfuerzos, y los Espíritus tienen sobre todo en cuenta los esfuerzos, la voluntad y la perseverancia.
De esta manera el médium perfecto no tendría sino comunicaciones perfectas de verdad y de moralidad; al no ser posible la perfección, el mejor sería aquel que obtuviese las mejores comunicaciones: es por las obras que se los puede juzgar. Comunicaciones constantemente buenas y elevadas, en las que no se perciba ningún indicio de inferioridad, serían indiscutiblemente una prueba de la superioridad moral del médium, porque atestiguarían simpatías felices. Por esto mismo –de que el médium no sabría ser perfecto–, Espíritus ligeros, embusteros y mentirosos pueden entrometerse en sus comunicaciones, alterando la pureza e induciendo al error, a él y a los que se le dirigen. He aquí el mayor escollo del Espiritismo y nosotros no disimulamos su gravedad. ¿Podemos evitar dicho escollo? Abiertamente decimos: sí, podemos; el medio no es difícil y exige apenas discernimiento.
Las buenas intenciones, inclusive la moralidad del médium, no siempre son suficientes para preservarlo de la intromisión de los Espíritus ligeros, mentirosos o pseudosabios en sus comunicaciones; además de los defectos de su propio Espíritu, puede darles motivos por otras causas, de las cuales la principal es la debilidad de carácter y una demasiada confianza en la invariable superioridad de los Espíritus que se comunican con él; esta confianza ciega proviene de una causa que luego explicaremos. Si no se quiere ser engañado por esos Espíritus ligeros, es preciso saber juzgarlos, y para esto tenemos un criterio infalible: el buen sentido y la razón. Sabemos que las cualidades del lenguaje, que entre nosotros caracterizan a los hombres verdaderamente buenos y superiores, son las mismas cualidades para los Espíritus; debemos juzgarlos por su lenguaje. No estaría de más repetir lo que caracteriza al lenguaje de los Espíritus elevados: es constantemente digno, noble, sin fanfarronería ni contradicción, desprovisto de toda trivialidad e impregnado de una inalterable benevolencia. Los Espíritus buenos aconsejan; ellos no ordenan: no se imponen; sobre lo que ignoran se callan. Los Espíritus ligeros hablan con la misma seguridad de lo que saben y de lo que no saben, al responder a todo sin preocuparse con la verdad. En un dictado supuestamente serio, nosotros hemos visto ubicar a César en el tiempo de Alejandro, con una imperturbable desfachatez; a otros afirmar que no es la Tierra que gira alrededor del Sol. En resumen, toda expresión grosera o simplemente inconveniente, toda marca de orgullo y de presunción, toda máxima contraria a la sana moral, toda herejía científica notoria es, entre los Espíritus como entre los hombres, una señal indiscutible de mala naturaleza, de ignorancia o por lo menos de ligereza. De esto resulta que es preciso examinar con atención todo lo que ellos dicen y hacerlo pasar por el crisol de la lógica y del buen sentido; he aquí una recomendación que sin cesar nos hacen los Espíritus buenos: «Dios –nos dicen– no os ha dado el discernimiento en vano; por lo tanto, usadlo para saber con quiénes entráis en relación». Los Espíritus malos temen el examen; ellos dicen: «Aceptad nuestras palabras y no las juzguéis». Si tuviesen la conciencia de estar con la verdad, no temerían la luz.
El hábito de examinar las menores palabras de los Espíritus, de evaluarlas (desde el punto de vista del pensamiento y no de la forma gramatical, con la cual tienen poco cuidado), aleja forzosamente a los Espíritus malintencionados que, entonces, no vienen a perder inútilmente su tiempo, ya que rechazamos todo lo que es malo o de un origen sospechoso. Pero cuando se acepta ciegamente todo lo que dicen, cuando –por así decirlo– uno se pone de rodillas ante su pretendida sabiduría, ellos hacen lo que harían los hombres: abusan de eso.
Si el médium es señor de sí, y si no se deja dominar por un entusiasmo irreflexivo, puede hacer lo que aconsejamos; pero a menudo ocurre que el Espíritu lo subyuga al punto de fascinarlo, haciéndole encontrar admirables las cosas más ridículas; entonces él se abandona cada vez más a esta perniciosa confianza y, convencido de sus buenas intenciones y de sus buenos sentimientos, cree que esto es suficiente para alejar a los Espíritus malos; no, esto no es suficiente, porque esos Espíritus están satisfechos en hacerlo caer en la trampa, aprovechándose de su debilidad y de su credulidad. Entonces, ¿qué hacer? Relatar todo a un tercero desinteresado que, al juzgar con sangre fría y sin prevención, podrá ver una paja donde el médium no veía una viga.
La ciencia espírita exige una gran experiencia que sólo se adquiere, como en todas las Ciencias filosóficas y en otras, a través de un largo estudio, asiduo y perseverante, y por numerosas observaciones. Ella no abarca solamente el estudio de los fenómenos propiamente dichos, sino también y sobre todo el de las costumbres –si podemos expresarnos así– del mundo oculto, desde el más bajo hasta el más alto grado de la escala. Sería demasiado presuntuoso creerse suficientemente esclarecido y querer ser maestro después de algunos ejercicios. Tal pretensión no sería la de un hombre serio, porque cualquiera que arroje una mirada indagadora sobre esos misterios extraños, ve extenderse ante sí un horizonte tan vasto que varios años
no bastan para alcanzarlo; ¡y hay quien pretenda hacerlo en algunos días!
De todas las disposiciones morales, la que da más motivos a los Espíritus imperfectos es el orgullo. El orgullo es para los médiums un escollo tanto más peligroso cuanto menos se lo reconoce. Es el orgullo que les da la creencia ciega en la superioridad de los Espíritus que se vinculan a aquéllos, porque se sienten halagados con ciertos nombres que éstos les imponen; desde que un Espíritu les dice: Yo soy Fulano de Tal, se inclinan y se abstienen de dudar, porque su amor propio sufriría al encontrar bajo esa máscara a un Espíritu de bajo nivel o a un malvado despreciable. El Espíritu, que ve el lado débil, lo aprovecha; adula a su supuesto protegido, le habla de orígenes ilustres que lo hacen engreírse todavía más, le promete un futuro brillante, los honores, la fortuna, de los cuales parece ser el dispensador; si es preciso, aparenta por él una ternura hipócrita; ¿cómo resistir a tanta generosidad? En una palabra, lo engaña y –como se dice vulgarmente– lo maneja como a un títere; su felicidad es la de tener a un ser bajo su dependencia. Hemos interrogado a más de uno sobre los motivos de su obsesión; uno de ellos nos respondió esto: Quiero tener a un hombre que haga mi voluntad; éste es mi placer. Cuando nosotros le dijimos que íbamos a poner manos a la obra para desbaratar sus artificios y abrir los ojos a su oprimido, dijo: Lucharé contra vos y no lo lograréis, porque haré tantas cosas que él no os creerá. En efecto, ésta es una de las tácticas de esos Espíritus malévolos; inspiran la desconfianza y el alejamiento de las personas que pueden desenmascararlos y darles buenos consejos. Jamás sucede algo parecido por parte de los Espíritus buenos. Todo Espíritu que siembra la discordia, que provoca animosidad y que alimenta disensiones, revela por esto mismo su naturaleza mala; sería preciso ser ciego para no comprender eso y para creer que un Espíritu bueno pueda incitar a la desavenencia.
Frecuentemente el orgullo se desarrolla en el médium a medida que crece su facultad; ésta lo hace sentir importante; él es buscado y termina por creerse indispensable; es por eso que algunas veces hay en él un tono de jactancia y de pretensión, o aires de suficiencia y de desdén, incompatibles con la influencia de un Espíritu bueno. Aquel que cae en ese defecto está perdido, porque Dios le ha dado su facultad para el bien y no para satisfacer su vanidad o transformarla en trampolín de su ambición. Olvida que ese poder, del cual se envanece, puede serle retirado y que a menudo sólo le ha sido dado como prueba, de la misma manera que le ha sido dada la fortuna a ciertas personas. Si de él abusa, los Espíritus buenos poco a poco lo abandonan, y se vuelve juguete de los Espíritus ligeros que lo entretienen con sus ilusiones, satisfechos por haber vencido a aquel que se creía fuerte. Es así que hemos visto anularse y perderse las facultades más preciosas que, sin eso, hubieran podido volverse los más poderosos y los más útiles auxiliares. Esto se aplica a todos los géneros de médiums, ya sean de manifestaciones físicas o de comunicaciones inteligentes. Infelizmente el orgullo es uno de los defectos del que se está menos dispuesto a reconocer en sí mismo y menos aún en los otros, porque ellos no lo aceptarían. Id, pues, a decirle a uno de esos médiums que él se deja llevar como un niño: os dará la espalda diciendo que él sabe conducirse y que vosotros no veis claro. Podéis decirle a un hombre que él es borracho, libertino, perezoso, torpe e imbécil; él reirá o estará de acuerdo; decidle que es orgulloso y se enojará: prueba evidente de que habréis dicho la verdad. En este caso, los consejos son tanto más difíciles cuanto más el médium evite a las personas que podrían dárselos, huyendo de una intimidad que teme. Los Espíritus, que sienten que los consejos perjudican a su poder, lo llevan –al contrario– hacia quienes cultivan sus ilusiones. Preparan muchas decepciones, con las cuales más de una vez su amor propio ha de sufrir; feliz de él si no le sucede aún nada más grave.
Si hemos insistido detenidamente sobre este punto ha sido porque la experiencia nos ha demostrado, en varias ocasiones, que es ahí que se encuentra uno de los grandes escollos para la pureza y la sinceridad de las comunicaciones de los médiums. Después de esto, es casi inútil hablar de otras imperfecciones morales, tales como el egoísmo, la envidia, los celos, la ambición, la codicia, la dureza de corazón, la ingratitud, la sensualidad, etc. Cada uno comprende que ellas son otras tantas puertas abiertas a los Espíritus imperfectos o, al menos, causas de debilidad. Para rechazar a estos últimos no es suficiente decirles que se vayan; incluso no es suficiente quererlo y menos aún conjurarlos: es preciso cerrarles la puerta y los oídos, probarles que se es más fuerte que ellos, siéndolo indiscutiblemente a través del amor al bien, de la caridad, de la dulzura, de la simplicidad, de la modestia y del desinterés, cualidades que atraen la benevolencia de los Espíritus buenos; es el apoyo de éstos que hace nuestra fuerza, y si ellos a veces nos dejan a merced de los malos, es para poner a prueba nuestra fe y nuestro carácter.
Que los médiums no se asusten mucho de la severidad de las condiciones que acabamos de hablar; se ha de concordar que éstas son lógicas, pero sería un error desalentar. Es cierto que las comunicaciones malas que se pueden tener son el indicio de alguna debilidad, pero no siempre un signo de indignidad; se puede ser débil y bueno. En todo caso es un medio de reconocer sus propias imperfecciones. Ya lo hemos dicho en otro artículo: no hay necesidad de ser médium para estar bajo la influencia de Espíritus malos, que actúan en las sombras; con la facultad mediúmnica el enemigo se muestra y se traiciona; se sabe con quién se está tratando y se puede combatirlo; es así que una comunicación mala puede volverse una lección útil si se sabe aprovecharla.
Además, sería injusto atribuir todas las comunicaciones malas a cuenta del médium; hablamos de aquellas que él obtiene por sí mismo, fuera de toda otra influencia, y no de las que se producen en cualquier ambiente; ahora bien, todos saben que los Espíritus atraídos por ese medio pueden perjudicar a las manifestaciones, ya sea por la diversidad de caracteres o por la falta de recogimiento. Es una regla general que las mejores comunicaciones tienen lugar en la intimidad y en un Círculo concentrado y homogéneo. En toda comunicación están en juego varias influencias: la del médium, la del ambiente y la de la persona que interroga. Estas influencias pueden ejercer una acción recíproca, neutralizarse o corroborarse: esto depende del objetivo que se pretenda y del pensamiento dominante. Hemos visto excelentes comunicaciones obtenidas en reuniones y con médiums que no tenían todas las condiciones deseables; en este caso, los Espíritus buenos venían por causa de una persona en particular, porque eso era útil; hemos visto comunicaciones malas obtenidas por médiums buenos, únicamente porque el interrogador no tenía intenciones serias y atraía a Espíritus ligeros que se burlaban de él. Todo esto exige tacto y observación, y fácilmente se comprende la preponderancia que deben tener todas las condiciones reunidas.
Aunque esta facultad no sea un privilegio exclusivo, es cierto que encuentra refractarios, al menos en el sentido que se le atribuye; también es cierto que no es sin escollos que se presenta en aquellos que la poseen; que puede alterarse, incluso perderse, y a menudo ser una fuente de graves desengaños. Es sobre este punto que creemos útil llamar la atención de todos los que se ocupan de comunicaciones espíritas, ya sea directamente o por un intermediario. Decimos por un intermediario porque es importante también para aquellos que se sirven de médiums el poder apreciar su valor y la confianza que merecen sus comunicaciones.
El don de la mediumnidad depende de causas que todavía no son perfectamente conocidas y en las cuales lo físico parece tener una gran parte. A primera vista parecería que un don tan precioso solamente debiese ser compartido por almas de élite; ahora bien, la experiencia prueba lo contrario, porque se encuentran poderosos médiums entre personas cuya moral deja mucho que desear, mientras que otras –estimables en todo concepto– están privadas de ese don. Aquel que fracasa, a pesar de sus deseos, de sus esfuerzos y de su perseverancia, no debe por esto sacar conclusiones desfavorables para sí, ni creerse indigno de la benevolencia de los Espíritus buenos; si este favor no le es concedido, sin duda hay otros que pueden ofrecerle una amplia compensación. Por la misma razón, aquel que lo disfruta no podría de él prevalecerse, porque no es ninguna señal de mérito personal. Por lo tanto, el mérito no está en la posesión de la facultad mediúmnica que puede ser dada a todo el mundo, sino en el uso de la misma; existe una distinción capital que nunca es preciso perder de vista: un buen médium no es el que tiene facilidad en las comunicaciones, sino únicamente el que posee la aptitud para sólo recibir las buenas; ahora bien, es ahí que se observa si sus condiciones morales son potentes; también ahí es que se encuentran sus mayores escollos.
Para darse cuenta de este estado de cosas y comprender lo que vamos a decir, es preciso reportarse al principio fundamental de que entre los Espíritus los hay de todos los grados en bien y en mal, en ciencia y en ignorancia; que los Espíritus pululan alrededor nuestro y que, cuando creemos estar solos, estamos incesantemente rodeados de seres que se nos acercan, unos con indiferencia como extraños, otros que nos observan con intenciones más o menos benevolentes según su naturaleza.
El proverbio: Los semejantes atraen a los semejantes, tiene su aplicación entre los Espíritus como entre nosotros, y posiblemente más aún entre ellos, porque no están como nosotros bajo la influencia de las consideraciones sociales. No obstante si, entre nosotros, estas consideraciones a veces confunden a los hombres de costumbres y de gustos muy diferentes, de algún modo esta confusión es solamente material y transitoria; la semejanza o la divergencia de pensamientos será siempre la causa de las atracciones y de las repulsiones.
Nuestra alma que, en definitiva, no es más que un Espíritu encarnado, no deja por esto de ser un Espíritu; si momentáneamente se ha revestido de una envoltura material, sus relaciones con el mundo incorpóreo –aunque menos fáciles que en el estado de libertad– no por eso son interrumpidas de una manera absoluta; el pensamiento es el lazo que nos une a los Espíritus, y por el pensamiento es que atraemos a los que simpatizan con nuestras ideas y con nuestras inclinaciones. Representamos, pues, la masa de los Espíritus que nos rodean como la multitud que encontramos en el mundo; en todas partes donde vamos de preferencia, encontramos a hombres atraídos por los mismos gustos y por los mismos deseos; a las reuniones que tienen un objetivo serio, van los hombres serios; a las que tienen un objetivo frívolo, van los hombres frívolos; también en todas partes se encuentran Espíritus atraídos por el pensamiento dominante. Si damos una mirada sobre el estado moral de la Humanidad, en general, comprenderemos sin dificultad que, en esta multitud oculta, los Espíritus elevados no deben ser mayoría; esto es una de las consecuencias del estado de inferioridad de nuestro globo.
Los Espíritus que nos rodean no son pasivos; es una población esencialmente inquieta, que piensa y obra sin cesar, que ejerce su influencia sin nosotros saberlo, que nos induce o nos disuade, que nos impulsa al bien o al mal, lo que no nos quita nuestro libre albedrío más de lo que los consejos buenos o malos que recibimos de nuestros semejantes. Pero cuando los Espíritus imperfectos solicitan a alguien para hacer una cosa mala, saben muy bien a quién ellos se dirigen y no van a perder su tiempo donde ven que serán mal recibidos; ellos nos incitan según nuestras tendencias o según los gérmenes que en nosotros ven y conforme a nuestras disposiciones en escucharlos: he aquí por qué el hombre firme en los principios del bien no les da motivos.
Estas consideraciones nos llevan naturalmente a la cuestión de los médiums. Estos últimos están sometidos, como todo el mundo, a la influencia oculta de los Espíritus buenos o malos; los atraen o los rechazan según las simpatías de su propio Espíritu, y los Espíritus malos se aprovechan de todos sus defectos, como de un punto débil, para aproximarse a ellos e inmiscuirse –con su desconocimiento– en todos los actos de su vida privada. Además, esos Espíritus encuentran en el médium un medio de expresar su pensamiento de una manera inteligible y de atestiguar su presencia, entrometiéndose en las comunicaciones, provocándolas, porque a través de esto esperan tener más influencia, y terminan por dominarlas al adueñarse de las mismas. Se sienten como en su casa, alejan a los Espíritus que podrían contraponérseles y, si es necesario, toman sus nombres e incluso su lenguaje para poder engañar; pero no logran representar su papel por mucho tiempo, y con un poco que entren en contacto con un observador experimentado y sin ideas preconcebidas, son muy rápidamente desenmascarados. Si el médium se deja llevar por esta influencia, los Espíritus buenos se apartan de él o absolutamente no vienen cuando se los llama, o sólo vienen contrariados, porque ven que el Espíritu que se ha identificado con el médium –que en cierto modo ha elegido residir con él– puede alterar sus instrucciones. Si nosotros tenemos que escoger un intérprete, un secretario, un mandatario cualquiera, es evidente que escogeremos no sólo a un hombre capaz, sino además a alguien que sea digno de nuestra estima, y que no confiaremos una misión delicada y nuestros intereses a un hombre corrupto o frecuentador de una sociedad sospechosa. Sucede lo mismo con los Espíritus; para transmitir instrucciones serias, los Espíritus superiores no han de elegir a un médium que entre en relación con Espíritus ligeros, A MENOS QUE HAYA NECESIDAD Y QUE NO TENGAN OTROS A SU DISPOSICIÓN POR EL MOMENTO; también, a menos que quieran dar una lección al propio médium, lo que algunas veces ocurre; pero entonces sólo se sirven de él accidentalmente, y se retiran cuando encuentran a uno mejor, dejándolo con sus simpatías si él continúa vinculado a ellas. Por lo tanto, el médium perfecto sería aquel que no diese acceso a los Espíritus malos por un defecto cualquiera. Esta condición es muy difícil de cumplir; pero si la perfección absoluta no es dada al hombre, le es siempre dado aproximarse a ella por sus esfuerzos, y los Espíritus tienen sobre todo en cuenta los esfuerzos, la voluntad y la perseverancia.
De esta manera el médium perfecto no tendría sino comunicaciones perfectas de verdad y de moralidad; al no ser posible la perfección, el mejor sería aquel que obtuviese las mejores comunicaciones: es por las obras que se los puede juzgar. Comunicaciones constantemente buenas y elevadas, en las que no se perciba ningún indicio de inferioridad, serían indiscutiblemente una prueba de la superioridad moral del médium, porque atestiguarían simpatías felices. Por esto mismo –de que el médium no sabría ser perfecto–, Espíritus ligeros, embusteros y mentirosos pueden entrometerse en sus comunicaciones, alterando la pureza e induciendo al error, a él y a los que se le dirigen. He aquí el mayor escollo del Espiritismo y nosotros no disimulamos su gravedad. ¿Podemos evitar dicho escollo? Abiertamente decimos: sí, podemos; el medio no es difícil y exige apenas discernimiento.
Las buenas intenciones, inclusive la moralidad del médium, no siempre son suficientes para preservarlo de la intromisión de los Espíritus ligeros, mentirosos o pseudosabios en sus comunicaciones; además de los defectos de su propio Espíritu, puede darles motivos por otras causas, de las cuales la principal es la debilidad de carácter y una demasiada confianza en la invariable superioridad de los Espíritus que se comunican con él; esta confianza ciega proviene de una causa que luego explicaremos. Si no se quiere ser engañado por esos Espíritus ligeros, es preciso saber juzgarlos, y para esto tenemos un criterio infalible: el buen sentido y la razón. Sabemos que las cualidades del lenguaje, que entre nosotros caracterizan a los hombres verdaderamente buenos y superiores, son las mismas cualidades para los Espíritus; debemos juzgarlos por su lenguaje. No estaría de más repetir lo que caracteriza al lenguaje de los Espíritus elevados: es constantemente digno, noble, sin fanfarronería ni contradicción, desprovisto de toda trivialidad e impregnado de una inalterable benevolencia. Los Espíritus buenos aconsejan; ellos no ordenan: no se imponen; sobre lo que ignoran se callan. Los Espíritus ligeros hablan con la misma seguridad de lo que saben y de lo que no saben, al responder a todo sin preocuparse con la verdad. En un dictado supuestamente serio, nosotros hemos visto ubicar a César en el tiempo de Alejandro, con una imperturbable desfachatez; a otros afirmar que no es la Tierra que gira alrededor del Sol. En resumen, toda expresión grosera o simplemente inconveniente, toda marca de orgullo y de presunción, toda máxima contraria a la sana moral, toda herejía científica notoria es, entre los Espíritus como entre los hombres, una señal indiscutible de mala naturaleza, de ignorancia o por lo menos de ligereza. De esto resulta que es preciso examinar con atención todo lo que ellos dicen y hacerlo pasar por el crisol de la lógica y del buen sentido; he aquí una recomendación que sin cesar nos hacen los Espíritus buenos: «Dios –nos dicen– no os ha dado el discernimiento en vano; por lo tanto, usadlo para saber con quiénes entráis en relación». Los Espíritus malos temen el examen; ellos dicen: «Aceptad nuestras palabras y no las juzguéis». Si tuviesen la conciencia de estar con la verdad, no temerían la luz.
El hábito de examinar las menores palabras de los Espíritus, de evaluarlas (desde el punto de vista del pensamiento y no de la forma gramatical, con la cual tienen poco cuidado), aleja forzosamente a los Espíritus malintencionados que, entonces, no vienen a perder inútilmente su tiempo, ya que rechazamos todo lo que es malo o de un origen sospechoso. Pero cuando se acepta ciegamente todo lo que dicen, cuando –por así decirlo– uno se pone de rodillas ante su pretendida sabiduría, ellos hacen lo que harían los hombres: abusan de eso.
Si el médium es señor de sí, y si no se deja dominar por un entusiasmo irreflexivo, puede hacer lo que aconsejamos; pero a menudo ocurre que el Espíritu lo subyuga al punto de fascinarlo, haciéndole encontrar admirables las cosas más ridículas; entonces él se abandona cada vez más a esta perniciosa confianza y, convencido de sus buenas intenciones y de sus buenos sentimientos, cree que esto es suficiente para alejar a los Espíritus malos; no, esto no es suficiente, porque esos Espíritus están satisfechos en hacerlo caer en la trampa, aprovechándose de su debilidad y de su credulidad. Entonces, ¿qué hacer? Relatar todo a un tercero desinteresado que, al juzgar con sangre fría y sin prevención, podrá ver una paja donde el médium no veía una viga.
La ciencia espírita exige una gran experiencia que sólo se adquiere, como en todas las Ciencias filosóficas y en otras, a través de un largo estudio, asiduo y perseverante, y por numerosas observaciones. Ella no abarca solamente el estudio de los fenómenos propiamente dichos, sino también y sobre todo el de las costumbres –si podemos expresarnos así– del mundo oculto, desde el más bajo hasta el más alto grado de la escala. Sería demasiado presuntuoso creerse suficientemente esclarecido y querer ser maestro después de algunos ejercicios. Tal pretensión no sería la de un hombre serio, porque cualquiera que arroje una mirada indagadora sobre esos misterios extraños, ve extenderse ante sí un horizonte tan vasto que varios años
no bastan para alcanzarlo; ¡y hay quien pretenda hacerlo en algunos días!
De todas las disposiciones morales, la que da más motivos a los Espíritus imperfectos es el orgullo. El orgullo es para los médiums un escollo tanto más peligroso cuanto menos se lo reconoce. Es el orgullo que les da la creencia ciega en la superioridad de los Espíritus que se vinculan a aquéllos, porque se sienten halagados con ciertos nombres que éstos les imponen; desde que un Espíritu les dice: Yo soy Fulano de Tal, se inclinan y se abstienen de dudar, porque su amor propio sufriría al encontrar bajo esa máscara a un Espíritu de bajo nivel o a un malvado despreciable. El Espíritu, que ve el lado débil, lo aprovecha; adula a su supuesto protegido, le habla de orígenes ilustres que lo hacen engreírse todavía más, le promete un futuro brillante, los honores, la fortuna, de los cuales parece ser el dispensador; si es preciso, aparenta por él una ternura hipócrita; ¿cómo resistir a tanta generosidad? En una palabra, lo engaña y –como se dice vulgarmente– lo maneja como a un títere; su felicidad es la de tener a un ser bajo su dependencia. Hemos interrogado a más de uno sobre los motivos de su obsesión; uno de ellos nos respondió esto: Quiero tener a un hombre que haga mi voluntad; éste es mi placer. Cuando nosotros le dijimos que íbamos a poner manos a la obra para desbaratar sus artificios y abrir los ojos a su oprimido, dijo: Lucharé contra vos y no lo lograréis, porque haré tantas cosas que él no os creerá. En efecto, ésta es una de las tácticas de esos Espíritus malévolos; inspiran la desconfianza y el alejamiento de las personas que pueden desenmascararlos y darles buenos consejos. Jamás sucede algo parecido por parte de los Espíritus buenos. Todo Espíritu que siembra la discordia, que provoca animosidad y que alimenta disensiones, revela por esto mismo su naturaleza mala; sería preciso ser ciego para no comprender eso y para creer que un Espíritu bueno pueda incitar a la desavenencia.
Frecuentemente el orgullo se desarrolla en el médium a medida que crece su facultad; ésta lo hace sentir importante; él es buscado y termina por creerse indispensable; es por eso que algunas veces hay en él un tono de jactancia y de pretensión, o aires de suficiencia y de desdén, incompatibles con la influencia de un Espíritu bueno. Aquel que cae en ese defecto está perdido, porque Dios le ha dado su facultad para el bien y no para satisfacer su vanidad o transformarla en trampolín de su ambición. Olvida que ese poder, del cual se envanece, puede serle retirado y que a menudo sólo le ha sido dado como prueba, de la misma manera que le ha sido dada la fortuna a ciertas personas. Si de él abusa, los Espíritus buenos poco a poco lo abandonan, y se vuelve juguete de los Espíritus ligeros que lo entretienen con sus ilusiones, satisfechos por haber vencido a aquel que se creía fuerte. Es así que hemos visto anularse y perderse las facultades más preciosas que, sin eso, hubieran podido volverse los más poderosos y los más útiles auxiliares. Esto se aplica a todos los géneros de médiums, ya sean de manifestaciones físicas o de comunicaciones inteligentes. Infelizmente el orgullo es uno de los defectos del que se está menos dispuesto a reconocer en sí mismo y menos aún en los otros, porque ellos no lo aceptarían. Id, pues, a decirle a uno de esos médiums que él se deja llevar como un niño: os dará la espalda diciendo que él sabe conducirse y que vosotros no veis claro. Podéis decirle a un hombre que él es borracho, libertino, perezoso, torpe e imbécil; él reirá o estará de acuerdo; decidle que es orgulloso y se enojará: prueba evidente de que habréis dicho la verdad. En este caso, los consejos son tanto más difíciles cuanto más el médium evite a las personas que podrían dárselos, huyendo de una intimidad que teme. Los Espíritus, que sienten que los consejos perjudican a su poder, lo llevan –al contrario– hacia quienes cultivan sus ilusiones. Preparan muchas decepciones, con las cuales más de una vez su amor propio ha de sufrir; feliz de él si no le sucede aún nada más grave.
Si hemos insistido detenidamente sobre este punto ha sido porque la experiencia nos ha demostrado, en varias ocasiones, que es ahí que se encuentra uno de los grandes escollos para la pureza y la sinceridad de las comunicaciones de los médiums. Después de esto, es casi inútil hablar de otras imperfecciones morales, tales como el egoísmo, la envidia, los celos, la ambición, la codicia, la dureza de corazón, la ingratitud, la sensualidad, etc. Cada uno comprende que ellas son otras tantas puertas abiertas a los Espíritus imperfectos o, al menos, causas de debilidad. Para rechazar a estos últimos no es suficiente decirles que se vayan; incluso no es suficiente quererlo y menos aún conjurarlos: es preciso cerrarles la puerta y los oídos, probarles que se es más fuerte que ellos, siéndolo indiscutiblemente a través del amor al bien, de la caridad, de la dulzura, de la simplicidad, de la modestia y del desinterés, cualidades que atraen la benevolencia de los Espíritus buenos; es el apoyo de éstos que hace nuestra fuerza, y si ellos a veces nos dejan a merced de los malos, es para poner a prueba nuestra fe y nuestro carácter.
Que los médiums no se asusten mucho de la severidad de las condiciones que acabamos de hablar; se ha de concordar que éstas son lógicas, pero sería un error desalentar. Es cierto que las comunicaciones malas que se pueden tener son el indicio de alguna debilidad, pero no siempre un signo de indignidad; se puede ser débil y bueno. En todo caso es un medio de reconocer sus propias imperfecciones. Ya lo hemos dicho en otro artículo: no hay necesidad de ser médium para estar bajo la influencia de Espíritus malos, que actúan en las sombras; con la facultad mediúmnica el enemigo se muestra y se traiciona; se sabe con quién se está tratando y se puede combatirlo; es así que una comunicación mala puede volverse una lección útil si se sabe aprovecharla.
Además, sería injusto atribuir todas las comunicaciones malas a cuenta del médium; hablamos de aquellas que él obtiene por sí mismo, fuera de toda otra influencia, y no de las que se producen en cualquier ambiente; ahora bien, todos saben que los Espíritus atraídos por ese medio pueden perjudicar a las manifestaciones, ya sea por la diversidad de caracteres o por la falta de recogimiento. Es una regla general que las mejores comunicaciones tienen lugar en la intimidad y en un Círculo concentrado y homogéneo. En toda comunicación están en juego varias influencias: la del médium, la del ambiente y la de la persona que interroga. Estas influencias pueden ejercer una acción recíproca, neutralizarse o corroborarse: esto depende del objetivo que se pretenda y del pensamiento dominante. Hemos visto excelentes comunicaciones obtenidas en reuniones y con médiums que no tenían todas las condiciones deseables; en este caso, los Espíritus buenos venían por causa de una persona en particular, porque eso era útil; hemos visto comunicaciones malas obtenidas por médiums buenos, únicamente porque el interrogador no tenía intenciones serias y atraía a Espíritus ligeros que se burlaban de él. Todo esto exige tacto y observación, y fácilmente se comprende la preponderancia que deben tener todas las condiciones reunidas.
Los agéneres
En varias ocasiones hemos dado la teoría de las apariciones y la hemos recordado en nuestro último número, a propósito de los extraños fenómenos que hemos relatado. Para una mejor comprensión de lo que sigue, remitimos a nuestros lectores a los mismos.
Todos saben que en el número de las manifestaciones más extraordinarias producidas por el Sr. Home, estaba la aparición de manos, perfectamente tangibles, que cada uno podía ver y palpar, que apretaban y estrechaban, y que de repente ofrecían el vacío cuando se las quería agarrar de sorpresa. Éste es un hecho positivo que se ha producido en varias circunstancias, atestado por numerosos testigos oculares. Por más extraño y anormal que parezca, lo maravilloso cesa de serlo desde el instante en que puede dársele una explicación lógica; entonces, entra en la categoría de los fenómenos naturales, aunque de un orden bien diferente de aquellos que se producen ante nuestros ojos y con los cuales es preciso tener cuidado para no confundirlos. En los fenómenos usuales podemos encontrar puntos de comparación, como el ciego que se daba cuenta del resplandor de la luz y de los colores por el sonido de la trompeta, pero no de las similitudes; es precisamente la manía de querer asimilar todo a lo que conocemos que causa tantos desengaños en ciertas personas; imaginan que pueden operar sobre esos elementos nuevos como sobre el hidrógeno y el oxígeno. Ahora bien, ahí está el error; esos fenómenos están sometidos a condiciones que escapan al círculo habitual de nuestras observaciones; ante todo es preciso conocerlas y ajustarse a ellas si se quiere obtener resultados. Sobre todo es necesario no perder de vista ese principio esencial –verdadera clave de la bóveda de la ciencia espírita– de que el agente de los fenómenos vulgares es una fuerza física, material, que puede ser sometida a las leyes del cálculo, mientras que en los fenómenos espíritas ese agente es constantemente una inteligencia que tiene voluntad propia y que no podemos someter a nuestros caprichos.
¿Había en esas manos carne, piel, huesos y uñas reales? No, evidentemente; no era más que una apariencia, pero de tal índole que producía el efecto de la realidad. Si un Espíritu tiene el poder de volver visible y palpable cualquier parte de su cuerpo etéreo, no hay razón para que no pueda hacerlo igualmente con otros órganos. Por lo tanto, supongamos que un Espíritu extienda esta apariencia a todas las partes del cuerpo, creeremos ver a un ser semejante a nosotros, obrando como nosotros, mientras que no será sino un vapor momentáneamente solidificado. Tal es el caso del Duende de Bayonne. La duración de esta apariencia está sometida a condiciones que nos son desconocidas; sin duda, depende de la voluntad del Espíritu, que puede producirla o hacerla cesar a gusto, pero en ciertos límites que no siempre está libre de transponer. Al ser interrogados sobre este tema, así como sobre todas las intermitencias de cualquier manifestación, los Espíritus siempre han dicho que ellos obran en virtud de un permiso superior.
Si la duración de la apariencia corporal es limitada para ciertos Espíritus, podemos decir que en principio ella es variable y puede persistir mayor o menor tiempo; que puede producirse en todos los tiempos y a toda hora. Un Espíritu, cuyo cuerpo fuese enteramente visible y palpable, tendría para nosotros toda la apariencia de un ser humano; podría conversar con nosotros, sentarse en nuestro hogar como cualquier persona, porque para nosotros sería como uno de nuestros semejantes.
Hemos partido de un hecho patente –el de la aparición de manos tangibles– para llegar a una suposición que es su consecuencia lógica; y sin embargo no la habríamos expuesto si la historia del niño de Bayonne no nos hubiese puesto en el camino, al mostrarnos su posibilidad. Interrogado sobre ese punto, un Espíritu superior ha respondido que, en efecto, se pueden encontrar seres de esta naturaleza, sin que lo sospechemos; agregó que esto es raro, pero que es factible. Como para que nos entendamos es preciso que demos un nombre para cada cosa, la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas los llama agéneres, indicando así que su origen no es el resultado de una generación. El siguiente hecho, que ha ocurrido recientemente en París, parece pertenecer a esta categoría:
Una pobre mujer estaba en la iglesia de Saint-Roch (San Roque) y oraba a Dios para que la ayudase en su aflicción. A la salida de la iglesia, en la rue Saint-Honoré (calle San Honorato), ella encontró a un señor que la abordó diciéndole: «Mi buena señora, ¿estaríais contenta de encontrar trabajo?» «–¡Ah! Mi buen señor, dijo ella, ruego a Dios para que me lo haga encontrar, porque soy muy desgraciada». «–¡Pues bien! Id a tal calle, en tal número; preguntad por la Señora T...; ella os lo dará». Después de decir esto, continuó su camino. La pobre mujer se presentó rápidamente en la dirección indicada. «–En efecto, tengo un trabajo para mandar hacer, dijo la señora en cuestión, pero como todavía no se lo he dicho a nadie, ¿cómo ha sido que me habéis venido a procurar?» Entonces la pobre mujer, al ver un retrato colgado en la pared, dijo: «–Señora, ha sido ese señor quien me ha enviado.» «–¡Ese señor! Replicó espantada la señora; pero no es posible: ése es el retrato de mi hijo, muerto hace tres años». «–Yo no sé cómo esto ha sucedido, pero os aseguro que es ese señor que acabé de encontrar al salir de la iglesia, donde yo había ido a orar a Dios para que me asistiera; me abordó y fue él mismo quien me envió aquí».
Según lo que acabamos de ver, nada habría de sorprendente que, en Espíritu, el hijo de aquella señora haya aparecido con su forma corporal a la pobre mujer para prestarle un servicio, cuya plegaria sin duda él había escuchado, y para indicarle la dirección de su madre. ¿En qué se transformó después? Indudablemente en lo que era antes: un Espíritu, a menos que haya juzgado oportuno mostrarse a los otros bajo la misma apariencia, al continuar su paseo. Esta mujer habría así encontrado a un agénere con el cual había conversado. Pero entonces, se dirá, ¿por qué no se presentó a su madre? En esas circunstancias los motivos determinantes de los Espíritus nos son completamente desconocidos; ellos obran como mejor les parece o, mejor dicho, como ya lo dijeron: en virtud de un permiso sin el cual no pueden revelar su existencia de una manera material. Además, se comprende que su visión hubiera podido causar a la madre una peligrosa emoción; ¿y quién sabe si no se presentó a ella durante el sueño o de otro modo? Y, por otro lado, ¿no era ése un medio de revelarle su existencia? Es más que probable que él haya sido un testigo invisible de la conversación entre ambas damas.
El Duende de Bayonne no nos parece que deba ser considerado como un agénere, por lo menos en las circunstancias en que se ha manifestado, porque para la familia él siempre ha tenido el carácter de un Espíritu, carácter que nunca ha buscado disimular: ése era su estado permanente, y las apariencias corporales que ha tomado sólo eran accidentales, mientras que el agénere propiamente dicho no revela su naturaleza, y a nuestros ojos no es más que un hombre común; si fuera necesario, su aparición corporal puede ser de larga duración para poder establecer relaciones sociales con uno o con varios individuos.
Hemos pedido al Espíritu san Luis para que consienta esclarecernos sobre esos diferentes puntos, respondiendo a nuestras preguntas.
1. El Espíritu de Bayonne ¿podría mostrarse corporalmente en otros lugares y a otras personas como lo ha hecho con su familia? –Resp. Sí, sin duda.
2. ¿Depende esto de su voluntad? –Resp. No exactamente; el poder de los Espíritus es limitado: sólo hacen lo que les está permitido hacer.
3. ¿Qué habría sucedido si él se hubiera presentado ante una persona desconocida? –Resp. Habría sido tomado por un niño común. Pero os diré una cosa: a veces existe en la Tierra Espíritus que han revestido esta apariencia, y que se los toma por hombres.
4. ¿Pertenecen esos seres a los Espíritus inferiores o superiores? –Resp. Ellos pueden pertenecer a ambas categorías; estos son hechos raros, de los cuales tenéis ejemplos en la Biblia.
5. Raros o no, basta que sean posibles para merecer atención. ¿Qué ocurriría si, al tomar a un ser semejante por un hombre común, le hicieran una herida mortal? ¿Sería muerto? –Resp. Desaparecería súbitamente, como el joven de Londres. (Ver el número de diciembre de 1858: Fenómenos de bicorporeidad.)
6. ¿Tienen ellos pasiones? –Resp. Sí, como Espíritus, tienen las pasiones de los Espíritus según su inferioridad. Si algunas veces toman un cuerpo aparente es para gozar las pasiones humanas; si son elevados, lo hacen con un objetivo útil.
7. ¿Pueden procrear? –Resp. Dios no lo permitiría; sería contrario a las leyes que Él ha establecido en la Tierra; éstas no pueden ser derogadas.
8. Si un ser semejante se presentase ante nosotros, ¿habría un medio de reconocerlo? –Resp. No, a no ser por su desaparición, que se hace de una manera inesperada. Es el mismo hecho que el del transporte de muebles desde la planta baja hasta el desván, hecho que habéis leído al principio.
Nota – Alusión a un hecho de esta naturaleza relatado al comienzo de la sesión.
9. ¿Cuál es el objetivo que puede llevar a ciertos Espíritus a tomar este estado corporal? ¿Es preferentemente para el mal o para el bien? –Resp. A menudo para el mal; los Espíritus buenos se valen de la inspiración; ellos obran sobre el alma y por el corazón. Vosotros lo sabéis: las manifestaciones físicas son producidas por Espíritus inferiores, y éstas son de este número. Sin embargo, como lo he dicho, los Espíritus buenos también pueden tomar esa apariencia corporal con un objetivo útil; he hablado en general.
10. ¿Pueden en este estado volverse visibles o invisibles a voluntad? –Resp. Sí, ya que ellos pueden desaparecer cuando quieren.
11. ¿Tienen un poder oculto superior al de los demás hombres? –Resp. Ellos no tienen más que el poder que les da su categoría como Espíritus.
12. ¿Tienen necesidad real de alimentarse? –Resp. No; el cuerpo no es un cuerpo real.
13. Sin embargo el joven de Londres no tenía un cuerpo real, y entretanto almorzó con sus amigos y les dio un apretón de manos. ¿En qué se convirtió la alimentación ingerida? –Resp. Antes de darles un apretón de manos, ¿dónde estaban los dedos que estrechan? ¿Comprendéis que el cuerpo desaparezca? ¿Por qué no podéis concebir que la materia también desaparezca? El cuerpo del joven de Londres no era una realidad, puesto que él estaba en Boulogne; era, por lo tanto, una apariencia; sucedía lo mismo con el alimento que parecía ingerir.
14. Si se tuviese a un ser semejante entre nosotros, ¿sería un bien o un mal? –Resp. Sería preferentemente un mal; además, no se pueden adquirir grandes conocimientos con esos seres. Nosotros no podemos deciros demasiado; esos hechos son excesivamente raros y nunca tienen un carácter de permanencia, especialmente las apariciones corporales instantáneas, como la de Bayonne.
15. El Espíritu familiar protector, ¿toma algunas veces esta forma? –Resp. No; ¿no dispone él de las cuerdas interiores? Las toca más fácilmente de lo que lo haría bajo una forma visible y si lo tomásemos como uno de nuestros semejantes.
16. Preguntan si el conde de Saint-Germain no pertenecía a la categoría de los agéneres. –Resp. No; era un hábil mistificador.
La historia del joven de Londres –relatada en nuestro número de diciembre– es un hecho de bicorporeidad o, dicho de otro modo, de doble presencia, que difiere esencialmente de aquel que abordamos. El agénere no tiene cuerpo vivo en la Tierra; solamente su periespíritu toma una forma palpable. El joven de Londres era perfectamente vivo; mientras que su cuerpo dormía en Boulogne, su Espíritu –envuelto por el periespíritu– fue a Londres, donde tomó una apariencia tangible.
Un hecho casi análogo nos es personal. Mientras estábamos apaciblemente en nuestra cama, uno de nuestros amigos nos vio varias veces en su casa, aunque con una apariencia no tangible, sentado a su lado y conversando con él como de costumbre. Una vez nos vio con bata, otras veces con gabán. Transcribió nuestra conversación y nos la comunicó al día siguiente. Ésta era, como bien se lo supone, concerniente a nuestros trabajos predilectos. Con miras a hacer una experiencia nos ofreció refrescos, y he aquí nuestra respuesta: «No tengo necesidad de ellos, ya que no es mi cuerpo que está aquí; vos lo sabéis, por lo tanto no hay ninguna necesidad de produciros una ilusión». Una circunstancia bastante singular se presentó en esta ocasión. Ya sea por predisposición natural o como resultado de nuestros trabajos intelectuales –serios desde nuestra juventud, y podríamos decir desde la infancia–, el fondo de nuestro carácter siempre ha sido de una extrema seriedad, incluso en la edad en la que no se piensa sino en los placeres. Esta preocupación constante nos da un aspecto de frialdad, incluso de mucha frialdad; es al menos lo que a menudo se nos reprocha; pero bajo este aparente aspecto glacial, el Espíritu siente quizá más vivamente que cuando se encuentra expansivo exteriormente. Ahora bien, en nuestras visitas nocturnas a nuestro amigo, éste se quedó sorprendido por vernos bastante diferente: éramos más efusivo, más comunicativo, casi alegre. Todo respiraba en nosotros la satisfacción y la calma del bienestar. ¿No es esto un efecto del Espíritu desprendido de la materia?
Todos saben que en el número de las manifestaciones más extraordinarias producidas por el Sr. Home, estaba la aparición de manos, perfectamente tangibles, que cada uno podía ver y palpar, que apretaban y estrechaban, y que de repente ofrecían el vacío cuando se las quería agarrar de sorpresa. Éste es un hecho positivo que se ha producido en varias circunstancias, atestado por numerosos testigos oculares. Por más extraño y anormal que parezca, lo maravilloso cesa de serlo desde el instante en que puede dársele una explicación lógica; entonces, entra en la categoría de los fenómenos naturales, aunque de un orden bien diferente de aquellos que se producen ante nuestros ojos y con los cuales es preciso tener cuidado para no confundirlos. En los fenómenos usuales podemos encontrar puntos de comparación, como el ciego que se daba cuenta del resplandor de la luz y de los colores por el sonido de la trompeta, pero no de las similitudes; es precisamente la manía de querer asimilar todo a lo que conocemos que causa tantos desengaños en ciertas personas; imaginan que pueden operar sobre esos elementos nuevos como sobre el hidrógeno y el oxígeno. Ahora bien, ahí está el error; esos fenómenos están sometidos a condiciones que escapan al círculo habitual de nuestras observaciones; ante todo es preciso conocerlas y ajustarse a ellas si se quiere obtener resultados. Sobre todo es necesario no perder de vista ese principio esencial –verdadera clave de la bóveda de la ciencia espírita– de que el agente de los fenómenos vulgares es una fuerza física, material, que puede ser sometida a las leyes del cálculo, mientras que en los fenómenos espíritas ese agente es constantemente una inteligencia que tiene voluntad propia y que no podemos someter a nuestros caprichos.
¿Había en esas manos carne, piel, huesos y uñas reales? No, evidentemente; no era más que una apariencia, pero de tal índole que producía el efecto de la realidad. Si un Espíritu tiene el poder de volver visible y palpable cualquier parte de su cuerpo etéreo, no hay razón para que no pueda hacerlo igualmente con otros órganos. Por lo tanto, supongamos que un Espíritu extienda esta apariencia a todas las partes del cuerpo, creeremos ver a un ser semejante a nosotros, obrando como nosotros, mientras que no será sino un vapor momentáneamente solidificado. Tal es el caso del Duende de Bayonne. La duración de esta apariencia está sometida a condiciones que nos son desconocidas; sin duda, depende de la voluntad del Espíritu, que puede producirla o hacerla cesar a gusto, pero en ciertos límites que no siempre está libre de transponer. Al ser interrogados sobre este tema, así como sobre todas las intermitencias de cualquier manifestación, los Espíritus siempre han dicho que ellos obran en virtud de un permiso superior.
Si la duración de la apariencia corporal es limitada para ciertos Espíritus, podemos decir que en principio ella es variable y puede persistir mayor o menor tiempo; que puede producirse en todos los tiempos y a toda hora. Un Espíritu, cuyo cuerpo fuese enteramente visible y palpable, tendría para nosotros toda la apariencia de un ser humano; podría conversar con nosotros, sentarse en nuestro hogar como cualquier persona, porque para nosotros sería como uno de nuestros semejantes.
Hemos partido de un hecho patente –el de la aparición de manos tangibles– para llegar a una suposición que es su consecuencia lógica; y sin embargo no la habríamos expuesto si la historia del niño de Bayonne no nos hubiese puesto en el camino, al mostrarnos su posibilidad. Interrogado sobre ese punto, un Espíritu superior ha respondido que, en efecto, se pueden encontrar seres de esta naturaleza, sin que lo sospechemos; agregó que esto es raro, pero que es factible. Como para que nos entendamos es preciso que demos un nombre para cada cosa, la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas los llama agéneres, indicando así que su origen no es el resultado de una generación. El siguiente hecho, que ha ocurrido recientemente en París, parece pertenecer a esta categoría:
Una pobre mujer estaba en la iglesia de Saint-Roch (San Roque) y oraba a Dios para que la ayudase en su aflicción. A la salida de la iglesia, en la rue Saint-Honoré (calle San Honorato), ella encontró a un señor que la abordó diciéndole: «Mi buena señora, ¿estaríais contenta de encontrar trabajo?» «–¡Ah! Mi buen señor, dijo ella, ruego a Dios para que me lo haga encontrar, porque soy muy desgraciada». «–¡Pues bien! Id a tal calle, en tal número; preguntad por la Señora T...; ella os lo dará». Después de decir esto, continuó su camino. La pobre mujer se presentó rápidamente en la dirección indicada. «–En efecto, tengo un trabajo para mandar hacer, dijo la señora en cuestión, pero como todavía no se lo he dicho a nadie, ¿cómo ha sido que me habéis venido a procurar?» Entonces la pobre mujer, al ver un retrato colgado en la pared, dijo: «–Señora, ha sido ese señor quien me ha enviado.» «–¡Ese señor! Replicó espantada la señora; pero no es posible: ése es el retrato de mi hijo, muerto hace tres años». «–Yo no sé cómo esto ha sucedido, pero os aseguro que es ese señor que acabé de encontrar al salir de la iglesia, donde yo había ido a orar a Dios para que me asistiera; me abordó y fue él mismo quien me envió aquí».
Según lo que acabamos de ver, nada habría de sorprendente que, en Espíritu, el hijo de aquella señora haya aparecido con su forma corporal a la pobre mujer para prestarle un servicio, cuya plegaria sin duda él había escuchado, y para indicarle la dirección de su madre. ¿En qué se transformó después? Indudablemente en lo que era antes: un Espíritu, a menos que haya juzgado oportuno mostrarse a los otros bajo la misma apariencia, al continuar su paseo. Esta mujer habría así encontrado a un agénere con el cual había conversado. Pero entonces, se dirá, ¿por qué no se presentó a su madre? En esas circunstancias los motivos determinantes de los Espíritus nos son completamente desconocidos; ellos obran como mejor les parece o, mejor dicho, como ya lo dijeron: en virtud de un permiso sin el cual no pueden revelar su existencia de una manera material. Además, se comprende que su visión hubiera podido causar a la madre una peligrosa emoción; ¿y quién sabe si no se presentó a ella durante el sueño o de otro modo? Y, por otro lado, ¿no era ése un medio de revelarle su existencia? Es más que probable que él haya sido un testigo invisible de la conversación entre ambas damas.
El Duende de Bayonne no nos parece que deba ser considerado como un agénere, por lo menos en las circunstancias en que se ha manifestado, porque para la familia él siempre ha tenido el carácter de un Espíritu, carácter que nunca ha buscado disimular: ése era su estado permanente, y las apariencias corporales que ha tomado sólo eran accidentales, mientras que el agénere propiamente dicho no revela su naturaleza, y a nuestros ojos no es más que un hombre común; si fuera necesario, su aparición corporal puede ser de larga duración para poder establecer relaciones sociales con uno o con varios individuos.
Hemos pedido al Espíritu san Luis para que consienta esclarecernos sobre esos diferentes puntos, respondiendo a nuestras preguntas.
1. El Espíritu de Bayonne ¿podría mostrarse corporalmente en otros lugares y a otras personas como lo ha hecho con su familia? –Resp. Sí, sin duda.
2. ¿Depende esto de su voluntad? –Resp. No exactamente; el poder de los Espíritus es limitado: sólo hacen lo que les está permitido hacer.
3. ¿Qué habría sucedido si él se hubiera presentado ante una persona desconocida? –Resp. Habría sido tomado por un niño común. Pero os diré una cosa: a veces existe en la Tierra Espíritus que han revestido esta apariencia, y que se los toma por hombres.
4. ¿Pertenecen esos seres a los Espíritus inferiores o superiores? –Resp. Ellos pueden pertenecer a ambas categorías; estos son hechos raros, de los cuales tenéis ejemplos en la Biblia.
5. Raros o no, basta que sean posibles para merecer atención. ¿Qué ocurriría si, al tomar a un ser semejante por un hombre común, le hicieran una herida mortal? ¿Sería muerto? –Resp. Desaparecería súbitamente, como el joven de Londres. (Ver el número de diciembre de 1858: Fenómenos de bicorporeidad.)
6. ¿Tienen ellos pasiones? –Resp. Sí, como Espíritus, tienen las pasiones de los Espíritus según su inferioridad. Si algunas veces toman un cuerpo aparente es para gozar las pasiones humanas; si son elevados, lo hacen con un objetivo útil.
7. ¿Pueden procrear? –Resp. Dios no lo permitiría; sería contrario a las leyes que Él ha establecido en la Tierra; éstas no pueden ser derogadas.
8. Si un ser semejante se presentase ante nosotros, ¿habría un medio de reconocerlo? –Resp. No, a no ser por su desaparición, que se hace de una manera inesperada. Es el mismo hecho que el del transporte de muebles desde la planta baja hasta el desván, hecho que habéis leído al principio.
Nota – Alusión a un hecho de esta naturaleza relatado al comienzo de la sesión.
9. ¿Cuál es el objetivo que puede llevar a ciertos Espíritus a tomar este estado corporal? ¿Es preferentemente para el mal o para el bien? –Resp. A menudo para el mal; los Espíritus buenos se valen de la inspiración; ellos obran sobre el alma y por el corazón. Vosotros lo sabéis: las manifestaciones físicas son producidas por Espíritus inferiores, y éstas son de este número. Sin embargo, como lo he dicho, los Espíritus buenos también pueden tomar esa apariencia corporal con un objetivo útil; he hablado en general.
10. ¿Pueden en este estado volverse visibles o invisibles a voluntad? –Resp. Sí, ya que ellos pueden desaparecer cuando quieren.
11. ¿Tienen un poder oculto superior al de los demás hombres? –Resp. Ellos no tienen más que el poder que les da su categoría como Espíritus.
12. ¿Tienen necesidad real de alimentarse? –Resp. No; el cuerpo no es un cuerpo real.
13. Sin embargo el joven de Londres no tenía un cuerpo real, y entretanto almorzó con sus amigos y les dio un apretón de manos. ¿En qué se convirtió la alimentación ingerida? –Resp. Antes de darles un apretón de manos, ¿dónde estaban los dedos que estrechan? ¿Comprendéis que el cuerpo desaparezca? ¿Por qué no podéis concebir que la materia también desaparezca? El cuerpo del joven de Londres no era una realidad, puesto que él estaba en Boulogne; era, por lo tanto, una apariencia; sucedía lo mismo con el alimento que parecía ingerir.
14. Si se tuviese a un ser semejante entre nosotros, ¿sería un bien o un mal? –Resp. Sería preferentemente un mal; además, no se pueden adquirir grandes conocimientos con esos seres. Nosotros no podemos deciros demasiado; esos hechos son excesivamente raros y nunca tienen un carácter de permanencia, especialmente las apariciones corporales instantáneas, como la de Bayonne.
15. El Espíritu familiar protector, ¿toma algunas veces esta forma? –Resp. No; ¿no dispone él de las cuerdas interiores? Las toca más fácilmente de lo que lo haría bajo una forma visible y si lo tomásemos como uno de nuestros semejantes.
16. Preguntan si el conde de Saint-Germain no pertenecía a la categoría de los agéneres. –Resp. No; era un hábil mistificador.
La historia del joven de Londres –relatada en nuestro número de diciembre– es un hecho de bicorporeidad o, dicho de otro modo, de doble presencia, que difiere esencialmente de aquel que abordamos. El agénere no tiene cuerpo vivo en la Tierra; solamente su periespíritu toma una forma palpable. El joven de Londres era perfectamente vivo; mientras que su cuerpo dormía en Boulogne, su Espíritu –envuelto por el periespíritu– fue a Londres, donde tomó una apariencia tangible.
Un hecho casi análogo nos es personal. Mientras estábamos apaciblemente en nuestra cama, uno de nuestros amigos nos vio varias veces en su casa, aunque con una apariencia no tangible, sentado a su lado y conversando con él como de costumbre. Una vez nos vio con bata, otras veces con gabán. Transcribió nuestra conversación y nos la comunicó al día siguiente. Ésta era, como bien se lo supone, concerniente a nuestros trabajos predilectos. Con miras a hacer una experiencia nos ofreció refrescos, y he aquí nuestra respuesta: «No tengo necesidad de ellos, ya que no es mi cuerpo que está aquí; vos lo sabéis, por lo tanto no hay ninguna necesidad de produciros una ilusión». Una circunstancia bastante singular se presentó en esta ocasión. Ya sea por predisposición natural o como resultado de nuestros trabajos intelectuales –serios desde nuestra juventud, y podríamos decir desde la infancia–, el fondo de nuestro carácter siempre ha sido de una extrema seriedad, incluso en la edad en la que no se piensa sino en los placeres. Esta preocupación constante nos da un aspecto de frialdad, incluso de mucha frialdad; es al menos lo que a menudo se nos reprocha; pero bajo este aparente aspecto glacial, el Espíritu siente quizá más vivamente que cuando se encuentra expansivo exteriormente. Ahora bien, en nuestras visitas nocturnas a nuestro amigo, éste se quedó sorprendido por vernos bastante diferente: éramos más efusivo, más comunicativo, casi alegre. Todo respiraba en nosotros la satisfacción y la calma del bienestar. ¿No es esto un efecto del Espíritu desprendido de la materia?
Mi amigo Hermann
Con este título, el Sr. H. Lugner ha publicado en el folletín del Journal des Débats (Periódico de los Debates) del 26 de noviembre de 1858, una espirituosa historia fantástica en el género de Hoffmann, y que a primera vista parecía tener alguna analogía con nuestros agéneres y con los fenómenos de tangibilidad que acabamos de hablar. La extensión de esta historia no nos permite reproducirla por completo; nos limitaremos a hacer un análisis de la misma, haciendo observar que el autor la relata como un hecho del que hubiese sido personalmente testigo, teniendo –dice él– lazos de amistad con el héroe de la aventura. Este héroe, de nombre Hermann, vivía en una pequeña y alejada ciudad de Alemania. «Era –dice el narrador– un lindo muchacho de 25 años, de un aspecto agradable, lleno de nobleza en todos sus movimientos, gracioso y espirituoso en su lenguaje. Era muy instruido y sin la menor pedantería, muy fino y sin malicia, muy cuidadoso de su dignidad y sin la menor arrogancia. En resumen, era perfecto en todo, y más perfecto todavía en tres cosas que en todo el resto: en su amor por la filosofía, en su vocación particular por el vals y en la dulzura de su carácter. Esta dulzura no era debilidad, ni miedo a los otros, ni desconfianza exagerada de sí mismo: era una inclinación natural, una superabundancia de esa milk of human kindness que comúnmente sólo se encuentra en la ficción de los poetas, y de la cual la Naturaleza había concedido a Hermann una dosis no habitual. Contenía y, a la vez, toleraba a sus enemigos con una bondad todopoderosa y superior a los ultrajes; podían herirlo, pero no encolerizarlo. Un día, habiéndole su peluquero quemado la punta de la oreja al rizar sus cabellos, Hermann se apresuró a disculparse, atribuyéndose la culpa y asegurando incluso que él mismo se había movido inoportunamente. Sin embargo, no había sucedido nada de eso, y puedo decirlo a conciencia, porque yo estaba allí y vi claramente que todo ocurrió gracias a la torpeza del peluquero. Hermann ha dado otras señales de la imperturbable bondad de su alma. Escuchaba la lectura de malos versos con un aire angelical y respondía a los epigramas más tontos con cumplidos bien hechos, cuando los Espíritus malévolos usaban contra él sus maldades. Esta inaudita dulzura lo había vuelto célebre; no había mujer que no hubiese dado la vida para vigilar sin tregua el carácter de Hermann, buscando hacerle perder la paciencia al menos una vez en su vida».
«Agregad a todos esos méritos la ventaja de una completa independencia y de una fortuna suficiente como para ser contado entre los más ricos individuos de la ciudad, y difícilmente podréis imaginar que pudiese faltar algo a la felicidad de Hermann. Sin embargo no era feliz, y frecuentemente daba muestras de tristeza... Esto se debía a una singular enfermedad que lo había afligido toda su vida y que hacía mucho tiempo despertaba la curiosidad de su pequeña ciudad».
«Hermann no podía permanecer despierto ni un instante después de la puesta del Sol. Cuando el día se aproximaba a su fin, él era tomado por una languidez insuperable y gradualmente caía en un adormecimiento que nada podía evitar y del cual nadie podía sacarlo. Se acostaba al ponerse el Sol y se levantaba al amanecer; sus costumbres matinales habrían hecho de él un excelente cazador si hubiese podido superar el horror a la sangre y soportar la idea de dar una muerte cruel a criaturas inocentes». He aquí en qué términos, en un momento de desahogo, él explica su situación a su amigo del Journal des Débats:
“Mi querido amigo, vos sabéis a qué enfermedad estoy sujeto y qué sueño invencible me oprime regularmente desde la puesta hasta la salida del Sol. Sobre esto estáis tan instruido como todos y, como todos, habéis escuchado decir que ese sueño parece confundirse con la muerte. Nada es más cierto, y ese prodigio me importaría poco –os lo juro– si la Naturaleza se hubiera contentado en tomar mi cuerpo como objeto de una de sus fantasías. Pero mi alma también es su juguete, y no puedo deciros sin horror la suerte rara y cruel que le ha sido infligida. Cada una de mis noches está ocupada por un sueño, y este sueño se conecta al sueño de la noche anterior con la más fatal claridad. Estos sueños (¡quiera Dios que sean sueños!) se siguen y se encadenan como los acontecimientos de una existencia común que se desarrolla a la faz del Sol y en la compañía de otros hombres. Vivo, pues, dos veces y llevo dos existencias bien diferentes: una transcurre aquí con vosotros y con nuestros amigos; la otra, bien lejos de aquí, con hombres que conozco tan bien como a vosotros, a quienes les hablo como os hablo, y que me tratan de loco –como vosotros vais a hacerlo– cuando hago alusión a otra existencia como aquélla que paso con ellos. Y sin embargo estoy aquí vivo y hablando, sentado cerca vuestro y bien despierto, como realmente pienso; y aquel que pretendiese que nosotros soñamos o que somos sombras, ¿no pasaría a justo título por un insensato? ¡Pues bien!, querido amigo mío, cada uno de esos momentos, cada uno de los actos que ocupa las horas de mi inevitable sueño no es menos real, y cuando estoy por entero en esa otra existencia, es a ésta a la que yo sería tentado a llamar de sueño”.
“Entretanto, aquí no sueño más de lo que sueño allá; vivo alternativamente en los dos lados y yo no podría dudar, aunque mi razón esté extrañamente impresionada, que mi alma anima sucesivamente dos cuerpos y que, de esta manera, lleva al frente dos existencias. ¡Oh, estimado amigo! Si Dios hubiese permitido que ella tuviese en estos dos cuerpos los mismos instintos y la misma conducta, y que allá yo fuese el hombre que conocéis y amáis aquí. Pero no es nada de eso, y quizá no se atreverían a discutir la influencia de lo físico sobre lo moral si se conociera mi historia. En absoluto quiero alabarme, y además el orgullo que podría inspirarme una de mis dos existencias está bien rebajado por la vergüenza que es inseparable de la otra; sin embargo puedo decir, sin vanidad, que aquí soy justamente amado y respetado por todos; elogian mi personalidad y mis modales; me encuentran un aire noble, liberal y distinguido. Como sabéis, amo las letras, la filosofía, las artes, la libertad y todo lo que hace al encanto y a la dignidad de la vida humana; soy compasivo con los desgraciados y no tengo envidia de mi prójimo. Conocéis mi dulzura –que se ha vuelto proverbial–, mi espíritu de justicia, de misericordia y mi insuperable horror a la violencia. Todas esas cualidades que me elevan y me enriquecen aquí, las expío allá por vicios contrarios; la Naturaleza, que aquí me ha colmado de bendiciones, allá ha querido maldecirme. No sólo me ha arrojado a una situación inferior, donde he debido quedarme sin letras y sin cultura, sino que ha dado a este otro cuerpo, que también es el mío, órganos tan groseros y perversos, sentidos tan ciegos y fuertes, inclinaciones y necesidades tales, que mi alma obedece en lugar de comandar y que luego se deja arrastrar por ese cuerpo despótico hacia los más viles desórdenes. Allá soy duro y cobarde, perseguidor de los débiles y servil delante de los fuertes, despiadado y envidioso, naturalmente injusto y violento hasta el delirio. No obstante, soy yo mismo, y por más que me odie y me desprecie, no puedo ignorarme”.
«Hermann se detuvo un instante; su voz estaba trémula y sus ojos empañados de lágrimas. Le dije, intentando sonreír: –Quiero tratar vuestra locura, Hermann, para curarla mejor. Decidme todo; primeramente, ¿dónde transcurre esa otra existencia y con qué nombre sois allá conocido?»
“Me llamo William Parker, respondió él; soy ciudadano de Melbourne, Australia. Es hacia allá, en las antípodas, que vuela mi alma, tan pronto como os deja. Cuando el Sol se pone aquí, ella deja a Hermann inanimado detrás de sí y, cuando el Sol sale allá, viene a darle vida al cuerpo inanimado de Parker. Entonces comienza mi miserable existencia de vagancia, de fraude, de riñas y de mendicidad. Frecuento una mala sociedad y allí soy tenido como uno de los peores; constantemente estoy en lucha con mis compañeros y a menudo tengo el cuchillo en mano; estoy siempre en guerra con la policía y frecuentemente soy forzado a esconderme. Pero todo tiene un término en este mundo, y ese suplicio está llegando a su fin. Felizmente he cometido un crimen. He matado cobarde y brutalmente a una pobre criatura que estaba vinculada a mí. De este modo he llevado al colmo a la indignación pública, ya provocada por mis fechorías. El jurado me ha condenado a muerte y espero mi ejecución. Algunas personas religiosas y humanas han intercedido ante el gobernador para obtener un indulto o al menos una prórroga que me diera tiempo para convertirme. Pero conocen demasiado bien mi naturaleza grosera e intratable. Lo han rechazado, y mañana, o mejor dicho esta noche, seré infaliblemente conducido a la horca”.
«¡Pues bien! –le dije riendo, mucho mejor para vos y para nosotros; es un gran alivio la muerte de ese truhán. Una vez Parker lanzado a la eternidad, Hermann vivirá tranquilo; podrá velar como todo el mundo y quedarse día y noche con nosotros. Esa muerte os curará, querido amigo mío, y le estoy agradecido al gobernador de Melbourne por haber negado el indulto a ese miserable».
“Os equivocáis –me contestó Hermann con una gravedad que me dio pena; moriremos los dos juntos, porque no somos sino uno y, a pesar de nuestras diversidades y de nuestra antipatía natural, sólo tenemos un alma, que será alcanzada de un único golpe, respondiendo en todas las cosas el uno por el otro. ¿Creéis, pues, que Parker aún estaría vivo si Hermann no hubiese sentido que tanto en la muerte como en la vida ellos eran inseparables? ¿Habría yo dudado un instante si hubiese podido arrancar y arrojar al fuego a esa otra existencia, como al ojo maldito del cual hablan las Escrituras? Pero yo estaba tan feliz de vivir aquí que no podía resolverme a morir allá, y mi irresolución duró hasta que la suerte decidió por mí esta terrible cuestión. Ahora todo está terminado, y realmente creed que me despido de vosotros”.
«Al día siguiente se encontró a Hermann muerto en su cama, y algunos meses después los periódicos de Australia anunciaron la noticia de la ejecución de William Parker, con todas las circunstancias descritas por su doble.»
Toda esta historia es contada con una imperturbable sangre fría y en el tono más serio; nada le falta, en los detalles que omitimos, para darle un sello de verdad. En presencia de los extraños fenómenos, de los cuales somos testigos, un hecho de esta naturaleza podría parecer si no real, al menos posible, y relacionarse hasta un cierto punto con aquellos que ya hemos citado. En efecto, ¿no sería análogo al del joven que dormía en Boulogne, mientras que en el mismo instante él conversaba en Londres con sus amigos? ¿No sería similar al de san Antonio de Padua, que en el mismo día en que predicaba en España, aparecía en Padua para salvar la vida de su padre, acusado de asesinato? A primera vista se puede decir que si estos dos últimos hechos son exactos, no es imposible que ese Hermann haya vivido en Australia mientras dormía en Alemania y recíprocamente. Aunque nuestra opinión esté perfectamente establecida al respecto, creímos un deber referirla a nuestros instructores del Más Allá en una de las sesiones de la Sociedad. A esta pregunta: ¿Es real el hecho relatado por el Journal des Débats? Fue respondido: No; es una historia inventada para divertir a los lectores. –Si no es real, ¿es al menos posible? –Resp. No; un alma no puede animar dos cuerpos diferentes.
En efecto, en la historia de Boulogne, aunque el joven se haya mostrado simultáneamente en dos lugares, él tenía realmente un solo cuerpo de carne y hueso que estaba en Boulogne; en Londres no tenía más que la apariencia o periespíritu, tangible, es verdad, pero que no era el propio cuerpo, el cuerpo mortal; él no podría morir en Londres y en Boulogne. Al contrario, Hermann –según la historia– tenía realmente dos cuerpos, puesto que uno fue ahorcado en Melbourne y el otro enterrado en Alemania. De esta manera, la misma alma habría llevado al frente dos existencias, lo que, según los Espíritus, no es posible. Los fenómenos del género del de Boulogne y de san Antonio de Padua, aunque bastante frecuentes, son además siempre accidentales y fortuitos en un individuo, y nunca tienen un carácter de permanencia, mientras que el presunto Hermann era así desde su infancia. Pero la razón más grave de todas es la de la diferencia de caracteres; seguramente, si esos dos individuos no hubiesen tenido una sola y misma alma, ésta no podría ser alternativamente la de un hombre de bien y la de un bandido. Es cierto que el autor se fundamenta en la influencia del organismo; nosotros lo lamentamos si tal es su filosofía, y más aún si busca darle crédito, porque esto sería negar la responsabilidad de los actos; semejante doctrina sería la negación de toda moral, ya que reduciría al hombre al estado de máquina.
«Agregad a todos esos méritos la ventaja de una completa independencia y de una fortuna suficiente como para ser contado entre los más ricos individuos de la ciudad, y difícilmente podréis imaginar que pudiese faltar algo a la felicidad de Hermann. Sin embargo no era feliz, y frecuentemente daba muestras de tristeza... Esto se debía a una singular enfermedad que lo había afligido toda su vida y que hacía mucho tiempo despertaba la curiosidad de su pequeña ciudad».
«Hermann no podía permanecer despierto ni un instante después de la puesta del Sol. Cuando el día se aproximaba a su fin, él era tomado por una languidez insuperable y gradualmente caía en un adormecimiento que nada podía evitar y del cual nadie podía sacarlo. Se acostaba al ponerse el Sol y se levantaba al amanecer; sus costumbres matinales habrían hecho de él un excelente cazador si hubiese podido superar el horror a la sangre y soportar la idea de dar una muerte cruel a criaturas inocentes». He aquí en qué términos, en un momento de desahogo, él explica su situación a su amigo del Journal des Débats:
“Mi querido amigo, vos sabéis a qué enfermedad estoy sujeto y qué sueño invencible me oprime regularmente desde la puesta hasta la salida del Sol. Sobre esto estáis tan instruido como todos y, como todos, habéis escuchado decir que ese sueño parece confundirse con la muerte. Nada es más cierto, y ese prodigio me importaría poco –os lo juro– si la Naturaleza se hubiera contentado en tomar mi cuerpo como objeto de una de sus fantasías. Pero mi alma también es su juguete, y no puedo deciros sin horror la suerte rara y cruel que le ha sido infligida. Cada una de mis noches está ocupada por un sueño, y este sueño se conecta al sueño de la noche anterior con la más fatal claridad. Estos sueños (¡quiera Dios que sean sueños!) se siguen y se encadenan como los acontecimientos de una existencia común que se desarrolla a la faz del Sol y en la compañía de otros hombres. Vivo, pues, dos veces y llevo dos existencias bien diferentes: una transcurre aquí con vosotros y con nuestros amigos; la otra, bien lejos de aquí, con hombres que conozco tan bien como a vosotros, a quienes les hablo como os hablo, y que me tratan de loco –como vosotros vais a hacerlo– cuando hago alusión a otra existencia como aquélla que paso con ellos. Y sin embargo estoy aquí vivo y hablando, sentado cerca vuestro y bien despierto, como realmente pienso; y aquel que pretendiese que nosotros soñamos o que somos sombras, ¿no pasaría a justo título por un insensato? ¡Pues bien!, querido amigo mío, cada uno de esos momentos, cada uno de los actos que ocupa las horas de mi inevitable sueño no es menos real, y cuando estoy por entero en esa otra existencia, es a ésta a la que yo sería tentado a llamar de sueño”.
“Entretanto, aquí no sueño más de lo que sueño allá; vivo alternativamente en los dos lados y yo no podría dudar, aunque mi razón esté extrañamente impresionada, que mi alma anima sucesivamente dos cuerpos y que, de esta manera, lleva al frente dos existencias. ¡Oh, estimado amigo! Si Dios hubiese permitido que ella tuviese en estos dos cuerpos los mismos instintos y la misma conducta, y que allá yo fuese el hombre que conocéis y amáis aquí. Pero no es nada de eso, y quizá no se atreverían a discutir la influencia de lo físico sobre lo moral si se conociera mi historia. En absoluto quiero alabarme, y además el orgullo que podría inspirarme una de mis dos existencias está bien rebajado por la vergüenza que es inseparable de la otra; sin embargo puedo decir, sin vanidad, que aquí soy justamente amado y respetado por todos; elogian mi personalidad y mis modales; me encuentran un aire noble, liberal y distinguido. Como sabéis, amo las letras, la filosofía, las artes, la libertad y todo lo que hace al encanto y a la dignidad de la vida humana; soy compasivo con los desgraciados y no tengo envidia de mi prójimo. Conocéis mi dulzura –que se ha vuelto proverbial–, mi espíritu de justicia, de misericordia y mi insuperable horror a la violencia. Todas esas cualidades que me elevan y me enriquecen aquí, las expío allá por vicios contrarios; la Naturaleza, que aquí me ha colmado de bendiciones, allá ha querido maldecirme. No sólo me ha arrojado a una situación inferior, donde he debido quedarme sin letras y sin cultura, sino que ha dado a este otro cuerpo, que también es el mío, órganos tan groseros y perversos, sentidos tan ciegos y fuertes, inclinaciones y necesidades tales, que mi alma obedece en lugar de comandar y que luego se deja arrastrar por ese cuerpo despótico hacia los más viles desórdenes. Allá soy duro y cobarde, perseguidor de los débiles y servil delante de los fuertes, despiadado y envidioso, naturalmente injusto y violento hasta el delirio. No obstante, soy yo mismo, y por más que me odie y me desprecie, no puedo ignorarme”.
«Hermann se detuvo un instante; su voz estaba trémula y sus ojos empañados de lágrimas. Le dije, intentando sonreír: –Quiero tratar vuestra locura, Hermann, para curarla mejor. Decidme todo; primeramente, ¿dónde transcurre esa otra existencia y con qué nombre sois allá conocido?»
“Me llamo William Parker, respondió él; soy ciudadano de Melbourne, Australia. Es hacia allá, en las antípodas, que vuela mi alma, tan pronto como os deja. Cuando el Sol se pone aquí, ella deja a Hermann inanimado detrás de sí y, cuando el Sol sale allá, viene a darle vida al cuerpo inanimado de Parker. Entonces comienza mi miserable existencia de vagancia, de fraude, de riñas y de mendicidad. Frecuento una mala sociedad y allí soy tenido como uno de los peores; constantemente estoy en lucha con mis compañeros y a menudo tengo el cuchillo en mano; estoy siempre en guerra con la policía y frecuentemente soy forzado a esconderme. Pero todo tiene un término en este mundo, y ese suplicio está llegando a su fin. Felizmente he cometido un crimen. He matado cobarde y brutalmente a una pobre criatura que estaba vinculada a mí. De este modo he llevado al colmo a la indignación pública, ya provocada por mis fechorías. El jurado me ha condenado a muerte y espero mi ejecución. Algunas personas religiosas y humanas han intercedido ante el gobernador para obtener un indulto o al menos una prórroga que me diera tiempo para convertirme. Pero conocen demasiado bien mi naturaleza grosera e intratable. Lo han rechazado, y mañana, o mejor dicho esta noche, seré infaliblemente conducido a la horca”.
«¡Pues bien! –le dije riendo, mucho mejor para vos y para nosotros; es un gran alivio la muerte de ese truhán. Una vez Parker lanzado a la eternidad, Hermann vivirá tranquilo; podrá velar como todo el mundo y quedarse día y noche con nosotros. Esa muerte os curará, querido amigo mío, y le estoy agradecido al gobernador de Melbourne por haber negado el indulto a ese miserable».
“Os equivocáis –me contestó Hermann con una gravedad que me dio pena; moriremos los dos juntos, porque no somos sino uno y, a pesar de nuestras diversidades y de nuestra antipatía natural, sólo tenemos un alma, que será alcanzada de un único golpe, respondiendo en todas las cosas el uno por el otro. ¿Creéis, pues, que Parker aún estaría vivo si Hermann no hubiese sentido que tanto en la muerte como en la vida ellos eran inseparables? ¿Habría yo dudado un instante si hubiese podido arrancar y arrojar al fuego a esa otra existencia, como al ojo maldito del cual hablan las Escrituras? Pero yo estaba tan feliz de vivir aquí que no podía resolverme a morir allá, y mi irresolución duró hasta que la suerte decidió por mí esta terrible cuestión. Ahora todo está terminado, y realmente creed que me despido de vosotros”.
«Al día siguiente se encontró a Hermann muerto en su cama, y algunos meses después los periódicos de Australia anunciaron la noticia de la ejecución de William Parker, con todas las circunstancias descritas por su doble.»
Toda esta historia es contada con una imperturbable sangre fría y en el tono más serio; nada le falta, en los detalles que omitimos, para darle un sello de verdad. En presencia de los extraños fenómenos, de los cuales somos testigos, un hecho de esta naturaleza podría parecer si no real, al menos posible, y relacionarse hasta un cierto punto con aquellos que ya hemos citado. En efecto, ¿no sería análogo al del joven que dormía en Boulogne, mientras que en el mismo instante él conversaba en Londres con sus amigos? ¿No sería similar al de san Antonio de Padua, que en el mismo día en que predicaba en España, aparecía en Padua para salvar la vida de su padre, acusado de asesinato? A primera vista se puede decir que si estos dos últimos hechos son exactos, no es imposible que ese Hermann haya vivido en Australia mientras dormía en Alemania y recíprocamente. Aunque nuestra opinión esté perfectamente establecida al respecto, creímos un deber referirla a nuestros instructores del Más Allá en una de las sesiones de la Sociedad. A esta pregunta: ¿Es real el hecho relatado por el Journal des Débats? Fue respondido: No; es una historia inventada para divertir a los lectores. –Si no es real, ¿es al menos posible? –Resp. No; un alma no puede animar dos cuerpos diferentes.
En efecto, en la historia de Boulogne, aunque el joven se haya mostrado simultáneamente en dos lugares, él tenía realmente un solo cuerpo de carne y hueso que estaba en Boulogne; en Londres no tenía más que la apariencia o periespíritu, tangible, es verdad, pero que no era el propio cuerpo, el cuerpo mortal; él no podría morir en Londres y en Boulogne. Al contrario, Hermann –según la historia– tenía realmente dos cuerpos, puesto que uno fue ahorcado en Melbourne y el otro enterrado en Alemania. De esta manera, la misma alma habría llevado al frente dos existencias, lo que, según los Espíritus, no es posible. Los fenómenos del género del de Boulogne y de san Antonio de Padua, aunque bastante frecuentes, son además siempre accidentales y fortuitos en un individuo, y nunca tienen un carácter de permanencia, mientras que el presunto Hermann era así desde su infancia. Pero la razón más grave de todas es la de la diferencia de caracteres; seguramente, si esos dos individuos no hubiesen tenido una sola y misma alma, ésta no podría ser alternativamente la de un hombre de bien y la de un bandido. Es cierto que el autor se fundamenta en la influencia del organismo; nosotros lo lamentamos si tal es su filosofía, y más aún si busca darle crédito, porque esto sería negar la responsabilidad de los actos; semejante doctrina sería la negación de toda moral, ya que reduciría al hombre al estado de máquina.
Espíritus perturbadores: medios para desembarazarse de ellos
Nos escriben de Gramat (Lot):
«En una casa de la aldea de Coujet, comuna de Bastat (Lot), se escuchan ruidos extraordinarios desde hace aproximadamente dos meses. Al principio eran golpes secos y bastante parecidos con el golpe de una maza sobre el piso, que escuchábamos de todos los lados: bajo los pies, sobre la cabeza, en las puertas, en los muebles; entonces, poco después se oyeron los pasos de un hombre que caminaba con los pies descalzos y el golpeteo de dedos en los vidrios de las ventanas. Los habitantes de la casa se asustaron y mandaron rezar misas; inquieta, la población se dirigió hacia la aldea y escuchó a su vez dichos ruidos; la policía intervino, hizo varias investigaciones, pero el ruido aumentó. Luego fueron puertas abiertas, objetos derribados, sillas arrojadas por la escalera y muebles transportados de la planta baja hasta el desván. Todo lo que os narro –atestiguado por un gran número de personas– ha sucedido en pleno día. La casa no es una casucha antigua, sombría y negra, que sólo por el aspecto hace soñar con fantasmas; es una casa recientemente construida, que es agradable; los propietarios son buenas personas, incapaces de querer engañar a alguien, y muertas de miedo. Sin embargo, muchas personas piensan que allí no hay nada de sobrenatural ni de extraordinario, y tratan de explicarlo todo a través de la Física o de las malas intenciones que ellos atribuyen a los habitantes de la casa. Yo, que he visto y que creo, he resuelto dirigirme a vos para saber cuáles son los Espíritus que hacen ese alboroto y conocer el medio –si es que hay uno– de hacerlos callar. Es un servicio que prestaréis a esas buenas personas, etc...»
Los hechos de esta naturaleza no son raros; todos más o menos se parecen y, por lo general, solamente difieren en su intensidad y en su mayor o menor tenacidad. Inquietan poco cuando se limitan a algunos ruidos sin grandes consecuencias, pero se vuelven una verdadera calamidad cuando adquieren ciertas proporciones. Nuestro honorable corresponsal nos pregunta cuáles son los Espíritus que hacen ese alboroto. La respuesta no deja dudas: se sabe que los Espíritus de un orden muy inferior son los únicos culpables.
Los Espíritus superiores, así como los hombres graves y serios, no se dedican a causar desórdenes como los inferiores. A menudo hemos llamado a éstos para preguntarles el motivo que los lleva a perturbar de esa manera el reposo. La mayoría no tiene otro objetivo que el de divertirse; son más bien Espíritus ligeros que malos, los cuales se ríen del temor que ocasionan y de las búsquedas inútiles que se hacen para descubrir la causa del tumulto. Frecuentemente se obstinan con un individuo al que se complacen en molestar y al que persiguen de casa en casa; otras veces se vinculan a un local sin otro motivo que el de su capricho. Algunas veces también es una venganza que ellos ejercen, como tendremos oportunidad de ver. En ciertos casos su intención es más loable; quieren llamar la atención y ponerse en contacto, ya sea para dar una advertencia útil a la persona a la cual se dirigen o para pedir algo para sí mismos. A menudo hemos visto que piden oraciones; otras veces que solicitan el cumplimiento –en su nombre– de una promesa que no pudieron concretar; en fin, en otras ocasiones, en el interés de su propio reposo, quieren reparar una mala acción cometida por ellos cuando encarnados. En general, se comete una equivocación al asustarse; su presencia puede ser inoportuna, pero no peligrosa. Además, se comprende el deseo que se tiene en desembarazarse de ellos, y para esto se hace generalmente todo lo contrario de lo que sería preciso hacer. Si son Espíritus que se divierten, cuanto más se toma la cosa en serio, más ellos persisten, como los niños traviesos que fastidian cada vez más a aquellos que ven impacientarse, y que hacen temer a los miedosos. Si tomásemos el sabio partido de nosotros mismos reírnos de sus malas pasadas, ellos terminarían por cansarse y por quedarse tranquilos. Conocemos a alguien que, lejos de irritarse, los provocaba, los desafiaba a hacer tal o cual cosa, de manera que al cabo de algunos días no volvieron más. Pero, como ya dijimos, existen otros cuyo motivo es menos frívolo. Es por eso que siempre es útil saber lo que quieren. Si piden algo, podemos estar seguros que cesarán sus visitas desde que su deseo sea satisfecho. La mejor manera de estar informado al respecto es la de evocar al Espíritu por intermedio de un buen médium psicógrafo; en sus respuestas se verá enseguida con quién estamos entrando en relación y, en consecuencia, cómo podremos obrar; si fuere un Espíritu infeliz, la caridad ordena que se lo trate con las consideraciones que merece. Si fuere un bromista de mal gusto, se puede proceder con él sin ceremonia; si fuere malévolo, es necesario orar a Dios para que lo vuelva mejor. En todos los casos, la oración sólo podrá dar buenos resultados. Pero la gravedad de las fórmulas de exorcismo los hace reír y en absoluto las tienen en cuenta. Si podemos entrar en comunicación con ellos, es preciso desconfiar de las calificaciones burlescas o asustadoras que a veces se dan para divertirse con la credulidad ajena.
En muchos casos la dificultad está en no tener un médium a disposición. Entonces es preciso buscar reemplazarlo uno mismo o interrogar directamente al Espíritu, de conformidad con los preceptos que sobre el tema hemos dado en nuestras Instrucciones Prácticas sobre las Manifestaciones.
Esos fenómenos –aunque ejecutados por Espíritus inferiores– son a menudo provocados por Espíritus de un orden más elevado, con el objetivo de convencer acerca de la existencia de seres incorpóreos y de un poder superior al hombre. La repercusión que de esto resulta, el propio miedo que causan, llaman la atención y terminarán por abrir los ojos a los más incrédulos. Éstos encuentran más sencillo atribuir esos fenómenos a la imaginación, explicación muy cómoda y que exime de dar otras; sin embargo, cuando objetos son empujados o arrojados a la cabeza, sería necesaria una imaginación muy complaciente para suponer que semejantes cosas suceden, cuando no suceden. Si observamos un efecto cualquiera, este efecto ha de tener necesariamente una causa; si una fría y calma observación nos demuestra que este efecto es independiente de toda voluntad humana y de toda causa material; si además de eso nos da señales evidentes de inteligencia y de libre voluntad, lo que constituye la señal más característica, somos bien forzados a atribuirlo a una inteligencia oculta. ¿Cuáles son esos seres misteriosos? Es lo que los estudios espíritas nos enseñan de la manera más incontestable, por los medios que nos da para comunicarse con ellos. Además, estos estudios nos enseñan a separar lo que es real de lo que es falso o exagerado en los fenómenos de los cuales no nos damos cuenta. Si un efecto insólito se produce: ruido, movimiento, incluso una aparición, el primer pensamiento que se debe tener es que se deba a una causa natural, porque es lo más probable; entonces, es preciso buscar esta causa con el mayor cuidado, y no admitir la intervención de los Espíritus sino con pleno conocimiento de la misma; éste es el medio de no hacerse ilusiones.
«En una casa de la aldea de Coujet, comuna de Bastat (Lot), se escuchan ruidos extraordinarios desde hace aproximadamente dos meses. Al principio eran golpes secos y bastante parecidos con el golpe de una maza sobre el piso, que escuchábamos de todos los lados: bajo los pies, sobre la cabeza, en las puertas, en los muebles; entonces, poco después se oyeron los pasos de un hombre que caminaba con los pies descalzos y el golpeteo de dedos en los vidrios de las ventanas. Los habitantes de la casa se asustaron y mandaron rezar misas; inquieta, la población se dirigió hacia la aldea y escuchó a su vez dichos ruidos; la policía intervino, hizo varias investigaciones, pero el ruido aumentó. Luego fueron puertas abiertas, objetos derribados, sillas arrojadas por la escalera y muebles transportados de la planta baja hasta el desván. Todo lo que os narro –atestiguado por un gran número de personas– ha sucedido en pleno día. La casa no es una casucha antigua, sombría y negra, que sólo por el aspecto hace soñar con fantasmas; es una casa recientemente construida, que es agradable; los propietarios son buenas personas, incapaces de querer engañar a alguien, y muertas de miedo. Sin embargo, muchas personas piensan que allí no hay nada de sobrenatural ni de extraordinario, y tratan de explicarlo todo a través de la Física o de las malas intenciones que ellos atribuyen a los habitantes de la casa. Yo, que he visto y que creo, he resuelto dirigirme a vos para saber cuáles son los Espíritus que hacen ese alboroto y conocer el medio –si es que hay uno– de hacerlos callar. Es un servicio que prestaréis a esas buenas personas, etc...»
Los hechos de esta naturaleza no son raros; todos más o menos se parecen y, por lo general, solamente difieren en su intensidad y en su mayor o menor tenacidad. Inquietan poco cuando se limitan a algunos ruidos sin grandes consecuencias, pero se vuelven una verdadera calamidad cuando adquieren ciertas proporciones. Nuestro honorable corresponsal nos pregunta cuáles son los Espíritus que hacen ese alboroto. La respuesta no deja dudas: se sabe que los Espíritus de un orden muy inferior son los únicos culpables.
Los Espíritus superiores, así como los hombres graves y serios, no se dedican a causar desórdenes como los inferiores. A menudo hemos llamado a éstos para preguntarles el motivo que los lleva a perturbar de esa manera el reposo. La mayoría no tiene otro objetivo que el de divertirse; son más bien Espíritus ligeros que malos, los cuales se ríen del temor que ocasionan y de las búsquedas inútiles que se hacen para descubrir la causa del tumulto. Frecuentemente se obstinan con un individuo al que se complacen en molestar y al que persiguen de casa en casa; otras veces se vinculan a un local sin otro motivo que el de su capricho. Algunas veces también es una venganza que ellos ejercen, como tendremos oportunidad de ver. En ciertos casos su intención es más loable; quieren llamar la atención y ponerse en contacto, ya sea para dar una advertencia útil a la persona a la cual se dirigen o para pedir algo para sí mismos. A menudo hemos visto que piden oraciones; otras veces que solicitan el cumplimiento –en su nombre– de una promesa que no pudieron concretar; en fin, en otras ocasiones, en el interés de su propio reposo, quieren reparar una mala acción cometida por ellos cuando encarnados. En general, se comete una equivocación al asustarse; su presencia puede ser inoportuna, pero no peligrosa. Además, se comprende el deseo que se tiene en desembarazarse de ellos, y para esto se hace generalmente todo lo contrario de lo que sería preciso hacer. Si son Espíritus que se divierten, cuanto más se toma la cosa en serio, más ellos persisten, como los niños traviesos que fastidian cada vez más a aquellos que ven impacientarse, y que hacen temer a los miedosos. Si tomásemos el sabio partido de nosotros mismos reírnos de sus malas pasadas, ellos terminarían por cansarse y por quedarse tranquilos. Conocemos a alguien que, lejos de irritarse, los provocaba, los desafiaba a hacer tal o cual cosa, de manera que al cabo de algunos días no volvieron más. Pero, como ya dijimos, existen otros cuyo motivo es menos frívolo. Es por eso que siempre es útil saber lo que quieren. Si piden algo, podemos estar seguros que cesarán sus visitas desde que su deseo sea satisfecho. La mejor manera de estar informado al respecto es la de evocar al Espíritu por intermedio de un buen médium psicógrafo; en sus respuestas se verá enseguida con quién estamos entrando en relación y, en consecuencia, cómo podremos obrar; si fuere un Espíritu infeliz, la caridad ordena que se lo trate con las consideraciones que merece. Si fuere un bromista de mal gusto, se puede proceder con él sin ceremonia; si fuere malévolo, es necesario orar a Dios para que lo vuelva mejor. En todos los casos, la oración sólo podrá dar buenos resultados. Pero la gravedad de las fórmulas de exorcismo los hace reír y en absoluto las tienen en cuenta. Si podemos entrar en comunicación con ellos, es preciso desconfiar de las calificaciones burlescas o asustadoras que a veces se dan para divertirse con la credulidad ajena.
En muchos casos la dificultad está en no tener un médium a disposición. Entonces es preciso buscar reemplazarlo uno mismo o interrogar directamente al Espíritu, de conformidad con los preceptos que sobre el tema hemos dado en nuestras Instrucciones Prácticas sobre las Manifestaciones.
Esos fenómenos –aunque ejecutados por Espíritus inferiores– son a menudo provocados por Espíritus de un orden más elevado, con el objetivo de convencer acerca de la existencia de seres incorpóreos y de un poder superior al hombre. La repercusión que de esto resulta, el propio miedo que causan, llaman la atención y terminarán por abrir los ojos a los más incrédulos. Éstos encuentran más sencillo atribuir esos fenómenos a la imaginación, explicación muy cómoda y que exime de dar otras; sin embargo, cuando objetos son empujados o arrojados a la cabeza, sería necesaria una imaginación muy complaciente para suponer que semejantes cosas suceden, cuando no suceden. Si observamos un efecto cualquiera, este efecto ha de tener necesariamente una causa; si una fría y calma observación nos demuestra que este efecto es independiente de toda voluntad humana y de toda causa material; si además de eso nos da señales evidentes de inteligencia y de libre voluntad, lo que constituye la señal más característica, somos bien forzados a atribuirlo a una inteligencia oculta. ¿Cuáles son esos seres misteriosos? Es lo que los estudios espíritas nos enseñan de la manera más incontestable, por los medios que nos da para comunicarse con ellos. Además, estos estudios nos enseñan a separar lo que es real de lo que es falso o exagerado en los fenómenos de los cuales no nos damos cuenta. Si un efecto insólito se produce: ruido, movimiento, incluso una aparición, el primer pensamiento que se debe tener es que se deba a una causa natural, porque es lo más probable; entonces, es preciso buscar esta causa con el mayor cuidado, y no admitir la intervención de los Espíritus sino con pleno conocimiento de la misma; éste es el medio de no hacerse ilusiones.
Disertación del Más Allá - La infancia
Comunicación espontánea del Sr. Nélo, médium, leída en la Sociedad el 14 de enero de 1859.
No conocéis el secreto que en su inocencia esconden los niños; no sabéis lo que son, lo que han sido ni lo que serán; y, sin embargo, los amáis, los queréis como si fuesen una parte de vosotros mismos, de tal modo que el amor de una madre por sus hijos es considerado como el mayor amor que un ser puede sentir por otro ser. ¿De dónde viene ese dulce afecto, esa tierna benevolencia que hasta los extraños sienten por un niño? ¿Lo sabéis? No; pues esto es lo que voy a explicaros.
Los niños son seres que Dios envía a nuevas existencias; y para que no se les pueda imponer una severidad demasiado grande, Él les da todas las apariencias de la inocencia; incluso en un niño de mala índole, se cubren sus acciones malas con la no conciencia de sus actos. Esta inocencia no es una superioridad real sobre lo que eran antes; no, es la imagen de lo que deberían ser, y si no lo son, únicamente sobre ellos ha de recaer la pena.
Pero no sólo por ellos Dios les ha dado ese aspecto; es también –y sobre todo– por sus padres, cuyo amor es necesario a la fragilidad infantil, y este amor se vería singularmente debilitado frente a un carácter desabrido y brusco, mientras que al creer que sus hijos son buenos y dúctiles, les dan todo su afecto y los rodean de los más delicados cuidados. Pero cuando los niños no tienen más necesidad de esta protección, de esta asistencia que les ha sido dada durante quince a veinte años, su carácter real e individual reaparece en toda su desnudez: continúan siendo buenos si eran fundamentalmente buenos, pero siempre reflejando matices que estaban ocultos en la primera infancia.
Ya veis que los caminos de Dios son siempre los mejores, y que cuando se tiene el corazón puro, la explicación de ello es fácil de concebir.
En efecto, tened en cuenta que el Espíritu del niño que nace entre vosotros puede venir de un mundo en que haya adquirido hábitos completamente diferentes; ¿cómo querríais que permaneciese en vuestro medio ese nuevo ser, que viene con pasiones totalmente diferentes de las que poseéis, con inclinaciones y gustos enteramente opuestos a los vuestros? ¿Cómo querríais que se incorporase a vuestras filas de modo diferente del que Dios ha querido, es decir, por el tamiz de la infancia? En ésta vienen a confundirse todos los pensamientos, todos los caracteres, todas las variedades de seres engendrados por esa multitud de mundos en los cuales crecen las criaturas. Y vosotros mismos, al morir, os encontraréis en una especie de infancia en medio de nuevos hermanos; y en vuestra nueva existencia no terrenal, ignoraréis los hábitos, las costumbres y las relaciones de ese mundo nuevo para vosotros; manejaréis con dificultad un lenguaje que no estáis habituados a usar, lenguaje aún más vivo de lo que es hoy vuestro pensamiento.
La infancia tiene todavía otra utilidad; los Espíritus no entran en la vida corporal sino para perfeccionarse, para mejorarse; la fragilidad de la niñez los vuelve flexibles, accesibles a los consejos de la experiencia y a aquellos que deben hacerlos progresar; es entonces que se puede reformar su carácter y reprimir sus malas tendencias: tal es el deber que Dios ha confiado a sus padres, misión sagrada por la que habrán de responder.
De esta manera la infancia no sólo es útil, necesaria e indispensable, sino que también es la consecuencia natural de las leyes que Dios ha establecido y que rigen el Universo.
Nota – Llamamos la atención de nuestros lectores sobre esta notable disertación, cuyo alto alcance filosófico será fácilmente comprendido. ¡Cuán bella y grandiosa es esta solidaridad que existe entre todos los mundos! ¡Qué más apropiado que esto para darnos una idea de la bondad y de la majestad de Dios! La humanidad crece con tales pensamientos, mientras que se la empequeñece si se la reduce a las mezquinas proporciones de nuestra vida efímera y de nuestro imperceptible mundo entre los mundos.
Los niños son seres que Dios envía a nuevas existencias; y para que no se les pueda imponer una severidad demasiado grande, Él les da todas las apariencias de la inocencia; incluso en un niño de mala índole, se cubren sus acciones malas con la no conciencia de sus actos. Esta inocencia no es una superioridad real sobre lo que eran antes; no, es la imagen de lo que deberían ser, y si no lo son, únicamente sobre ellos ha de recaer la pena.
Pero no sólo por ellos Dios les ha dado ese aspecto; es también –y sobre todo– por sus padres, cuyo amor es necesario a la fragilidad infantil, y este amor se vería singularmente debilitado frente a un carácter desabrido y brusco, mientras que al creer que sus hijos son buenos y dúctiles, les dan todo su afecto y los rodean de los más delicados cuidados. Pero cuando los niños no tienen más necesidad de esta protección, de esta asistencia que les ha sido dada durante quince a veinte años, su carácter real e individual reaparece en toda su desnudez: continúan siendo buenos si eran fundamentalmente buenos, pero siempre reflejando matices que estaban ocultos en la primera infancia.
Ya veis que los caminos de Dios son siempre los mejores, y que cuando se tiene el corazón puro, la explicación de ello es fácil de concebir.
En efecto, tened en cuenta que el Espíritu del niño que nace entre vosotros puede venir de un mundo en que haya adquirido hábitos completamente diferentes; ¿cómo querríais que permaneciese en vuestro medio ese nuevo ser, que viene con pasiones totalmente diferentes de las que poseéis, con inclinaciones y gustos enteramente opuestos a los vuestros? ¿Cómo querríais que se incorporase a vuestras filas de modo diferente del que Dios ha querido, es decir, por el tamiz de la infancia? En ésta vienen a confundirse todos los pensamientos, todos los caracteres, todas las variedades de seres engendrados por esa multitud de mundos en los cuales crecen las criaturas. Y vosotros mismos, al morir, os encontraréis en una especie de infancia en medio de nuevos hermanos; y en vuestra nueva existencia no terrenal, ignoraréis los hábitos, las costumbres y las relaciones de ese mundo nuevo para vosotros; manejaréis con dificultad un lenguaje que no estáis habituados a usar, lenguaje aún más vivo de lo que es hoy vuestro pensamiento.
La infancia tiene todavía otra utilidad; los Espíritus no entran en la vida corporal sino para perfeccionarse, para mejorarse; la fragilidad de la niñez los vuelve flexibles, accesibles a los consejos de la experiencia y a aquellos que deben hacerlos progresar; es entonces que se puede reformar su carácter y reprimir sus malas tendencias: tal es el deber que Dios ha confiado a sus padres, misión sagrada por la que habrán de responder.
De esta manera la infancia no sólo es útil, necesaria e indispensable, sino que también es la consecuencia natural de las leyes que Dios ha establecido y que rigen el Universo.
Nota – Llamamos la atención de nuestros lectores sobre esta notable disertación, cuyo alto alcance filosófico será fácilmente comprendido. ¡Cuán bella y grandiosa es esta solidaridad que existe entre todos los mundos! ¡Qué más apropiado que esto para darnos una idea de la bondad y de la majestad de Dios! La humanidad crece con tales pensamientos, mientras que se la empequeñece si se la reduce a las mezquinas proporciones de nuestra vida efímera y de nuestro imperceptible mundo entre los mundos.
Correspondencia
Loudéac, 20 de diciembre de 1858.
Sr. Allan Kardec,
Me congratulo por haberme puesto en contacto con vos para el género de estudio al cual nos entregamos mutuamente. Hace más de veinte años que me ocupo de una obra que debería intitularse: Estudio sobre los Gérmenes. Esta obra debía ser especialmente fisiológica; sin embargo, mi intención era demostrar la insuficiencia del sistema de Bichat, que no admite sino la vida orgánica y la vida de relación. Yo quería probar que existe un tercer modo de existencia que sobrevive a los otros dos, en estado no orgánico. Este tercer modo no es otro que el de la vida anímica o espírita, como la llamáis. En una palabra, es el germen primitivo que engendra a los dos otros modos de existencia: el orgánico y el de relación. También quería demostrar que los gérmenes son de naturaleza fluídica, biodinámicos, que se atraen, que son indestructibles, autógenos y en número definido, ya sea en nuestro planeta como en todos los medios circunscritos. Cuando apareció Terre et Ciel, de Jean Reynaud, fui obligado a modificar mis convicciones. Reconocí que mi sistema era demasiado limitado, y admití con él que los astros, por el intercambio de electricidad que pueden establecer recíprocamente, deben necesariamente –por esas diversas corrientes eléctricas– favorecer la transmigración de los gérmenes o Espíritus de la misma naturaleza fluídica.
Cuando se habló de las mesas giratorias, enseguida me entregué a esta práctica y conseguí resultados tales que no tuve más ninguna duda sobre esas manifestaciones. Luego comprendí que había llegado el momento en que el mundo invisible iba a volverse visible y tangible y que, desde entonces, marchábamos hacia una revolución sin precedentes en las Ciencias y en la Filosofía. Sin embargo, yo estaba lejos de esperar que un periódico espírita pudiera establecerse tan rápido y mantenerse en Francia. Hoy, Sr., gracias a vuestra perseverancia, es un hecho adquirido, y este hecho es de un gran alcance. Estoy lejos de creer que las dificultades estén vencidas; encontraréis bastantes obstáculos y sufriréis muchas injurias, pero al final de cuentas, la verdad se abrirá paso; se llegará a reconocer la exactitud de la observación de nuestro célebre profesor Gay-Lussac, que nos decía en su Curso, con respecto a los cuerpos imponderables e invisibles, que estas expresiones eran inexactas, y que solamente constataban nuestra impotencia en el estado actual de la Ciencia; agregó que sería más lógico llamarlos no ponderosos. Sucede lo mismo con la visibilidad y la tangibilidad; lo que no es visible para uno, lo es para otro, incluso a simple vista, como por ejemplo: los sensitivos; en fin, la audición, el olfato y el gusto –que no son más que modificaciones de la propiedad tangible– son nulos en el hombre en comparación con los del perro, con los del águila y con los de diversos animales. Por lo tanto, nada hay de absoluto en esas propiedades que se multiplican según los organismos. Nada hay de invisible, de intangible, de imponderable: todo puede ser visto, tocado o pesado cuando nuestros órganos –que son nuestros primeros y más preciosos instrumentos– se vuelvan más sutiles.
A tantas experiencias a las que ya habéis recurrido para constatar nuestro tercer modo de existencia (la vida espírita), os pido que agreguéis la siguiente: tened a bien magnetizar a un ciego de nacimiento, y en el estado sonambúlico dirigidle una serie de preguntas sobre las formas y los colores. Si el sensitivo es lúcido, os probará de una manera perentoria que sobre esas cosas tiene conocimientos que sólo podría haber adquirido en una o en varias existencias anteriores.
Termino, Sr., rogando que aceptéis mis más sinceras felicitaciones por el género de estudios al cual os consagráis. Como nunca he tenido miedo de manifestar mis opiniones, podéis incluir mi carta en vuestra Revista, si así lo juzgáis de utilidad.
Vuestro servidor muy devoto,
MORHÉRY, Doctor en Medicina.
Sr. Allan Kardec,
Me congratulo por haberme puesto en contacto con vos para el género de estudio al cual nos entregamos mutuamente. Hace más de veinte años que me ocupo de una obra que debería intitularse: Estudio sobre los Gérmenes. Esta obra debía ser especialmente fisiológica; sin embargo, mi intención era demostrar la insuficiencia del sistema de Bichat, que no admite sino la vida orgánica y la vida de relación. Yo quería probar que existe un tercer modo de existencia que sobrevive a los otros dos, en estado no orgánico. Este tercer modo no es otro que el de la vida anímica o espírita, como la llamáis. En una palabra, es el germen primitivo que engendra a los dos otros modos de existencia: el orgánico y el de relación. También quería demostrar que los gérmenes son de naturaleza fluídica, biodinámicos, que se atraen, que son indestructibles, autógenos y en número definido, ya sea en nuestro planeta como en todos los medios circunscritos. Cuando apareció Terre et Ciel, de Jean Reynaud, fui obligado a modificar mis convicciones. Reconocí que mi sistema era demasiado limitado, y admití con él que los astros, por el intercambio de electricidad que pueden establecer recíprocamente, deben necesariamente –por esas diversas corrientes eléctricas– favorecer la transmigración de los gérmenes o Espíritus de la misma naturaleza fluídica.
Cuando se habló de las mesas giratorias, enseguida me entregué a esta práctica y conseguí resultados tales que no tuve más ninguna duda sobre esas manifestaciones. Luego comprendí que había llegado el momento en que el mundo invisible iba a volverse visible y tangible y que, desde entonces, marchábamos hacia una revolución sin precedentes en las Ciencias y en la Filosofía. Sin embargo, yo estaba lejos de esperar que un periódico espírita pudiera establecerse tan rápido y mantenerse en Francia. Hoy, Sr., gracias a vuestra perseverancia, es un hecho adquirido, y este hecho es de un gran alcance. Estoy lejos de creer que las dificultades estén vencidas; encontraréis bastantes obstáculos y sufriréis muchas injurias, pero al final de cuentas, la verdad se abrirá paso; se llegará a reconocer la exactitud de la observación de nuestro célebre profesor Gay-Lussac, que nos decía en su Curso, con respecto a los cuerpos imponderables e invisibles, que estas expresiones eran inexactas, y que solamente constataban nuestra impotencia en el estado actual de la Ciencia; agregó que sería más lógico llamarlos no ponderosos. Sucede lo mismo con la visibilidad y la tangibilidad; lo que no es visible para uno, lo es para otro, incluso a simple vista, como por ejemplo: los sensitivos; en fin, la audición, el olfato y el gusto –que no son más que modificaciones de la propiedad tangible– son nulos en el hombre en comparación con los del perro, con los del águila y con los de diversos animales. Por lo tanto, nada hay de absoluto en esas propiedades que se multiplican según los organismos. Nada hay de invisible, de intangible, de imponderable: todo puede ser visto, tocado o pesado cuando nuestros órganos –que son nuestros primeros y más preciosos instrumentos– se vuelvan más sutiles.
A tantas experiencias a las que ya habéis recurrido para constatar nuestro tercer modo de existencia (la vida espírita), os pido que agreguéis la siguiente: tened a bien magnetizar a un ciego de nacimiento, y en el estado sonambúlico dirigidle una serie de preguntas sobre las formas y los colores. Si el sensitivo es lúcido, os probará de una manera perentoria que sobre esas cosas tiene conocimientos que sólo podría haber adquirido en una o en varias existencias anteriores.
Termino, Sr., rogando que aceptéis mis más sinceras felicitaciones por el género de estudios al cual os consagráis. Como nunca he tenido miedo de manifestar mis opiniones, podéis incluir mi carta en vuestra Revista, si así lo juzgáis de utilidad.
Vuestro servidor muy devoto,
Nota – Nos sentimos muy felices con la autorización que el Dr. Morhéry consintió en darnos para publicar su notable carta que acabamos de leer. La misma prueba que, al lado del hombre de Ciencia, en él existe el hombre juicioso que ve algo más allá de nuestras sensaciones y que sabe hacer el sacrificio de sus opiniones personales en presencia de la evidencia. En él la convicción no es una fe ciega, sino razonada; es la deducción lógica del sabio que no cree saberlo todo.
Las mil y dos noches de los cuentos árabes
Dictada por el Espíritu Frédéric Soulié
(TERCER Y ÚLTIMO ARTÍCULO)
VII
–Levantaos, le dijo Nureddin, y seguidme. Nazara se arrojó llorosa a sus pies, implorando gracia. –No hay piedad para semejante falta, dijo el supuesto sultán; preparaos para morir. Nureddin sufría mucho por tener que hablarle de esta manera, pero juzgó que no era conveniente darse a conocer en ese momento.
Al ver que era imposible doblegarlo, Nazara lo siguió temblando. Ellos regresaron a las habitaciones; allí Nureddin dijo a Nazara que fuese a ponerse ropas más convenientes; después que terminó de arreglarse, y sin otra explicación, le dijo que irían –él y Ozara, el enano– a conducirla a un suburbio de Bagdad donde ella encontraría su merecido. Los tres se cubrieron de grandes mantos para no ser reconocidos y salieron del palacio. Pero, ¡qué terror! Así que atravesaron las puertas, cambiaron de aspecto a los ojos de Nazara; no eran el sultán y Ozara, ni los mercaderes de ropas, sino el propio Nureddin y Tanaple; ellos estaban tan asustados –sobre todo Nazara– de verse tan cerca de la morada del sultán, que avivaron el paso por miedo a ser reconocidos.
Ni bien entraron en el palacio de Nureddin, su propiedad fue cercada por una multitud de hombres, de esclavos y de tropas, enviadas por el sultán para detenerlos.
Al primer ruido, Nureddin, Nazara y el enano se refugiaron en la habitación más retirada del palacio. Allí, el enano les dijo que no tuvieran miedo y que sólo tenían que hacer una cosa para no ser capturados: ponerse en la boca el dedo meñique de la mano izquierda y silbar tres veces; que Nazara debía hacer lo mismo y que al instante ellos se volverían invisibles para todos aquellos que quisiesen prenderlos.
El ruido continuaba aumentando de una manera alarmante; Nazara y Nureddin siguieron el consejo de Tanaple, y cuando los soldados entraron en la habitación la encontraron vacía, retirándose después de haber hecho minuciosas búsquedas. Entonces el enano dijo a Nureddin que hiciese lo contrario de lo que habían hecho: es decir, ponerse en la boca el dedo meñique de la mano derecha y silbar tres veces; ellos lo hicieron y enseguida volvieron a ser lo que eran antes.
Luego el enano les hizo notar que no se encontraban seguros en aquella casa y que debían dejarla por algún tiempo, a fin de aplacar la cólera del sultán. En consecuencia, Tanaple se ofreció para conducirlos a su propio palacio subterráneo –donde estarían más tranquilos–, en cuanto serían encontrados los medios de arreglar todo para que pudiesen regresar sin temor a Bagdad, y en las mejores condiciones posibles.
Al haber descendido al jardín y comido la naranja de la manera indicada, ellos se encontraron súbitamente elevados a una altura prodigiosa; después experimentaron una fuerte sacudida y un gran frío, sintiendo que descendían en gran velocidad. No vieron nada durante el trayecto, pero cuando tuvieron conciencia de su situación, se encontraban bajo tierra en un magnífico palacio iluminado por más de veinte mil velas.
Dejemos a nuestros enamorados en el palacio subterráneo y volvamos a nuestro enano que habíamos dejado en casa de Nureddin. Vimos que el sultán había enviado soldados para prender a los fugitivos; después de haber examinado los más recónditos rincones de la habitación, así como los jardines, y al no haber encontrado nada, fueron forzados a regresar y a rendir cuentas al sultán de su infructuosa gestión.
Tanaple los había acompañado a lo largo de todo el camino; él los miraba con un aire jocoso, y de vez en cuando les preguntaba cuál era el precio que el sultán daría a quien le entregase los dos fugitivos. –Si el sultán, agregaba, está dispuesto a concederme una hora de audiencia, le diré algo que lo ha de apaciguar, y quedará encantado de verse libre de una mujer como Nazara, que tiene un mal genio y que haría recaer sobre el sultán todas las desgracias posibles si ella permaneciera algunas lunas más. El jefe de los eunucos le prometió dar el recado y transmitirle la respuesta del sultán.
Ni bien hubieron entrado al palacio, cuando el jefe de los negros vino a decirle que su señor lo esperaba, previniéndolo no obstante de que sería empalado si se presentase con imposturas.
Nuestro pequeño monstruo se apresuró a dirigirse al palacio del sultán. Al llegar ante este hombre duro y severo, como es costumbre se inclinó tres veces delante de los príncipes de Bagdad.
–¿Qué tienes tú que decirme? –preguntó el sultán. Sabes lo que te espera si no dices la verdad. Habla: te escucho.
«Gran Espíritu, Luna celestial, tríada de Soles, yo solamente digo la verdad. Nazara es hija del Hada Negra y del genio Gran Serpiente de los Infiernos. Su presencia en tu palacio te traería todas las plagas imaginables: lluvia de serpientes, eclipse de sol, luna azul que impide los amores de la noche; en fin, todos tus deseos serían contrariados e incluso tus mujeres envejecerían antes de que una luna haya pasado. Yo podría darte una prueba de lo que hablo; sé dónde se encuentra Nazara; si quieres iré a buscarla y podrás convencerte por ti mismo. Sólo hay un medio de evitar esas desgracias: dársela a Nureddin. Él tampoco es lo que piensas: es hijo de la hechicera Manuza y del genio Peñón de Diamante. Si tú los unes, Manuza –en reconocimiento– te protegerá; si te niegas... ¡Pobre príncipe! Me compadezco de ti. Haz la prueba; después decidirás».
El sultán escuchó con bastante calma el discurso de Tanaple; pero luego enseguida llamó a una tropa de hombres armados y les ordenó aprisionar al pequeño monstruo hasta que un acontecimiento lo convenciera de lo que acababa de escuchar.
Pensaba –dice Tanaple– que estuviese relacionándome con un gran príncipe; pero veo que me he equivocado y dejo a los genios el cuidado de vengar a sus hijos. Dicho esto, siguió a los que habían venido a encarcelarlo.
No os diré que el sultán se quedó muy calmo: lejos de eso; temblaba como una hoja de naranjo que Eolo hubiese sacudido. Al aproximarse el gigante, mandó cerrar todas las puertas y ordenó a todos sus soldados que estuviesen preparados –armas en mano– para defender a su príncipe. Pero, ¡qué estupefacción! Al acercarse el gigante todas las puertas se abrieron, como empujadas por una mano secreta; luego, gravemente, el gigante avanzó hacia el sultán, sin haber hecho una señal y sin decir una palabra. Al verlo, el sultán se puso de rodillas, rogó al gigante que lo perdonase y que le dijera lo que exigía.
«¡Príncipe! –dijo el gigante, no soy de decir muchas cosas en la primera vez; apenas te advierto. Haz lo que Tanaple te aconsejó, y nuestra protección te será asegurada; de otro modo, sufrirás las consecuencias de tu obstinación». Dicho esto, se retiró.
Al principio, el sultán se quedó muy asustado; pero al cabo de un cuarto de hora se recuperó de su perturbación, y lejos de seguir los consejos de Tanaple, mandó inmediatamente publicar un edicto que prometía una magnífica recompensa a quien pudiese ponerlo en el rastro de los fugitivos; después, al haber puesto guardias en las puertas del palacio, esperó pacientemente. Pero su paciencia no duró mucho, o por lo menos no le dio tiempo para ponerla a prueba. A partir del segundo día apareció a las puertas de la ciudad un ejército que parecía haber salido de abajo de la tierra; los soldados estaban vestidos con pieles de topos y tenían armaduras de caparazón de tortuga, llevando mazas hechas de pedazos de rocas.
Al aproximarse, los guardias quisieron poner resistencia, pero el formidable aspecto del ejército los hizo enseguida bajar las armas; abrieron las puertas sin hablar, sin romper filas, y la tropa enemiga se dirigió peligrosamente hasta el palacio. El sultán quiso resistir a la entrada de sus aposentos; pero, para su gran sorpresa, sus guardias se habían dormido y las puertas se abrieron solas; después el jefe del ejército avanzó con paso firme hasta los pies del sultán y le dijo:
«He venido a decirte que Tanaple, al ver tu testarudez, nos ha enviado para buscarte; en lugar de ser sultán de un pueblo que no sabes gobernar, vamos a llevarte con los topos; tú mismo te volverás un topo y serás un sultán peludo. Ve si esto te conviene más o si prefieres hacer lo que Tanaple te ordenó; te doy diez minutos para reflexionar».
Ahora que el destino de nuestros enamorados estaba completamente asegurado, volvamos a ellos. Recordemos que los habíamos dejado en el palacio subterráneo.
Después de algunos minutos, embelesados y deslumbrados por el aspecto de las maravillas que los rodeaban, quisieron visitar el palacio y sus alrededores. Ellos vieron jardines encantadores. Y, ¡cosa singular!, allí se veía casi tan claro como a cielo descubierto. Se acercaron al palacio: todas las puertas estaban abiertas y había preparativos para una gran fiesta. A la puerta estaba una dama magníficamente vestida. Al principio, nuestros fugitivos no la reconocieron; pero al aproximarse más, observaron que era Manuza, la hechicera, totalmente transformada; no era más aquella mujer vieja, sucia y decrépita: ya era una mujer de cierta edad, pero aún bella y de gran clase.
«Nureddin –le dijo ella–, te he prometido ayuda y asistencia. Hoy voy a cumplir mi promesa; tus males llegan al fin y vas a recibir el precio de tu constancia: Nazara va a ser tu esposa; además de eso, te doy este palacio; vivirás aquí y serás el rey de un pueblo de valientes y reconocidos súbditos; ellos son dignos de ti, como tú eres digno de reinar sobre ellos».
A estas palabras se escuchó una música armoniosa; de todos los lados surgió una innumerable multitud de hombres y mujeres en trajes de fiesta; dicha multitud era encabezada por grandes señores y por grandes damas que vinieron a postrarse a los pies de Nureddin; le ofrecieron una corona de oro engastada de diamantes, diciéndole que lo reconocían como su rey; que ese trono le pertenecía como siendo el heredero de su padre; que estaban bajo un encanto desde hacía 400 años por la voluntad de magos malvados, y que ese encanto solamente debería terminar con la presencia de Nureddin. Enseguida hicieron un largo discurso sobre sus virtudes y las de Nazara.
Entonces Manuza le dijo: –Sois felices, nada más tengo que hacer aquí. Si necesitáis de mí, golpead la estatua que está en el centro de vuestro jardín y vendré al instante. Luego ella desapareció.
Nureddin y Nazara querían retenerla por más tiempo, para agradecerle toda la bondad para con ellos. Después de pasar algunos momentos conversando, volvieron con sus súbditos; las fiestas y los regocijos duraron ocho días. Su reino fue largo y feliz; ellos vivieron miles de años, e incluso puedo deciros que aún viven; sólo que su país no ha sido encontrado, o mejor dicho, nunca ha sido muy conocido.
Al ver que era imposible doblegarlo, Nazara lo siguió temblando. Ellos regresaron a las habitaciones; allí Nureddin dijo a Nazara que fuese a ponerse ropas más convenientes; después que terminó de arreglarse, y sin otra explicación, le dijo que irían –él y Ozara, el enano– a conducirla a un suburbio de Bagdad donde ella encontraría su merecido. Los tres se cubrieron de grandes mantos para no ser reconocidos y salieron del palacio. Pero, ¡qué terror! Así que atravesaron las puertas, cambiaron de aspecto a los ojos de Nazara; no eran el sultán y Ozara, ni los mercaderes de ropas, sino el propio Nureddin y Tanaple; ellos estaban tan asustados –sobre todo Nazara– de verse tan cerca de la morada del sultán, que avivaron el paso por miedo a ser reconocidos.
Ni bien entraron en el palacio de Nureddin, su propiedad fue cercada por una multitud de hombres, de esclavos y de tropas, enviadas por el sultán para detenerlos.
Al primer ruido, Nureddin, Nazara y el enano se refugiaron en la habitación más retirada del palacio. Allí, el enano les dijo que no tuvieran miedo y que sólo tenían que hacer una cosa para no ser capturados: ponerse en la boca el dedo meñique de la mano izquierda y silbar tres veces; que Nazara debía hacer lo mismo y que al instante ellos se volverían invisibles para todos aquellos que quisiesen prenderlos.
El ruido continuaba aumentando de una manera alarmante; Nazara y Nureddin siguieron el consejo de Tanaple, y cuando los soldados entraron en la habitación la encontraron vacía, retirándose después de haber hecho minuciosas búsquedas. Entonces el enano dijo a Nureddin que hiciese lo contrario de lo que habían hecho: es decir, ponerse en la boca el dedo meñique de la mano derecha y silbar tres veces; ellos lo hicieron y enseguida volvieron a ser lo que eran antes.
Luego el enano les hizo notar que no se encontraban seguros en aquella casa y que debían dejarla por algún tiempo, a fin de aplacar la cólera del sultán. En consecuencia, Tanaple se ofreció para conducirlos a su propio palacio subterráneo –donde estarían más tranquilos–, en cuanto serían encontrados los medios de arreglar todo para que pudiesen regresar sin temor a Bagdad, y en las mejores condiciones posibles.
VIII
Nureddin dudaba, pero Nazara le rogó tanto que él terminó por consentir. El enano les indicó que fuesen al jardín para comer una naranja con el rostro dirigido hacia el Sol naciente, y que entonces ellos serían transportados sin percibirlo. Tuvieron un aire de duda, pero Tanaple les dijo que no entendía sus dudas después de lo que había hecho por ellos.Al haber descendido al jardín y comido la naranja de la manera indicada, ellos se encontraron súbitamente elevados a una altura prodigiosa; después experimentaron una fuerte sacudida y un gran frío, sintiendo que descendían en gran velocidad. No vieron nada durante el trayecto, pero cuando tuvieron conciencia de su situación, se encontraban bajo tierra en un magnífico palacio iluminado por más de veinte mil velas.
Dejemos a nuestros enamorados en el palacio subterráneo y volvamos a nuestro enano que habíamos dejado en casa de Nureddin. Vimos que el sultán había enviado soldados para prender a los fugitivos; después de haber examinado los más recónditos rincones de la habitación, así como los jardines, y al no haber encontrado nada, fueron forzados a regresar y a rendir cuentas al sultán de su infructuosa gestión.
Tanaple los había acompañado a lo largo de todo el camino; él los miraba con un aire jocoso, y de vez en cuando les preguntaba cuál era el precio que el sultán daría a quien le entregase los dos fugitivos. –Si el sultán, agregaba, está dispuesto a concederme una hora de audiencia, le diré algo que lo ha de apaciguar, y quedará encantado de verse libre de una mujer como Nazara, que tiene un mal genio y que haría recaer sobre el sultán todas las desgracias posibles si ella permaneciera algunas lunas más. El jefe de los eunucos le prometió dar el recado y transmitirle la respuesta del sultán.
Ni bien hubieron entrado al palacio, cuando el jefe de los negros vino a decirle que su señor lo esperaba, previniéndolo no obstante de que sería empalado si se presentase con imposturas.
Nuestro pequeño monstruo se apresuró a dirigirse al palacio del sultán. Al llegar ante este hombre duro y severo, como es costumbre se inclinó tres veces delante de los príncipes de Bagdad.
–¿Qué tienes tú que decirme? –preguntó el sultán. Sabes lo que te espera si no dices la verdad. Habla: te escucho.
«Gran Espíritu, Luna celestial, tríada de Soles, yo solamente digo la verdad. Nazara es hija del Hada Negra y del genio Gran Serpiente de los Infiernos. Su presencia en tu palacio te traería todas las plagas imaginables: lluvia de serpientes, eclipse de sol, luna azul que impide los amores de la noche; en fin, todos tus deseos serían contrariados e incluso tus mujeres envejecerían antes de que una luna haya pasado. Yo podría darte una prueba de lo que hablo; sé dónde se encuentra Nazara; si quieres iré a buscarla y podrás convencerte por ti mismo. Sólo hay un medio de evitar esas desgracias: dársela a Nureddin. Él tampoco es lo que piensas: es hijo de la hechicera Manuza y del genio Peñón de Diamante. Si tú los unes, Manuza –en reconocimiento– te protegerá; si te niegas... ¡Pobre príncipe! Me compadezco de ti. Haz la prueba; después decidirás».
El sultán escuchó con bastante calma el discurso de Tanaple; pero luego enseguida llamó a una tropa de hombres armados y les ordenó aprisionar al pequeño monstruo hasta que un acontecimiento lo convenciera de lo que acababa de escuchar.
Pensaba –dice Tanaple– que estuviese relacionándome con un gran príncipe; pero veo que me he equivocado y dejo a los genios el cuidado de vengar a sus hijos. Dicho esto, siguió a los que habían venido a encarcelarlo.
IX
Tanaple estaba en prisión desde hacía apenas algunas horas, cuando una nube de color sombrío cubrió el Sol, como si un velo hubiese querido ocultarlo a la Tierra; después se escuchó un gran ruido, y de una montaña ubicada a la entrada de la ciudad salió un gigante armado, que se dirigió hacia el palacio del sultán.No os diré que el sultán se quedó muy calmo: lejos de eso; temblaba como una hoja de naranjo que Eolo hubiese sacudido. Al aproximarse el gigante, mandó cerrar todas las puertas y ordenó a todos sus soldados que estuviesen preparados –armas en mano– para defender a su príncipe. Pero, ¡qué estupefacción! Al acercarse el gigante todas las puertas se abrieron, como empujadas por una mano secreta; luego, gravemente, el gigante avanzó hacia el sultán, sin haber hecho una señal y sin decir una palabra. Al verlo, el sultán se puso de rodillas, rogó al gigante que lo perdonase y que le dijera lo que exigía.
«¡Príncipe! –dijo el gigante, no soy de decir muchas cosas en la primera vez; apenas te advierto. Haz lo que Tanaple te aconsejó, y nuestra protección te será asegurada; de otro modo, sufrirás las consecuencias de tu obstinación». Dicho esto, se retiró.
Al principio, el sultán se quedó muy asustado; pero al cabo de un cuarto de hora se recuperó de su perturbación, y lejos de seguir los consejos de Tanaple, mandó inmediatamente publicar un edicto que prometía una magnífica recompensa a quien pudiese ponerlo en el rastro de los fugitivos; después, al haber puesto guardias en las puertas del palacio, esperó pacientemente. Pero su paciencia no duró mucho, o por lo menos no le dio tiempo para ponerla a prueba. A partir del segundo día apareció a las puertas de la ciudad un ejército que parecía haber salido de abajo de la tierra; los soldados estaban vestidos con pieles de topos y tenían armaduras de caparazón de tortuga, llevando mazas hechas de pedazos de rocas.
Al aproximarse, los guardias quisieron poner resistencia, pero el formidable aspecto del ejército los hizo enseguida bajar las armas; abrieron las puertas sin hablar, sin romper filas, y la tropa enemiga se dirigió peligrosamente hasta el palacio. El sultán quiso resistir a la entrada de sus aposentos; pero, para su gran sorpresa, sus guardias se habían dormido y las puertas se abrieron solas; después el jefe del ejército avanzó con paso firme hasta los pies del sultán y le dijo:
«He venido a decirte que Tanaple, al ver tu testarudez, nos ha enviado para buscarte; en lugar de ser sultán de un pueblo que no sabes gobernar, vamos a llevarte con los topos; tú mismo te volverás un topo y serás un sultán peludo. Ve si esto te conviene más o si prefieres hacer lo que Tanaple te ordenó; te doy diez minutos para reflexionar».
X
El sultán hubiera querido resistir; pero para su felicidad, después de algunos momentos de reflexión, consintió en hacer lo que se le exigía; solamente quiso poner una condición: que los fugitivos no habitasen en su reino. Esto le fue prometido, y al instante –sin saber de qué lado ni cómo– el ejército desapareció a sus ojos.Ahora que el destino de nuestros enamorados estaba completamente asegurado, volvamos a ellos. Recordemos que los habíamos dejado en el palacio subterráneo.
Después de algunos minutos, embelesados y deslumbrados por el aspecto de las maravillas que los rodeaban, quisieron visitar el palacio y sus alrededores. Ellos vieron jardines encantadores. Y, ¡cosa singular!, allí se veía casi tan claro como a cielo descubierto. Se acercaron al palacio: todas las puertas estaban abiertas y había preparativos para una gran fiesta. A la puerta estaba una dama magníficamente vestida. Al principio, nuestros fugitivos no la reconocieron; pero al aproximarse más, observaron que era Manuza, la hechicera, totalmente transformada; no era más aquella mujer vieja, sucia y decrépita: ya era una mujer de cierta edad, pero aún bella y de gran clase.
«Nureddin –le dijo ella–, te he prometido ayuda y asistencia. Hoy voy a cumplir mi promesa; tus males llegan al fin y vas a recibir el precio de tu constancia: Nazara va a ser tu esposa; además de eso, te doy este palacio; vivirás aquí y serás el rey de un pueblo de valientes y reconocidos súbditos; ellos son dignos de ti, como tú eres digno de reinar sobre ellos».
A estas palabras se escuchó una música armoniosa; de todos los lados surgió una innumerable multitud de hombres y mujeres en trajes de fiesta; dicha multitud era encabezada por grandes señores y por grandes damas que vinieron a postrarse a los pies de Nureddin; le ofrecieron una corona de oro engastada de diamantes, diciéndole que lo reconocían como su rey; que ese trono le pertenecía como siendo el heredero de su padre; que estaban bajo un encanto desde hacía 400 años por la voluntad de magos malvados, y que ese encanto solamente debería terminar con la presencia de Nureddin. Enseguida hicieron un largo discurso sobre sus virtudes y las de Nazara.
Entonces Manuza le dijo: –Sois felices, nada más tengo que hacer aquí. Si necesitáis de mí, golpead la estatua que está en el centro de vuestro jardín y vendré al instante. Luego ella desapareció.
Nureddin y Nazara querían retenerla por más tiempo, para agradecerle toda la bondad para con ellos. Después de pasar algunos momentos conversando, volvieron con sus súbditos; las fiestas y los regocijos duraron ocho días. Su reino fue largo y feliz; ellos vivieron miles de años, e incluso puedo deciros que aún viven; sólo que su país no ha sido encontrado, o mejor dicho, nunca ha sido muy conocido.