Usted esta en:
Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861 > Septiembre
Septiembre
El estilo es el hombre
Polémica entre varios Espíritus
(Sociedad Espírita de París)
En la sesión de la Sociedad del 19 de julio de 1861, el Espíritu Lamennais dio espontáneamente la siguiente disertación sobre el aforismo de Buffon: El estilo es el hombre, a través del Sr. A. Didier, médium. Al sentirse atacado, el Espíritu Buffon hizo su réplica algunos días más tarde por intermedio del Sr. d’Ambel. Después, sucesivamente, el vizconde Delaunay (Madame Delphine de Girardin), Bernardin de Saint-Pierre y otros salieron a campo. Es esta polémica, tan curiosa como instructiva, que reproducimos por completo. Ha de notarse que la misma no ha sido provocada ni premeditada, y que cada Espíritu vino espontáneamente a participar de ella; Lamennais abrió el debate y los otros lo continuaron.
(Sociedad Espírita de París)
En la sesión de la Sociedad del 19 de julio de 1861, el Espíritu Lamennais dio espontáneamente la siguiente disertación sobre el aforismo de Buffon: El estilo es el hombre, a través del Sr. A. Didier, médium. Al sentirse atacado, el Espíritu Buffon hizo su réplica algunos días más tarde por intermedio del Sr. d’Ambel. Después, sucesivamente, el vizconde Delaunay (Madame Delphine de Girardin), Bernardin de Saint-Pierre y otros salieron a campo. Es esta polémica, tan curiosa como instructiva, que reproducimos por completo. Ha de notarse que la misma no ha sido provocada ni premeditada, y que cada Espíritu vino espontáneamente a participar de ella; Lamennais abrió el debate y los otros lo continuaron.
Disertación de Lamennais
(Médium: Sr. A. Didier)
Hay en el hombre un fenómeno muy extraño, al que llamaré el fenómeno de los contrastes; ante todo, me refiero a las naturalezas de élite. En efecto, las encontraréis en el mundo de los Espíritus cuyas obras poderosas contrastan extrañamente con la vida privada y con los hábitos de sus autores. El Sr. de Buffon ha dicho: El estilo es el hombre; infelizmente, ese gran señor del estilo y de la elegancia ha visto a todos los autores desde su exclusivo punto de vista. Lo que podía perfectamente aplicarse a él está lejos de ser aplicable a todos los otros escritores. Tomaremos aquí la palabra estilo en el sentido más amplio y en toda su acepción. A mi entender, el estilo será la manera grandiosa, la forma más pura con la cual el hombre explicará sus ideas. Por lo tanto, todo el genio humano está aquí delante nuestro, y de un vistazo contemplamos todas las obras de la inteligencia humana: poesía en el arte, en la literatura y en la Ciencia. Lejos de decir como Buffon: El estilo es el hombre, diremos –tal vez de una manera menos concisa y menos formulada– que el hombre, por su naturaleza cambiante, difusa, contradictoria y rebelde, escribe a menudo contrariamente a su naturaleza original y a sus primeras inspiraciones; diré inclusive más: a sus creencias.
Frecuentemente, al leer las obras de algunos grandes genios de un siglo o de otro, nosotros nos decimos: ¡Qué pureza! ¡Qué sensibilidad! ¡Qué creencia profunda en el progreso! ¡Qué grandeza! Después nos enteramos que el autor, lejos de ser el autor moral de sus obras, no es más que el autor material, imbuido de prejuicios y de ideas preconcebidas. Hay ahí un gran fenómeno, no solamente humano, sino espírita.
Por lo tanto, muy a menudo el hombre no se refleja en sus obras; diremos también: ¡cuántos poetas debilitados, agobiados, y cuántos artistas desilusionados sienten que de repente una chispa divina ilumina a veces su inteligencia! ¡Ah! Es que entonces el hombre escucha algo que no proviene de sí mismo; él escucha lo que el profeta Isaías llamaba el pequeño soplo, y que nosotros llamamos los Espíritus. Sí, sienten en ellos esa voz sagrada, pero al olvidarse de Dios y de su luz, la atribuyen a sí mismos; reciben la gracia en el arte como otros la reciben en la fe, y algunas veces ella toca a los que pretenden negarla.
LAMENNAIS
(Médium: Sr. A. Didier)
Hay en el hombre un fenómeno muy extraño, al que llamaré el fenómeno de los contrastes; ante todo, me refiero a las naturalezas de élite. En efecto, las encontraréis en el mundo de los Espíritus cuyas obras poderosas contrastan extrañamente con la vida privada y con los hábitos de sus autores. El Sr. de Buffon ha dicho: El estilo es el hombre; infelizmente, ese gran señor del estilo y de la elegancia ha visto a todos los autores desde su exclusivo punto de vista. Lo que podía perfectamente aplicarse a él está lejos de ser aplicable a todos los otros escritores. Tomaremos aquí la palabra estilo en el sentido más amplio y en toda su acepción. A mi entender, el estilo será la manera grandiosa, la forma más pura con la cual el hombre explicará sus ideas. Por lo tanto, todo el genio humano está aquí delante nuestro, y de un vistazo contemplamos todas las obras de la inteligencia humana: poesía en el arte, en la literatura y en la Ciencia. Lejos de decir como Buffon: El estilo es el hombre, diremos –tal vez de una manera menos concisa y menos formulada– que el hombre, por su naturaleza cambiante, difusa, contradictoria y rebelde, escribe a menudo contrariamente a su naturaleza original y a sus primeras inspiraciones; diré inclusive más: a sus creencias.
Frecuentemente, al leer las obras de algunos grandes genios de un siglo o de otro, nosotros nos decimos: ¡Qué pureza! ¡Qué sensibilidad! ¡Qué creencia profunda en el progreso! ¡Qué grandeza! Después nos enteramos que el autor, lejos de ser el autor moral de sus obras, no es más que el autor material, imbuido de prejuicios y de ideas preconcebidas. Hay ahí un gran fenómeno, no solamente humano, sino espírita.
Por lo tanto, muy a menudo el hombre no se refleja en sus obras; diremos también: ¡cuántos poetas debilitados, agobiados, y cuántos artistas desilusionados sienten que de repente una chispa divina ilumina a veces su inteligencia! ¡Ah! Es que entonces el hombre escucha algo que no proviene de sí mismo; él escucha lo que el profeta Isaías llamaba el pequeño soplo, y que nosotros llamamos los Espíritus. Sí, sienten en ellos esa voz sagrada, pero al olvidarse de Dios y de su luz, la atribuyen a sí mismos; reciben la gracia en el arte como otros la reciben en la fe, y algunas veces ella toca a los que pretenden negarla.
Réplica de Buffon
(Médium: Sr. d’Ambel)
Se ha dicho que yo era un gentilhombre de las letras, y que mi estilo repulido olía a pólvora y a tabaco de España; ¿no es la consagración más cierta de esta verdad: El estilo es el hombre? Aunque se haya exagerado un poco al representarme con la espada al lado y con la pluma en la mano, confieso que me gustaban las cosas bellas, las vestimentas adornadas con lentejuelas, los tejidos finos y las ropas vistosas, en una palabra, todo lo que era elegante y delicado. Por consiguiente, era muy natural que siempre me vistiese con elegancia; es por eso que mi estilo lleva el sello del buen tono, ese perfume de buenos modales que se encuentra igualmente en nuestra gran Sévigné. ¡Qué queréis! Siempre he preferido las tertulias y los pequeños salones literarios a los cabarés y a las turbas de bajo nivel. Permitidme, pues, a pesar de la opinión emitida por vuestro contemporáneo Lamennais, mantener mi juicioso aforismo, apoyándolo en algunos ejemplos tomados entre vuestros autores y filósofos modernos.
Uno de los infortunios de vuestro tiempo es que muchos han hecho oficio de su pluma; pero dejemos a esos artesanos de la pluma que, semejantes a los artesanos de la palabra, escriben indiferentemente en pro o en contra de una idea según quien les paga, y gritan conforme a la época: ¡Viva el rey! ¡Viva la Liga! Dejémoslos; para mí, éstos no son autores serios.
Veamos, abate: no os ofendáis si os tomo como ejemplo; vuestra vida, mal valorada, ¿no está siempre reflejada en vuestras obras? Y De l’indifférence en matière de religion a vuestras Paroles d’un croyant, ¡qué contraste, como decís! No obstante, vuestro tono doctoral es tan categórico, tan absoluto, sea en una como en otra de dichas obras. Abate, convengamos que sois bilioso y que destiláis vuestra bilis en amargas lamentaciones en todas las bellas páginas que habéis dejado. Ya sea de redingote abotonado o de sotana, habéis quedado desclasificado, mi pobre Lamennais. Vamos, no os enfadéis, mas concordad conmigo que el estilo es el hombre.
Si paso de Lamennais a Scribe, el hombre feliz se refleja en las tranquilas y apacibles comedias de costumbres. Él es alegre, feliz y sensible: siembra la sensibilidad, la alegría y la felicidad en sus obras. En él nunca hay drama ni sangre; sólo algunos duelos sin peligro, a fin de punir al traidor y al culpable.
Ved luego a Eugène Sue, el autor de Les Mystères de Paris. Él es fuerte como su príncipe Rodolphe y, como éste, aprieta con su guante amarillo la mano callosa del obrero; como él, también es el abogado de las causas populares.
Ved a vuestro errabundo Dumas, desperdiciando su vida como su inteligencia, yendo tan fácilmente del polo sur al polo norte como sus famosos mosqueteros; actuando de conquistador con Garibaldi y yendo de la intimidad del duque de Orleáns a la de los mendigos napolitanos, haciendo novelas con la Historia y poniendo la Historia en novelas.
Ved las orgullosas obras de Víctor Hugo, el prototipo del orgullo encarnado. Yo, yo, dice el poeta Hugo; yo, yo, dice Hugo en su isla rocosa de Jersey.
Ved a Murger, el poeta de las costumbres sencillas, representando minuciosamente su papel en esa bohemia que él ha declamado. Ved a Nerval, con colores extraños, con un estilo adornado y deshilvanado, haciendo fantasía con su vida, como lo hizo con su pluma. ¡Cuántos dejo –y de los mejores–, como Soulié y Balzac, cuyas vidas y obras siguen caminos paralelos! Pero creo que estos ejemplos os bastarán para que no rechacéis de manera tan absoluta mi aforismo: El estilo es el hombre.
Estimado abate, ¿no habréis confundido la forma y el fondo, el estilo y el pensamiento? Pero aún así, todo está relacionado.
BUFFON
(Médium: Sr. d’Ambel)
Se ha dicho que yo era un gentilhombre de las letras, y que mi estilo repulido olía a pólvora y a tabaco de España; ¿no es la consagración más cierta de esta verdad: El estilo es el hombre? Aunque se haya exagerado un poco al representarme con la espada al lado y con la pluma en la mano, confieso que me gustaban las cosas bellas, las vestimentas adornadas con lentejuelas, los tejidos finos y las ropas vistosas, en una palabra, todo lo que era elegante y delicado. Por consiguiente, era muy natural que siempre me vistiese con elegancia; es por eso que mi estilo lleva el sello del buen tono, ese perfume de buenos modales que se encuentra igualmente en nuestra gran Sévigné. ¡Qué queréis! Siempre he preferido las tertulias y los pequeños salones literarios a los cabarés y a las turbas de bajo nivel. Permitidme, pues, a pesar de la opinión emitida por vuestro contemporáneo Lamennais, mantener mi juicioso aforismo, apoyándolo en algunos ejemplos tomados entre vuestros autores y filósofos modernos.
Uno de los infortunios de vuestro tiempo es que muchos han hecho oficio de su pluma; pero dejemos a esos artesanos de la pluma que, semejantes a los artesanos de la palabra, escriben indiferentemente en pro o en contra de una idea según quien les paga, y gritan conforme a la época: ¡Viva el rey! ¡Viva la Liga! Dejémoslos; para mí, éstos no son autores serios.
Veamos, abate: no os ofendáis si os tomo como ejemplo; vuestra vida, mal valorada, ¿no está siempre reflejada en vuestras obras? Y De l’indifférence en matière de religion a vuestras Paroles d’un croyant, ¡qué contraste, como decís! No obstante, vuestro tono doctoral es tan categórico, tan absoluto, sea en una como en otra de dichas obras. Abate, convengamos que sois bilioso y que destiláis vuestra bilis en amargas lamentaciones en todas las bellas páginas que habéis dejado. Ya sea de redingote abotonado o de sotana, habéis quedado desclasificado, mi pobre Lamennais. Vamos, no os enfadéis, mas concordad conmigo que el estilo es el hombre.
Si paso de Lamennais a Scribe, el hombre feliz se refleja en las tranquilas y apacibles comedias de costumbres. Él es alegre, feliz y sensible: siembra la sensibilidad, la alegría y la felicidad en sus obras. En él nunca hay drama ni sangre; sólo algunos duelos sin peligro, a fin de punir al traidor y al culpable.
Ved luego a Eugène Sue, el autor de Les Mystères de Paris. Él es fuerte como su príncipe Rodolphe y, como éste, aprieta con su guante amarillo la mano callosa del obrero; como él, también es el abogado de las causas populares.
Ved a vuestro errabundo Dumas, desperdiciando su vida como su inteligencia, yendo tan fácilmente del polo sur al polo norte como sus famosos mosqueteros; actuando de conquistador con Garibaldi y yendo de la intimidad del duque de Orleáns a la de los mendigos napolitanos, haciendo novelas con la Historia y poniendo la Historia en novelas.
Ved las orgullosas obras de Víctor Hugo, el prototipo del orgullo encarnado. Yo, yo, dice el poeta Hugo; yo, yo, dice Hugo en su isla rocosa de Jersey.
Ved a Murger, el poeta de las costumbres sencillas, representando minuciosamente su papel en esa bohemia que él ha declamado. Ved a Nerval, con colores extraños, con un estilo adornado y deshilvanado, haciendo fantasía con su vida, como lo hizo con su pluma. ¡Cuántos dejo –y de los mejores–, como Soulié y Balzac, cuyas vidas y obras siguen caminos paralelos! Pero creo que estos ejemplos os bastarán para que no rechacéis de manera tan absoluta mi aforismo: El estilo es el hombre.
Estimado abate, ¿no habréis confundido la forma y el fondo, el estilo y el pensamiento? Pero aún así, todo está relacionado.
Preguntas dirigidas a Buffon sobre su comunicación
–Preg. Os agradecemos por la espirituosa comunicación que habéis tenido a bien darnos; pero hay algo que nos sorprende: que estáis al tanto de los mínimos detalles de nuestra literatura, apreciando las obras y los autores con notable precisión. Entonces, ¿aún os ocupáis con lo que sucede en la Tierra, ya que tenéis conocimiento al respecto? ¿Leéis, pues, todo lo que se publica? Tened a bien darnos una explicación sobre esto, que será muy útil para nuestra instrucción.
–Resp. No necesitamos mucho tiempo para leer y apreciar; de un solo vistazo percibimos el conjunto de las obras que llaman nuestra atención. Todos nosotros nos ocupamos con mucho interés por vuestro apreciado Grupo, y no imagináis cuántos hombres a los que llamáis eminentes siguen con benevolencia el progreso del Espiritismo. De esta manera, podéis evaluar cuán feliz me sentí al ver que mi nombre era pronunciado por uno de vuestros fieles Espíritus –Lamennais– y con qué satisfacción aproveché la ocasión para comunicarme con vos. En efecto, cuando fui cuestionado en vuestra última sesión, recibí –por así decirlo– la repercusión de vuestro pensamiento; y no queriendo que la verdad que yo había proclamado en mis escritos fuese objetada sin ser defendida, solicité a Erasto para que permitiera comunicarme a través de su médium, a fin de responder a las aserciones de Lamennais. Por otro lado, debéis comprender que cada uno de nosotros permanece fiel a sus preferencias terrenas; es por eso que nosotros, los escritores, estamos atentos al progreso que los autores encarnados realizan o piensan realizar en la Literatura. Así como los Jouffroy, los Laroque, los Laromiguière se preocupan con la Filosofía, y los Lavoisier, los Berzelius, los Thénard con la Química, cada uno cultiva su proyecto favorito y recuerda sus trabajos con amor, siguiendo con una mirada inquieta lo que hacen sus sucesores.
–Preg. En pocas palabras habéis hecho la apreciación de varios escritores contemporáneos, encarnados o desencarnados; estaríamos muy agradecidos si nos dieseis, sobre algunos, una apreciación un poco más desarrollada; sería un trabajo continuado, muy útil para nosotros. Para comenzar, solicitamos que nos habléis de Bernardin de Saint-Pierre, y sobre todo de su Paul et Virginie, cuya lectura vos habíais condenado y que, sin embargo, se volvió una de las obras más populares.
–Resp. No puedo emprender aquí el desarrollo crítico de las obras de Bernardin de Saint-Pierre. Pero en cuanto a mi apreciación de entonces, puedo confesarlo hoy: yo era como el Sr. Josse, arrimaba el ascua a mi sardina; en una palabra, fiel al espíritu de confraternidad literaria, yo criticaba mordazmente –lo mejor que podía– a un inoportuno e importante competidor. Más tarde os daré mi verdadera apreciación sobre ese eminente escritor, en caso de que un Espíritu realmente crítico, como Merle o Geoffroy, no se encargue de hacerlo.
BUFFON
–Preg. Os agradecemos por la espirituosa comunicación que habéis tenido a bien darnos; pero hay algo que nos sorprende: que estáis al tanto de los mínimos detalles de nuestra literatura, apreciando las obras y los autores con notable precisión. Entonces, ¿aún os ocupáis con lo que sucede en la Tierra, ya que tenéis conocimiento al respecto? ¿Leéis, pues, todo lo que se publica? Tened a bien darnos una explicación sobre esto, que será muy útil para nuestra instrucción.
–Resp. No necesitamos mucho tiempo para leer y apreciar; de un solo vistazo percibimos el conjunto de las obras que llaman nuestra atención. Todos nosotros nos ocupamos con mucho interés por vuestro apreciado Grupo, y no imagináis cuántos hombres a los que llamáis eminentes siguen con benevolencia el progreso del Espiritismo. De esta manera, podéis evaluar cuán feliz me sentí al ver que mi nombre era pronunciado por uno de vuestros fieles Espíritus –Lamennais– y con qué satisfacción aproveché la ocasión para comunicarme con vos. En efecto, cuando fui cuestionado en vuestra última sesión, recibí –por así decirlo– la repercusión de vuestro pensamiento; y no queriendo que la verdad que yo había proclamado en mis escritos fuese objetada sin ser defendida, solicité a Erasto para que permitiera comunicarme a través de su médium, a fin de responder a las aserciones de Lamennais. Por otro lado, debéis comprender que cada uno de nosotros permanece fiel a sus preferencias terrenas; es por eso que nosotros, los escritores, estamos atentos al progreso que los autores encarnados realizan o piensan realizar en la Literatura. Así como los Jouffroy, los Laroque, los Laromiguière se preocupan con la Filosofía, y los Lavoisier, los Berzelius, los Thénard con la Química, cada uno cultiva su proyecto favorito y recuerda sus trabajos con amor, siguiendo con una mirada inquieta lo que hacen sus sucesores.
–Preg. En pocas palabras habéis hecho la apreciación de varios escritores contemporáneos, encarnados o desencarnados; estaríamos muy agradecidos si nos dieseis, sobre algunos, una apreciación un poco más desarrollada; sería un trabajo continuado, muy útil para nosotros. Para comenzar, solicitamos que nos habléis de Bernardin de Saint-Pierre, y sobre todo de su Paul et Virginie, cuya lectura vos habíais condenado y que, sin embargo, se volvió una de las obras más populares.
–Resp. No puedo emprender aquí el desarrollo crítico de las obras de Bernardin de Saint-Pierre. Pero en cuanto a mi apreciación de entonces, puedo confesarlo hoy: yo era como el Sr. Josse, arrimaba el ascua a mi sardina; en una palabra, fiel al espíritu de confraternidad literaria, yo criticaba mordazmente –lo mejor que podía– a un inoportuno e importante competidor. Más tarde os daré mi verdadera apreciación sobre ese eminente escritor, en caso de que un Espíritu realmente crítico, como Merle o Geoffroy, no se encargue de hacerlo.
Defensa de Lamennais por el vizconde Delaunay
(Médium: Sr. d’Ambel)
Nota – En la conversación que tuvo lugar en la Sociedad sobre las comunicaciones precedentes, el nombre de Madame de Girardin fue pronunciado por ocasión del tema en debate, aunque no haya sido mencionada por los Espíritus interlocutores; es lo que explica el comienzo de la nueva partícipe.
–Señores espíritas: en vuestras últimas sesiones me pusisteis un poco en causa, y creo que me habéis dado el derecho –como se dice en los tribunales– de participar en la discusión del asunto. Ha sido con placer que he escuchado la profunda disertación de Lamennais y la respuesta un poco vivaz del Sr. de Buffon; pero falta una conclusión a este debate. Por lo tanto, intervengo y me erijo en juez de campo, amparada en mi autoridad particular. Además, pedíais a un crítico. Os respondo: aceptad, en fin, mis servicios. Recordad que, cuando encarnada, desempeñé –de manera considerada magistral– ese temible puesto de crítico ejecutivo, y me agrada muchísimo volver a ese terreno tan amado. Ahora bien, había una vez... Pero no, dejemos a un lado las banalidades del género y entremos seriamente en la materia.
Sr. de Buffon: usáis la ironía de una manera graciosa; se ve que procedéis del gran siglo. Pero por más elegante escritor que seáis, un vizconde de mi linaje no tiene miedo de aceptar el desafío y de medirse con vos. ¡Vamos, mi gentilhombre! ¡Fuisteis muy duro con el pobre Lamennais, que habéis tratado como un desclasificado! ¿Es culpa de ese genio extraviado si, después de haber escrito con una mano de maestro ese estudio espléndido que le reprocháis, se haya dirigido hacia otras regiones, hacia otras creencias? Ciertamente, las páginas de Indiferencia en materia de religión serían firmadas con ambas manos por los mejores prosistas de la Iglesia; pero si esas páginas permanecieron de pie, a pesar del sacerdote haber sido derribado, ¿no conocéis la causa de ello, vos que sois tan riguroso? ¡Ah! Observad a Roma, acordaos de sus costumbres disolutas y tendréis la clave de ese súbito cambio de opinión que os ha sorprendido. ¡Bah! ¡Roma está tan lejos de París!
Los filósofos, los investigadores del pensamiento, todos esos incansables estudiosos del yo psicológico, nunca deben ser confundidos con los que aparentan ser escritores; éstos escriben para los placeres del público; aquéllos, para la ciencia profunda. Estos últimos solamente se preocupan con la verdad, mientras que los otros no se jactan de ser lógicos: mantienen la apariencia. En suma, lo que éstos buscan es lo que vos mismo buscabais, mi buen señor, es decir, la fama, la popularidad y el éxito, resumidos en la moneda contante y sonante. Además, salvo esto, vuestra espirituosa respuesta es muy verdadera como para que yo no la aplauda con gusto; sólo que vos hacéis responsable al individuo, mientras que yo responsabilizo al medio social. En fin, tenía que defender a mi contemporáneo que –como bien lo sabéis– no frecuentó fiestas, ni cabarés, ni saloncitos, ni turbas de bajo nivel. Desde lo alto de su mansarda, su única distracción era dar migas de pan a los ruidosos gorriones que venían a visitarlo en su celda de la calle Rívoli (rue de Rivoli); ¡pero su alegría suprema era sentarse ante una mesa coja y escribir al correr de la pluma en las hojas en blanco de un cuaderno de papel!
¡Ah! Ciertamente tuvo razón en lamentarse ese gran Espíritu afligido que, para evitar la mancha de un siglo materialista, desposó a la Iglesia Católica, y que, después de haberla desposado, encontró la mancha en las gradas del altar. ¿La culpa es de él si, lanzado joven entre las manos de los clérigos, no pudo sondar la profundidad del abismo en que lo precipitaban? Sí, él ha tenido razón en expresar sus amargas lamentaciones, como vos decís; ¿no es la imagen viva de una educación mal dirigida y de una vocación impuesta?
¡Sacerdote exclaustrado! ¿Sabéis cuántos burgueses ineptos le han frecuentemente echado en cara esta injuria, porque él ha obedecido a sus convicciones y al deber de conciencia? ¡Ah! Creedme, feliz naturalista: mientras ibais detrás de las mujeres y en cuanto vuestra pluma –célebre por la conquista del caballo– era elogiada por lindas pecadoras y aplaudida por manos perfumadas, ¡él subía penosamente su Gólgota! Porque, así como el Cristo, ¡bebió su cáliz hasta el final y llevó su cruz con dificultad!
Y vos, señor de Buffon, ¿no os exponéis un poco a la crítica? Veamos. ¡Pero vamos! Al igual que vos, vuestro estilo es de una extravagancia presuntuosa y, como vos, ¡todo vestido de oropeles! Mas también, ¡qué intrépido viajero habéis sido! ¿Visitasteis países?... No; ¡bibliotecas desconocidas! ¡Qué infatigable pionero! ¿Habéis explorado florestas?... No; ¡manuscritos inéditos! Reconozco que cubristeis todos vuestros ricos despojos con un barniz brillante, que es realmente vuestro. Pero de todos esos voluminosos tomos, ¿qué hay de seriamente vuestro como estudio, como fondo? ¿La historia del perro, del gato o quizá del caballo? ¡Ah, señor de Buffon! Lamennais ha escrito menos que vos, pero todo es realmente de él: la forma y el fondo. El otro día se os acusaba de haber menospreciado el valor de las obras del buen Bernardin de Saint-Pierre. Os habéis disculpado de manera un poco jesuítica; pero no dijisteis que si le negasteis vitalidad a Pablo y Virginia fue porque, en obra de ese género, aún no estabais en La Gran Scudéri, en El gran Ciro y en el País de Tendre, en fin, en todos esos trastos sentimentales que hoy hacen tan bien a los libreros de ocasión, esos mercaderes de la literatura. ¡Ah, señor de Buffon! Comenzáis a caer mucho en la estima de esos señores, mientras que el utópico Bernardin ha conservado una gran actualidad. ¡La Paz Universal, una utopía! ¡Pablo y Virginia, una utopía! ¡Vamos, vamos! Vuestro juicio ha sido demolido por la opinión pública. No hablemos más de esto.
En verdad, ¡qué le vamos a hacer! Me habéis puesto la pluma en la mano: yo uso y abuso de la misma. Esto os enseñará, estimados espíritas, a preocuparos con una literata jubilada como yo, y a pedir noticias mías. El apreciado Scribe llegó entre nosotros totalmente turbado con sus últimos pseudoéxitos; él quería que nos erigiésemos en Academia: le faltan las palmas verdes; estaba tan feliz en la Tierra, que aún duda en asumir su nueva posición. ¡Bah! Él se consolará al ver la presentación de sus piezas, y por algunas semanas no aparecerá más.
Gérard de Nerval os ha dado recientemente una encantadora fantasía inacabada; este caprichoso Espíritu, ¿la terminará? ¡Quién sabe! Sin embargo, él quería sacar en conclusión que lo verdadero del erudito no era lo verdadero, que lo bello del pintor no era lo bello, y que el coraje del niño fue mal recompensado; Nerval hizo muy bien en seguir las digresiones de su estimada Fantasía.
Vizconde DELAUNAY (Delphine de Girardin)
Nota – Ver más adelante Fantasía, por Gérard de Nerval.
(Médium: Sr. d’Ambel)
Nota – En la conversación que tuvo lugar en la Sociedad sobre las comunicaciones precedentes, el nombre de Madame de Girardin fue pronunciado por ocasión del tema en debate, aunque no haya sido mencionada por los Espíritus interlocutores; es lo que explica el comienzo de la nueva partícipe.
–Señores espíritas: en vuestras últimas sesiones me pusisteis un poco en causa, y creo que me habéis dado el derecho –como se dice en los tribunales– de participar en la discusión del asunto. Ha sido con placer que he escuchado la profunda disertación de Lamennais y la respuesta un poco vivaz del Sr. de Buffon; pero falta una conclusión a este debate. Por lo tanto, intervengo y me erijo en juez de campo, amparada en mi autoridad particular. Además, pedíais a un crítico. Os respondo: aceptad, en fin, mis servicios. Recordad que, cuando encarnada, desempeñé –de manera considerada magistral– ese temible puesto de crítico ejecutivo, y me agrada muchísimo volver a ese terreno tan amado. Ahora bien, había una vez... Pero no, dejemos a un lado las banalidades del género y entremos seriamente en la materia.
Sr. de Buffon: usáis la ironía de una manera graciosa; se ve que procedéis del gran siglo. Pero por más elegante escritor que seáis, un vizconde de mi linaje no tiene miedo de aceptar el desafío y de medirse con vos. ¡Vamos, mi gentilhombre! ¡Fuisteis muy duro con el pobre Lamennais, que habéis tratado como un desclasificado! ¿Es culpa de ese genio extraviado si, después de haber escrito con una mano de maestro ese estudio espléndido que le reprocháis, se haya dirigido hacia otras regiones, hacia otras creencias? Ciertamente, las páginas de Indiferencia en materia de religión serían firmadas con ambas manos por los mejores prosistas de la Iglesia; pero si esas páginas permanecieron de pie, a pesar del sacerdote haber sido derribado, ¿no conocéis la causa de ello, vos que sois tan riguroso? ¡Ah! Observad a Roma, acordaos de sus costumbres disolutas y tendréis la clave de ese súbito cambio de opinión que os ha sorprendido. ¡Bah! ¡Roma está tan lejos de París!
Los filósofos, los investigadores del pensamiento, todos esos incansables estudiosos del yo psicológico, nunca deben ser confundidos con los que aparentan ser escritores; éstos escriben para los placeres del público; aquéllos, para la ciencia profunda. Estos últimos solamente se preocupan con la verdad, mientras que los otros no se jactan de ser lógicos: mantienen la apariencia. En suma, lo que éstos buscan es lo que vos mismo buscabais, mi buen señor, es decir, la fama, la popularidad y el éxito, resumidos en la moneda contante y sonante. Además, salvo esto, vuestra espirituosa respuesta es muy verdadera como para que yo no la aplauda con gusto; sólo que vos hacéis responsable al individuo, mientras que yo responsabilizo al medio social. En fin, tenía que defender a mi contemporáneo que –como bien lo sabéis– no frecuentó fiestas, ni cabarés, ni saloncitos, ni turbas de bajo nivel. Desde lo alto de su mansarda, su única distracción era dar migas de pan a los ruidosos gorriones que venían a visitarlo en su celda de la calle Rívoli (rue de Rivoli); ¡pero su alegría suprema era sentarse ante una mesa coja y escribir al correr de la pluma en las hojas en blanco de un cuaderno de papel!
¡Ah! Ciertamente tuvo razón en lamentarse ese gran Espíritu afligido que, para evitar la mancha de un siglo materialista, desposó a la Iglesia Católica, y que, después de haberla desposado, encontró la mancha en las gradas del altar. ¿La culpa es de él si, lanzado joven entre las manos de los clérigos, no pudo sondar la profundidad del abismo en que lo precipitaban? Sí, él ha tenido razón en expresar sus amargas lamentaciones, como vos decís; ¿no es la imagen viva de una educación mal dirigida y de una vocación impuesta?
¡Sacerdote exclaustrado! ¿Sabéis cuántos burgueses ineptos le han frecuentemente echado en cara esta injuria, porque él ha obedecido a sus convicciones y al deber de conciencia? ¡Ah! Creedme, feliz naturalista: mientras ibais detrás de las mujeres y en cuanto vuestra pluma –célebre por la conquista del caballo– era elogiada por lindas pecadoras y aplaudida por manos perfumadas, ¡él subía penosamente su Gólgota! Porque, así como el Cristo, ¡bebió su cáliz hasta el final y llevó su cruz con dificultad!
Y vos, señor de Buffon, ¿no os exponéis un poco a la crítica? Veamos. ¡Pero vamos! Al igual que vos, vuestro estilo es de una extravagancia presuntuosa y, como vos, ¡todo vestido de oropeles! Mas también, ¡qué intrépido viajero habéis sido! ¿Visitasteis países?... No; ¡bibliotecas desconocidas! ¡Qué infatigable pionero! ¿Habéis explorado florestas?... No; ¡manuscritos inéditos! Reconozco que cubristeis todos vuestros ricos despojos con un barniz brillante, que es realmente vuestro. Pero de todos esos voluminosos tomos, ¿qué hay de seriamente vuestro como estudio, como fondo? ¿La historia del perro, del gato o quizá del caballo? ¡Ah, señor de Buffon! Lamennais ha escrito menos que vos, pero todo es realmente de él: la forma y el fondo. El otro día se os acusaba de haber menospreciado el valor de las obras del buen Bernardin de Saint-Pierre. Os habéis disculpado de manera un poco jesuítica; pero no dijisteis que si le negasteis vitalidad a Pablo y Virginia fue porque, en obra de ese género, aún no estabais en La Gran Scudéri, en El gran Ciro y en el País de Tendre, en fin, en todos esos trastos sentimentales que hoy hacen tan bien a los libreros de ocasión, esos mercaderes de la literatura. ¡Ah, señor de Buffon! Comenzáis a caer mucho en la estima de esos señores, mientras que el utópico Bernardin ha conservado una gran actualidad. ¡La Paz Universal, una utopía! ¡Pablo y Virginia, una utopía! ¡Vamos, vamos! Vuestro juicio ha sido demolido por la opinión pública. No hablemos más de esto.
En verdad, ¡qué le vamos a hacer! Me habéis puesto la pluma en la mano: yo uso y abuso de la misma. Esto os enseñará, estimados espíritas, a preocuparos con una literata jubilada como yo, y a pedir noticias mías. El apreciado Scribe llegó entre nosotros totalmente turbado con sus últimos pseudoéxitos; él quería que nos erigiésemos en Academia: le faltan las palmas verdes; estaba tan feliz en la Tierra, que aún duda en asumir su nueva posición. ¡Bah! Él se consolará al ver la presentación de sus piezas, y por algunas semanas no aparecerá más.
Gérard de Nerval os ha dado recientemente una encantadora fantasía inacabada; este caprichoso Espíritu, ¿la terminará? ¡Quién sabe! Sin embargo, él quería sacar en conclusión que lo verdadero del erudito no era lo verdadero, que lo bello del pintor no era lo bello, y que el coraje del niño fue mal recompensado; Nerval hizo muy bien en seguir las digresiones de su estimada Fantasía.
Respuesta de Buffon al vizconde Delaunay
Me invitáis a volver a un debate al cual vivamente rehusé por no tener qué decir; os confieso que prefiero permanecer en el ambiente apacible donde estaba, a exponerme a semejante crítica violenta. En mi época se intercambiaba una broma más o menos ateniense; pero hoy, ¡cielos!, es a latigazos. ¡Gracias!, yo me retiro; ya tengo más de lo que preciso, pues aún estoy todo marcado por los golpes del vizconde. Convengamos que, aunque los mismos me hayan sido aplicados generosamente –demasiado generosamente– por la graciosa mano de una mujer, no son menos dolorosos. ¡Ah, Madame! Me habéis recordado la caridad de manera muy poco caritativa. ¡Vizconde! Sois demasiado temible; depongo las armas y reconozco humildemente mis errores. Concuerdo que Bernardin de Saint-Pierre ha sido un gran filósofo; ¿qué digo?, él ha encontrado la piedra filosofal, mientras que yo soy y he sido ¡un monótono recopilador! Entonces, ¿estáis contenta ahora? Vamos, sed gentil y de aquí en adelante no me humilléis más así; de lo contrario, obligaréis a un gentilhombre –amigo de nuestro Grupo Parisiense– a dejar su lugar, lo que no haría sin gran pesar, porque uno también debe aprovechar las enseñanzas espíritas y conocer lo que aquí sucede.
¡Ah, cuidado! Hoy escuché el relato de fenómenos tan extraños, que en mi tiempo serían quemados vivos –como hechiceros– los protagonistas y hasta los narradores de esos acontecimientos. Dicho sea entre nosotros, ¿serán realmente fenómenos espíritas? La imaginación de un lado y el interés del otro, ¿no influyen en alguna cosa? Yo no juraría. ¿Qué piensa de eso el espirituoso vizconde? En cuanto a mí, me lavo las manos al respecto. Además, si creo en mi sentido común de naturalista –por más que me llamen naturalista de gabinete–, los fenómenos de esa orden sólo ocurren muy raramente. ¿Queréis mi opinión sobre el asunto de La Habana? ¡Pues bien! Hay una camarilla de gente mal intencionada que tiene todo el interés en desprestigiar la propiedad, a fin de que pueda ser vendida a precio vil, y existen propietarios miedosos y tímidos, espantados con una fantasmagoría muy bien montada. En cuanto al lagarto, me acuerdo bien de haber escrito su historia, pero confieso que nunca los he encontrado graduados por la Facultad de Medicina. Hay ahí un médium con cerebro débil, que extrajo de su imaginación hechos que, en suma, no eran reales.
BUFFON
Nota – Este último párrafo hace alusión a dos hechos contados en la misma sesión, cuyo relato, por falta de espacio, postergaremos para otro número. Buffon da espontáneamente su opinión al respecto.
Me invitáis a volver a un debate al cual vivamente rehusé por no tener qué decir; os confieso que prefiero permanecer en el ambiente apacible donde estaba, a exponerme a semejante crítica violenta. En mi época se intercambiaba una broma más o menos ateniense; pero hoy, ¡cielos!, es a latigazos. ¡Gracias!, yo me retiro; ya tengo más de lo que preciso, pues aún estoy todo marcado por los golpes del vizconde. Convengamos que, aunque los mismos me hayan sido aplicados generosamente –demasiado generosamente– por la graciosa mano de una mujer, no son menos dolorosos. ¡Ah, Madame! Me habéis recordado la caridad de manera muy poco caritativa. ¡Vizconde! Sois demasiado temible; depongo las armas y reconozco humildemente mis errores. Concuerdo que Bernardin de Saint-Pierre ha sido un gran filósofo; ¿qué digo?, él ha encontrado la piedra filosofal, mientras que yo soy y he sido ¡un monótono recopilador! Entonces, ¿estáis contenta ahora? Vamos, sed gentil y de aquí en adelante no me humilléis más así; de lo contrario, obligaréis a un gentilhombre –amigo de nuestro Grupo Parisiense– a dejar su lugar, lo que no haría sin gran pesar, porque uno también debe aprovechar las enseñanzas espíritas y conocer lo que aquí sucede.
¡Ah, cuidado! Hoy escuché el relato de fenómenos tan extraños, que en mi tiempo serían quemados vivos –como hechiceros– los protagonistas y hasta los narradores de esos acontecimientos. Dicho sea entre nosotros, ¿serán realmente fenómenos espíritas? La imaginación de un lado y el interés del otro, ¿no influyen en alguna cosa? Yo no juraría. ¿Qué piensa de eso el espirituoso vizconde? En cuanto a mí, me lavo las manos al respecto. Además, si creo en mi sentido común de naturalista –por más que me llamen naturalista de gabinete–, los fenómenos de esa orden sólo ocurren muy raramente. ¿Queréis mi opinión sobre el asunto de La Habana? ¡Pues bien! Hay una camarilla de gente mal intencionada que tiene todo el interés en desprestigiar la propiedad, a fin de que pueda ser vendida a precio vil, y existen propietarios miedosos y tímidos, espantados con una fantasmagoría muy bien montada. En cuanto al lagarto, me acuerdo bien de haber escrito su historia, pero confieso que nunca los he encontrado graduados por la Facultad de Medicina. Hay ahí un médium con cerebro débil, que extrajo de su imaginación hechos que, en suma, no eran reales.
Respuesta de Bernardin de Saint-Pierre
(Médium: Sra. de Costel)
Vengo yo, Bernardin de Saint-Pierre, a participar de un debate en que mi nombre ha sido pronunciado, discutido y defendido. No puedo concordar con mi espirituoso defensor. El Sr. de Buffon tiene otro valor que el de un recopilador elocuente. ¡Qué importan los errores literarios de un juicio, frecuentemente tan fino y delicado para las cosas de la Naturaleza, que se desvió por la rivalidad y por los celos profesionales! Sin embargo, tengo una opinión completamente contraria a la suya, y como Lamennais digo: No, el estilo no es el hombre. Soy una prueba elocuente de esto, yo, cuya sensibilidad estaba enteramente en el cerebro y que inventaba lo que los otros sentían. Del otro lado de la vida se juzgan con frialdad las cosas de la vida terrena, las cosas acabadas; no merezco toda la reputación literaria que he disfrutado. Paul et Virginie, si apareciera hoy, sería fácilmente eclipsada por una cantidad de producciones encantadoras que pasan inadvertidas; es que el progreso de vuestra época es grande, mayor que vosotros, contemporáneos, y no podéis juzgarlo. Todo se eleva: las Ciencias, la Literatura, el Arte social; pero todo sube, como el nivel del mar en la marea creciente, y los marineros que están en alta mar no pueden apreciarla. Vosotros estáis en alta mar.
Vuelvo al Sr. de Buffon, cuyo talento elogio y cuya censura olvido, y también a mi espirituoso defensor, que sabe descubrir todas las verdades, sus sentidos espirituales y que les da un colorido paradójico. Después de haber probado que los literatos muertos no conservan ningún rencor, os dirijo todos mis agradecimientos y también mi gran deseo de poder seros útil.
BERNARDIN DE SAINT-PIERRE
(Médium: Sra. de Costel)
Vengo yo, Bernardin de Saint-Pierre, a participar de un debate en que mi nombre ha sido pronunciado, discutido y defendido. No puedo concordar con mi espirituoso defensor. El Sr. de Buffon tiene otro valor que el de un recopilador elocuente. ¡Qué importan los errores literarios de un juicio, frecuentemente tan fino y delicado para las cosas de la Naturaleza, que se desvió por la rivalidad y por los celos profesionales! Sin embargo, tengo una opinión completamente contraria a la suya, y como Lamennais digo: No, el estilo no es el hombre. Soy una prueba elocuente de esto, yo, cuya sensibilidad estaba enteramente en el cerebro y que inventaba lo que los otros sentían. Del otro lado de la vida se juzgan con frialdad las cosas de la vida terrena, las cosas acabadas; no merezco toda la reputación literaria que he disfrutado. Paul et Virginie, si apareciera hoy, sería fácilmente eclipsada por una cantidad de producciones encantadoras que pasan inadvertidas; es que el progreso de vuestra época es grande, mayor que vosotros, contemporáneos, y no podéis juzgarlo. Todo se eleva: las Ciencias, la Literatura, el Arte social; pero todo sube, como el nivel del mar en la marea creciente, y los marineros que están en alta mar no pueden apreciarla. Vosotros estáis en alta mar.
Vuelvo al Sr. de Buffon, cuyo talento elogio y cuya censura olvido, y también a mi espirituoso defensor, que sabe descubrir todas las verdades, sus sentidos espirituales y que les da un colorido paradójico. Después de haber probado que los literatos muertos no conservan ningún rencor, os dirijo todos mis agradecimientos y también mi gran deseo de poder seros útil.
Lamennais a Buffon
(Médium: Sr. A. Didier)
Es preciso prestar mucha atención, señor de Buffon; de forma alguna saqué conclusiones de una manera literaria y humana; yo encaré la cuestión de un modo totalmente diferente y mi deducción fue la siguiente: «Que la inspiración humana es muy a menudo divina». No había ahí motivo para ninguna controversia. Ahora no escribo más con esa pretensión e incluso podéis verlo en mis reflexiones sobre las influencias del arte en el corazón y en el cerebro.[1] Evité el mundo y las personalidades; nunca volvamos al pasado: observemos el futuro. Cabe a los hombres juzgar y discutir nuestras obras; a nosotros nos compete darles otras, y que todas emanen de esta idea fundamental: Espiritismo. Pero para nosotros: ¡adiós al mundo!
LAMENNAIS
[1] Alusión a una serie de comunicaciones dictadas por Lamennais, con el título: Meditaciones filosóficas y religiosas, que publicaremos en el próximo número. [Nota de Allan Kardec.]
(Médium: Sr. A. Didier)
Es preciso prestar mucha atención, señor de Buffon; de forma alguna saqué conclusiones de una manera literaria y humana; yo encaré la cuestión de un modo totalmente diferente y mi deducción fue la siguiente: «Que la inspiración humana es muy a menudo divina». No había ahí motivo para ninguna controversia. Ahora no escribo más con esa pretensión e incluso podéis verlo en mis reflexiones sobre las influencias del arte en el corazón y en el cerebro.[1] Evité el mundo y las personalidades; nunca volvamos al pasado: observemos el futuro. Cabe a los hombres juzgar y discutir nuestras obras; a nosotros nos compete darles otras, y que todas emanen de esta idea fundamental: Espiritismo. Pero para nosotros: ¡adiós al mundo!
[1] Alusión a una serie de comunicaciones dictadas por Lamennais, con el título: Meditaciones filosóficas y religiosas, que publicaremos en el próximo número. [Nota de Allan Kardec.]
Fantasía
Por Gérard de Nerval
(Médium: Sr. A. Didier)
Nota – Recordamos que Buffon, al hablar de los autores contemporáneos, dijo: «Ved a Nerval, con colores extraños, con un estilo adornado y deshilvanado, haciendo fantasía con su vida, como lo hizo con su pluma». Gérard de Nerval, en lugar de discutir, respondió a esta crítica dictando espontáneamente el siguiente trecho, al cual él mismo dio el título de Fantasía. Lo escribió en dos sesiones, y fue en el intervalo de las mismas que tuvo lugar la respuesta del vizconde Delaunay a Buffon; he aquí por qué el vizconde dijo que no sabía si ese caprichoso Espíritu lo terminaría, dando así su probable conclusión. Nosotros no lo hemos puesto en orden cronológico para no interrumpir la serie de críticas y de réplicas, ya que Gérard de Nerval no participó de los debates sino a través de la siguiente alegoría filosófica.
–Un día, en una de mis fantasías, llegué –no sé cómo– cerca del mar, a un pequeño puerto poco conocido; ¡qué importa! Durante algunas horas dejé a mis compañeros de viaje y pude entregarme a la más turbulenta fantasía, que es el término consagrado a mis evoluciones cerebrales. Sin embargo, no se debe creer que la Fantasía sea siempre una joven alocada, inmersa en las excentricidades del pensamiento; frecuentemente la pobre muchacha ríe para no llorar, y sueña para no caerse; a menudo su corazón está lleno de amor y de curiosidad, cuando su cabeza se pierde en las nubes. Quizá sea porque ella ama mucho, esa pobre imaginación; por lo tanto, dejadla andar, pues ella ama y admira.
Entonces, un día yo estaba con ella contemplando el mar, cuyo horizonte es el cielo, cuando, en medio de mi soledad de a dos, percibí a un pequeño anciano condecorado –¡creedlo! Él ya había tenido su tiempo para eso, felizmente, y estaba muy debilitado; pero su aire era tan seguro, sus movimientos tan regulares, que esa sabiduría y armonía en su modo de andar sustituían la pesadez de sus nervios y músculos. Se sentó, examinó bien el terreno y se aseguró de que no sería picado por algunos de esos animalitos que pululan en la arena de la playa; luego colocó al lado su bastón con pomo de oro. Pero imaginad mi extrañeza cuando se puso las gafas: ¡las gafas, para ver la inmensidad! Fantasía dio un salto terrible y quiso arrojarse sobre él; conseguí calmarla con mucha dificultad. Me aproximé, escondido atrás de una roca, y agucé mi audición: “Entonces, ¡he aquí la imagen de nuestra vida! ¡He aquí el gran todo! ¡Profunda verdad! ¡He aquí, pues, nuestras existencias, elevadas e inferiores, profundas y mezquinas, rebeldes y calmas! ¡Oh, olas! ¡Olas! ¡Gran fluctuación universal!” Después el pequeño anciano sólo habló de sí mismo. Hasta ahí Fantasía había sido apacible y escuchaba religiosamente, pero no se contuvo más y lanzó una carcajada prolongada; solamente tuve el tiempo de tomarla en mis brazos, dejando al pequeño anciano. «En verdad –decía Fantasía–, él debe ser miembro de alguna sociedad erudita». Después de haber corrido durante algún tiempo, percibimos un lienzo que representaba un acantilado y el comienzo de un océano. Observé o, mejor dicho, observamos el lienzo. El pintor, probablemente, buscaba otro sitio en los alrededores; después de haber observado el lienzo, observé la Naturaleza y así alternativamente. Fantasía quiso rasgar el lienzo; tuve mucho trabajo para contenerla. –¡Cómo! –me dijo ella–, son las siete horas de la mañana ¡y veo en este lienzo un efecto que no tiene nombre! Comprendí perfectamente lo que Fantasía me explicaba. Realmente tenía sentido lo que expresaba esa joven alocada –pensé–, queriendo alejarme. ¡Ah! El artista, escondido, había seguido los más mínimos rasgos de mi expresión; cuando sus ojos se encontraron con los míos, fue un choque terrible, un choque eléctrico. Él me lanzó una de esas miradas soberbias que parecen decir: ¡Gusano! Esta vez Fantasía se quedó espantada con tanta insolencia y, con estupefacción, vio que él volvía a sostener su paleta. «Tú no tienes la paleta de Lorrain», le dijo ella riéndose.
Luego, volviéndose hacia mí, dijo: «Ya hemos visto lo verdadero y lo bello; busquemos ahora, un poco, el bien». Después de haber escalado los acantilados, percibí a un niño, al hijo de un pescador, que tenía más o menos trece o catorce años; jugaba con su perro y corrían uno atrás del otro, entre ladridos y gritos. De repente, escuché unos gritos que parecían venir de la parte inferior del acantilado. Inmediatamente, de un salto, el niño tomó un atajo que llevaba al mar; a pesar de todo su fervor, Fantasía tuvo dificultad en seguirlo. Cuando llegué a la parte baja del acantilado, vi un espectáculo terrible: el niño luchaba contra las olas y traía hacia la playa a un desgraciado que forcejeaba entre los brazos de su salvador. Quise arrojarme al mar, pero el niño me gritó para no hacerlo, y al cabo de algunos instantes, el niño –lastimado, contundido y trémulo– salía con el hombre que había salvado. Al parecer, era un bañista que se aventuró a ir demasiado lejos y que había caído en una corriente.
Continuaré en otra ocasión.
GÉRARD DE NERVAL
Nota – Fue en este intervalo que tuvo lugar la comunicación del vizconde Delaunay, referida más arriba.
Por Gérard de Nerval
(Médium: Sr. A. Didier)
Nota – Recordamos que Buffon, al hablar de los autores contemporáneos, dijo: «Ved a Nerval, con colores extraños, con un estilo adornado y deshilvanado, haciendo fantasía con su vida, como lo hizo con su pluma». Gérard de Nerval, en lugar de discutir, respondió a esta crítica dictando espontáneamente el siguiente trecho, al cual él mismo dio el título de Fantasía. Lo escribió en dos sesiones, y fue en el intervalo de las mismas que tuvo lugar la respuesta del vizconde Delaunay a Buffon; he aquí por qué el vizconde dijo que no sabía si ese caprichoso Espíritu lo terminaría, dando así su probable conclusión. Nosotros no lo hemos puesto en orden cronológico para no interrumpir la serie de críticas y de réplicas, ya que Gérard de Nerval no participó de los debates sino a través de la siguiente alegoría filosófica.
–Un día, en una de mis fantasías, llegué –no sé cómo– cerca del mar, a un pequeño puerto poco conocido; ¡qué importa! Durante algunas horas dejé a mis compañeros de viaje y pude entregarme a la más turbulenta fantasía, que es el término consagrado a mis evoluciones cerebrales. Sin embargo, no se debe creer que la Fantasía sea siempre una joven alocada, inmersa en las excentricidades del pensamiento; frecuentemente la pobre muchacha ríe para no llorar, y sueña para no caerse; a menudo su corazón está lleno de amor y de curiosidad, cuando su cabeza se pierde en las nubes. Quizá sea porque ella ama mucho, esa pobre imaginación; por lo tanto, dejadla andar, pues ella ama y admira.
Entonces, un día yo estaba con ella contemplando el mar, cuyo horizonte es el cielo, cuando, en medio de mi soledad de a dos, percibí a un pequeño anciano condecorado –¡creedlo! Él ya había tenido su tiempo para eso, felizmente, y estaba muy debilitado; pero su aire era tan seguro, sus movimientos tan regulares, que esa sabiduría y armonía en su modo de andar sustituían la pesadez de sus nervios y músculos. Se sentó, examinó bien el terreno y se aseguró de que no sería picado por algunos de esos animalitos que pululan en la arena de la playa; luego colocó al lado su bastón con pomo de oro. Pero imaginad mi extrañeza cuando se puso las gafas: ¡las gafas, para ver la inmensidad! Fantasía dio un salto terrible y quiso arrojarse sobre él; conseguí calmarla con mucha dificultad. Me aproximé, escondido atrás de una roca, y agucé mi audición: “Entonces, ¡he aquí la imagen de nuestra vida! ¡He aquí el gran todo! ¡Profunda verdad! ¡He aquí, pues, nuestras existencias, elevadas e inferiores, profundas y mezquinas, rebeldes y calmas! ¡Oh, olas! ¡Olas! ¡Gran fluctuación universal!” Después el pequeño anciano sólo habló de sí mismo. Hasta ahí Fantasía había sido apacible y escuchaba religiosamente, pero no se contuvo más y lanzó una carcajada prolongada; solamente tuve el tiempo de tomarla en mis brazos, dejando al pequeño anciano. «En verdad –decía Fantasía–, él debe ser miembro de alguna sociedad erudita». Después de haber corrido durante algún tiempo, percibimos un lienzo que representaba un acantilado y el comienzo de un océano. Observé o, mejor dicho, observamos el lienzo. El pintor, probablemente, buscaba otro sitio en los alrededores; después de haber observado el lienzo, observé la Naturaleza y así alternativamente. Fantasía quiso rasgar el lienzo; tuve mucho trabajo para contenerla. –¡Cómo! –me dijo ella–, son las siete horas de la mañana ¡y veo en este lienzo un efecto que no tiene nombre! Comprendí perfectamente lo que Fantasía me explicaba. Realmente tenía sentido lo que expresaba esa joven alocada –pensé–, queriendo alejarme. ¡Ah! El artista, escondido, había seguido los más mínimos rasgos de mi expresión; cuando sus ojos se encontraron con los míos, fue un choque terrible, un choque eléctrico. Él me lanzó una de esas miradas soberbias que parecen decir: ¡Gusano! Esta vez Fantasía se quedó espantada con tanta insolencia y, con estupefacción, vio que él volvía a sostener su paleta. «Tú no tienes la paleta de Lorrain», le dijo ella riéndose.
Luego, volviéndose hacia mí, dijo: «Ya hemos visto lo verdadero y lo bello; busquemos ahora, un poco, el bien». Después de haber escalado los acantilados, percibí a un niño, al hijo de un pescador, que tenía más o menos trece o catorce años; jugaba con su perro y corrían uno atrás del otro, entre ladridos y gritos. De repente, escuché unos gritos que parecían venir de la parte inferior del acantilado. Inmediatamente, de un salto, el niño tomó un atajo que llevaba al mar; a pesar de todo su fervor, Fantasía tuvo dificultad en seguirlo. Cuando llegué a la parte baja del acantilado, vi un espectáculo terrible: el niño luchaba contra las olas y traía hacia la playa a un desgraciado que forcejeaba entre los brazos de su salvador. Quise arrojarme al mar, pero el niño me gritó para no hacerlo, y al cabo de algunos instantes, el niño –lastimado, contundido y trémulo– salía con el hombre que había salvado. Al parecer, era un bañista que se aventuró a ir demasiado lejos y que había caído en una corriente.
Continuaré en otra ocasión.
Continuación
Después de algunos instantes, aquel que se estaba ahogando volvió poco a poco a la vida, mas sólo para decir: “Es increíble, ¡yo que nado tan bien!” Vio perfectamente al que lo había salvado, pero, mirándome, agregó: “¡Uf! ¡Escapé por poco! Como sabéis, hay ciertos momentos en que uno pierde la cabeza; no son las fuerzas que nos traicionan, pero..., pero...” Al ver que él no podía continuar, me apresuré a decirle: «En fin, gracias a este muchacho valiente, he aquí que estáis salvado». Él miraba al joven, que lo examinaba con el aire más indiferente del mundo, con las manos en la cintura. El señor se puso a sonreír y dijo: “Entretanto, es verdad”, y después me saludó. Fantasía quiso correr atrás de él. «¡Bah! –me dijo ella, quedándose absorta–, ciertamente eso es muy natural». El muchachito lo vio alejarse, y luego volvió con su perro. Esta vez, Fantasía lloró.
GÉRARD DE NERVAL
Un miembro de la Sociedad hizo observar que faltaba la conclusión, pero Gérard agregó estas palabras:
«Con mucho gusto estoy a vuestra disposición para otro dictado; pero, con referencia a éste, Fantasía me dijo que pare aquí. Quizá esté equivocada; ¡ella es tan caprichosa!»
La conclusión había sido dada anticipadamente por el vizconde Delaunay.
Después de algunos instantes, aquel que se estaba ahogando volvió poco a poco a la vida, mas sólo para decir: “Es increíble, ¡yo que nado tan bien!” Vio perfectamente al que lo había salvado, pero, mirándome, agregó: “¡Uf! ¡Escapé por poco! Como sabéis, hay ciertos momentos en que uno pierde la cabeza; no son las fuerzas que nos traicionan, pero..., pero...” Al ver que él no podía continuar, me apresuré a decirle: «En fin, gracias a este muchacho valiente, he aquí que estáis salvado». Él miraba al joven, que lo examinaba con el aire más indiferente del mundo, con las manos en la cintura. El señor se puso a sonreír y dijo: “Entretanto, es verdad”, y después me saludó. Fantasía quiso correr atrás de él. «¡Bah! –me dijo ella, quedándose absorta–, ciertamente eso es muy natural». El muchachito lo vio alejarse, y luego volvió con su perro. Esta vez, Fantasía lloró.
«Con mucho gusto estoy a vuestra disposición para otro dictado; pero, con referencia a éste, Fantasía me dijo que pare aquí. Quizá esté equivocada; ¡ella es tan caprichosa!»
La conclusión había sido dada anticipadamente por el vizconde Delaunay.
Conclusión de Erasto
Después del torneo literario y filosófico que ha tenido lugar en las últimas sesiones de vuestra Sociedad, y al cual hemos asistido con verdadera satisfacción, creo que es necesario comunicaros –desde el punto de vista puramente espírita– algunas reflexiones que me han sido suscitadas por este interesante debate, en el cual, además, yo no quiero intervenir de modo alguno. Mas, ante todo, dejadme deciros que si vuestra reunión ha sido animada, esta animación no fue nada en comparación con la que reinaba entre los numerosos grupos de Espíritus eminentes que esas sesiones casi académicas habían atraído. ¡Ah! Ciertamente si os hubieseis vuelto instantáneamente videntes, vosotros habríais quedado sorprendidos y confusos delante de ese areópago superior. Pero yo no tengo la intención de develaros hoy lo que ha sucedido entre nosotros; mi objetivo es únicamente transmitiros algunas palabras sobre el provecho que debéis extraer de ese debate, desde el punto de vista de vuestra instrucción espírita.
Conocéis a Lamennais desde hace mucho tiempo y ciertamente apreciáis cuán apasionado continuó este filósofo por la idea abstracta; indudablemente habéis notado cómo él acompaña con persistencia y –debo decirlo– con talento, sus teorías filosóficas y religiosas. Lógicamente debéis deducir de esto que el ser personal pensante prosigue –incluso más allá de la tumba– sus estudios y sus trabajos, y que por medio de esa lucidez, que es el patrimonio particular de los Espíritus, al comparar su pensamiento espiritual con su pensamiento humano, debe suprimir todo aquello que lo obnubilaba materialmente. ¡Pues bien! Lo que es verdadero para Lamennais lo es también para los otros, y cada uno, en la vasta erraticidad, conserva sus aptitudes y su originalidad.
Buffon, Gérard de Nerval, el vizconde de Launay, Bernardin de Saint-Pierre conservan, como Lamennais, los gustos y la forma literaria que observabais en ellos cuando estaban encarnados. Pienso que es útil llamar vuestra atención sobre esta condición de ser de nuestro mundo del Más Allá, para que no creáis que uno abandona instantáneamente sus inclinaciones, sus costumbres y sus pasiones al despojarse de la vestimenta humana. En la Tierra, los Espíritus son como prisioneros que la muerte debe libertar; no obstante, del mismo modo que el que está encarcelado tiene las mismas propensiones y conserva la misma individualidad que cuando está en libertad, también los Espíritus conservan sus tendencias, su originalidad y sus aptitudes al llegar entre nosotros, con excepción de los que han pasado, no por una vida de trabajo y de pruebas, sino por una vida de punición, como los idiotas, los cretinos y los locos. Para éstos, las facultades inteligentes, que han permanecido en estado latente, no despiertan sino a la salida de su cárcel terrestre. Como pensáis, esto debe entenderse con relación al mundo espiritual inferior o medio, y no con referencia a los Espíritus elevados, liberados de la influencia corporal.
Iréis entrar de vacaciones, señores socios; permitidme dirigiros algunas palabras amigas antes de separarnos por algún tiempo. Pienso que la Doctrina consoladora que nosotros hemos venido a enseñaros sólo cuenta, entre vosotros, con fervorosos adeptos; es por eso que, como es esencial que cada uno se someta a la ley del progreso, creo un deber aconsejaros a examinar, en lo profundo de vuestros corazones, qué provecho habéis extraído personalmente de nuestros trabajos espíritas y qué mejoramiento moral ha resultado de ello en vuestros propios medios. Porque –vos lo sabéis– no basta decir: Soy espírita, y esconder de uno mismo esta creencia; lo que es indispensable que sepáis es si vuestros actos están de acuerdo con las prescripciones de vuestra nueva fe, que es –no estaría de más repetirlo– Amor y Caridad. ¡Que Dios sea con vosotros!
ERASTO
Después del torneo literario y filosófico que ha tenido lugar en las últimas sesiones de vuestra Sociedad, y al cual hemos asistido con verdadera satisfacción, creo que es necesario comunicaros –desde el punto de vista puramente espírita– algunas reflexiones que me han sido suscitadas por este interesante debate, en el cual, además, yo no quiero intervenir de modo alguno. Mas, ante todo, dejadme deciros que si vuestra reunión ha sido animada, esta animación no fue nada en comparación con la que reinaba entre los numerosos grupos de Espíritus eminentes que esas sesiones casi académicas habían atraído. ¡Ah! Ciertamente si os hubieseis vuelto instantáneamente videntes, vosotros habríais quedado sorprendidos y confusos delante de ese areópago superior. Pero yo no tengo la intención de develaros hoy lo que ha sucedido entre nosotros; mi objetivo es únicamente transmitiros algunas palabras sobre el provecho que debéis extraer de ese debate, desde el punto de vista de vuestra instrucción espírita.
Conocéis a Lamennais desde hace mucho tiempo y ciertamente apreciáis cuán apasionado continuó este filósofo por la idea abstracta; indudablemente habéis notado cómo él acompaña con persistencia y –debo decirlo– con talento, sus teorías filosóficas y religiosas. Lógicamente debéis deducir de esto que el ser personal pensante prosigue –incluso más allá de la tumba– sus estudios y sus trabajos, y que por medio de esa lucidez, que es el patrimonio particular de los Espíritus, al comparar su pensamiento espiritual con su pensamiento humano, debe suprimir todo aquello que lo obnubilaba materialmente. ¡Pues bien! Lo que es verdadero para Lamennais lo es también para los otros, y cada uno, en la vasta erraticidad, conserva sus aptitudes y su originalidad.
Buffon, Gérard de Nerval, el vizconde de Launay, Bernardin de Saint-Pierre conservan, como Lamennais, los gustos y la forma literaria que observabais en ellos cuando estaban encarnados. Pienso que es útil llamar vuestra atención sobre esta condición de ser de nuestro mundo del Más Allá, para que no creáis que uno abandona instantáneamente sus inclinaciones, sus costumbres y sus pasiones al despojarse de la vestimenta humana. En la Tierra, los Espíritus son como prisioneros que la muerte debe libertar; no obstante, del mismo modo que el que está encarcelado tiene las mismas propensiones y conserva la misma individualidad que cuando está en libertad, también los Espíritus conservan sus tendencias, su originalidad y sus aptitudes al llegar entre nosotros, con excepción de los que han pasado, no por una vida de trabajo y de pruebas, sino por una vida de punición, como los idiotas, los cretinos y los locos. Para éstos, las facultades inteligentes, que han permanecido en estado latente, no despiertan sino a la salida de su cárcel terrestre. Como pensáis, esto debe entenderse con relación al mundo espiritual inferior o medio, y no con referencia a los Espíritus elevados, liberados de la influencia corporal.
Iréis entrar de vacaciones, señores socios; permitidme dirigiros algunas palabras amigas antes de separarnos por algún tiempo. Pienso que la Doctrina consoladora que nosotros hemos venido a enseñaros sólo cuenta, entre vosotros, con fervorosos adeptos; es por eso que, como es esencial que cada uno se someta a la ley del progreso, creo un deber aconsejaros a examinar, en lo profundo de vuestros corazones, qué provecho habéis extraído personalmente de nuestros trabajos espíritas y qué mejoramiento moral ha resultado de ello en vuestros propios medios. Porque –vos lo sabéis– no basta decir: Soy espírita, y esconder de uno mismo esta creencia; lo que es indispensable que sepáis es si vuestros actos están de acuerdo con las prescripciones de vuestra nueva fe, que es –no estaría de más repetirlo– Amor y Caridad. ¡Que Dios sea con vosotros!
Conversaciones familiares del Más Allá
La pena del talión
(Sociedad, 9 de agosto de 1861; médium: Sr. d’Ambel)
Un corresponsal de la Sociedad le transmite a la misma la siguiente nota:
«El Sr. Antonio B..., uno de mis parientes, escritor de mérito, estimado por sus conciudadanos, el cual había ejercido con distinción y probidad cargos públicos en Lombardía, cayó en un estado de muerte aparente hace aproximadamente diez años, a consecuencia de un ataque de apoplejía, estado que desgraciadamente fue considerado una muerte real, como ocurre algunas veces. Lo que facilitó aún más el error fueron las señales de descomposición que creyeron percibir en el cuerpo. Quince días después del entierro, una circunstancia fortuita determinó que la familia solicitara su exhumación: se trataba de un medallón que, por descuido, había sido olvidado dentro del ataúd. Pero grande fue el estupor de los asistentes cuando, al abrirse el cajón, se comprobó que el cuerpo había cambiado de posición: se había dado vuelta quedando boca abajo y, ¡cosa horrible!, que una de sus manos estaba parcialmente comida por el difunto. Entonces quedó de manifiesto que el desdichado Antonio B... había sido enterrado vivo, debiendo haber sucumbido bajo las angustias de la desesperación y del hambre. Sea como fuere, de este triste acontecimiento y de sus consecuencias morales, ¿no sería interesante, desde el punto de vista espírita y psicológico, hacer una investigación en el mundo de los Espíritus?»
1. Evocación de Antonio B... –Resp. ¿Que queréis de mí?
2. Uno de vuestros parientes nos ha pedido que os evocásemos; lo hacemos de buen grado y estaremos complacidos si consentís en respondernos. –Resp. Sí, consiento en contestaros.
3. ¿Recordáis las circunstancias de vuestra muerte? –Resp. ¡Ah,
por supuesto que las recuerdo! ¿Por qué me traéis a la memoria ese castigo?
4. ¿Es cierto que habéis sido enterrado vivo por equivocación? –Resp. Esto debía ser así, puesto que la muerte aparente tuvo todas las características de una muerte real; yo estaba casi exangüe. No se debe imputar a nadie un hecho previsto desde antes de mi nacimiento.
5. Si estas preguntas os causan sufrimiento, podemos evitarlas. –Resp. No, continuad.
6. Desearíamos que fueseis feliz, ya que habéis tenido la reputación de un hombre honesto. –Resp. Os agradezco mucho; sé que oraréis por mí. Voy a tratar de responderos, pero si no lo consigo, uno de vuestros habituales guías me suplirá.
7. ¿Podríais describirnos las sensaciones que habéis experimentado en aquel terrible momento? –Resp. ¡Oh, qué dolorosa prueba! ¡Sentirse encerrado entre cuatro tablas, sin poder moverse ni cambiar de posición! No poder gritar, ¡porque la voz no resuena en un medio que carece de aire! ¡Oh, qué tortura la del desgraciado que se esfuerza en vano por respirar en una atmósfera insuficiente y desprovista de la parte respirable! ¡Ah! Me hallaba como un condenado en la boca de un horno, a pesar del calor. ¡Oh, no le deseo a nadie semejantes torturas! ¡No, no le deseo a nadie un fin como el que he tenido! ¡Ay! ¡Una cruel punición para una cruel y feroz existencia! No me preguntéis en qué pensaba, pero me sumergía en el pasado y vislumbraba vagamente el porvenir.
8. Decís: ¡Una cruel punición para una cruel y feroz existencia! Pero vuestra reputación, hasta hoy intacta, no hacía suponer nada parecido. ¿Podéis explicarnos esto? –Resp. ¡Qué es la duración de una existencia en la eternidad! Ciertamente, he procurado obrar bien en mi última encarnación; pero yo había aceptado ese fin antes de reencarnar. ¡Ah! ¿Por qué me interrogáis sobre ese pasado doloroso, que sólo yo y los Espíritus –ministros del Todopoderoso– conocíamos? No obstante, pues, es preciso que os diga que en una existencia anterior yo había emparedado a una mujer, ¡a mi propia esposa!, ¡totalmente viva en una cripta! ¡Es la pena del talión la que he debido aplicarme! Ojo por ojo, diente por diente.
9. Os agradecemos por haber tenido a bien responder a nuestras preguntas, y rogamos a Dios que os perdone el pasado, en atención al mérito de vuestra última existencia. –Resp. Volveré más tarde; por lo demás, el Espíritu Erasto completará de buen grado mi comunicación.
Reflexiones de Lamennais sobre esta evocación
La pena del talión
(Sociedad, 9 de agosto de 1861; médium: Sr. d’Ambel)
Un corresponsal de la Sociedad le transmite a la misma la siguiente nota:
«El Sr. Antonio B..., uno de mis parientes, escritor de mérito, estimado por sus conciudadanos, el cual había ejercido con distinción y probidad cargos públicos en Lombardía, cayó en un estado de muerte aparente hace aproximadamente diez años, a consecuencia de un ataque de apoplejía, estado que desgraciadamente fue considerado una muerte real, como ocurre algunas veces. Lo que facilitó aún más el error fueron las señales de descomposición que creyeron percibir en el cuerpo. Quince días después del entierro, una circunstancia fortuita determinó que la familia solicitara su exhumación: se trataba de un medallón que, por descuido, había sido olvidado dentro del ataúd. Pero grande fue el estupor de los asistentes cuando, al abrirse el cajón, se comprobó que el cuerpo había cambiado de posición: se había dado vuelta quedando boca abajo y, ¡cosa horrible!, que una de sus manos estaba parcialmente comida por el difunto. Entonces quedó de manifiesto que el desdichado Antonio B... había sido enterrado vivo, debiendo haber sucumbido bajo las angustias de la desesperación y del hambre. Sea como fuere, de este triste acontecimiento y de sus consecuencias morales, ¿no sería interesante, desde el punto de vista espírita y psicológico, hacer una investigación en el mundo de los Espíritus?»
1. Evocación de Antonio B... –Resp. ¿Que queréis de mí?
2. Uno de vuestros parientes nos ha pedido que os evocásemos; lo hacemos de buen grado y estaremos complacidos si consentís en respondernos. –Resp. Sí, consiento en contestaros.
3. ¿Recordáis las circunstancias de vuestra muerte? –Resp. ¡Ah,
por supuesto que las recuerdo! ¿Por qué me traéis a la memoria ese castigo?
4. ¿Es cierto que habéis sido enterrado vivo por equivocación? –Resp. Esto debía ser así, puesto que la muerte aparente tuvo todas las características de una muerte real; yo estaba casi exangüe. No se debe imputar a nadie un hecho previsto desde antes de mi nacimiento.
5. Si estas preguntas os causan sufrimiento, podemos evitarlas. –Resp. No, continuad.
6. Desearíamos que fueseis feliz, ya que habéis tenido la reputación de un hombre honesto. –Resp. Os agradezco mucho; sé que oraréis por mí. Voy a tratar de responderos, pero si no lo consigo, uno de vuestros habituales guías me suplirá.
7. ¿Podríais describirnos las sensaciones que habéis experimentado en aquel terrible momento? –Resp. ¡Oh, qué dolorosa prueba! ¡Sentirse encerrado entre cuatro tablas, sin poder moverse ni cambiar de posición! No poder gritar, ¡porque la voz no resuena en un medio que carece de aire! ¡Oh, qué tortura la del desgraciado que se esfuerza en vano por respirar en una atmósfera insuficiente y desprovista de la parte respirable! ¡Ah! Me hallaba como un condenado en la boca de un horno, a pesar del calor. ¡Oh, no le deseo a nadie semejantes torturas! ¡No, no le deseo a nadie un fin como el que he tenido! ¡Ay! ¡Una cruel punición para una cruel y feroz existencia! No me preguntéis en qué pensaba, pero me sumergía en el pasado y vislumbraba vagamente el porvenir.
8. Decís: ¡Una cruel punición para una cruel y feroz existencia! Pero vuestra reputación, hasta hoy intacta, no hacía suponer nada parecido. ¿Podéis explicarnos esto? –Resp. ¡Qué es la duración de una existencia en la eternidad! Ciertamente, he procurado obrar bien en mi última encarnación; pero yo había aceptado ese fin antes de reencarnar. ¡Ah! ¿Por qué me interrogáis sobre ese pasado doloroso, que sólo yo y los Espíritus –ministros del Todopoderoso– conocíamos? No obstante, pues, es preciso que os diga que en una existencia anterior yo había emparedado a una mujer, ¡a mi propia esposa!, ¡totalmente viva en una cripta! ¡Es la pena del talión la que he debido aplicarme! Ojo por ojo, diente por diente.
9. Os agradecemos por haber tenido a bien responder a nuestras preguntas, y rogamos a Dios que os perdone el pasado, en atención al mérito de vuestra última existencia. –Resp. Volveré más tarde; por lo demás, el Espíritu Erasto completará de buen grado mi comunicación.
Reflexiones de Lamennais sobre esta evocación
¡Dios es bueno! Pero el hombre, para llegar al perfeccionamiento, debe superar las pruebas más crueles. Este infeliz vivió varios siglos durante su desesperada agonía y, aunque su existencia haya sido honorable, esta prueba debía tener lugar, pues la había elegido.
Reflexiones de Erasto
Lo que debéis extraer de esta enseñanza es que todas vuestras existencias están relacionadas entre sí, y que ninguna es independiente de las otras; las preocupaciones, las dificultades, como los grandes dolores que afectan a los hombres, son siempre las consecuencias de una existencia anterior criminal o mal empleada. Sin embargo, debo deciros que finales semejantes al de Antonio B... son raros, y si este hombre –cuya última existencia estuvo exenta de reprobaciones– murió de esa manera, es porque él mismo había solicitado una muerte semejante, a fin de abreviar el tiempo de su erraticidad y para alcanzar más rápidamente las esferas elevadas. En efecto, después de un período de turbación y de sufrimiento moral para expiar aún su espantoso crimen, le será perdonado y se elevará hacia un mundo mejor en el que encontrará a su víctima, que lo espera y que lo perdonó hace mucho tiempo. Estimados espíritas, aprovechad este ejemplo cruel para soportar con paciencia los sufrimientos corporales, los sufrimientos morales y todas las pequeñas miserias de la vida.
Preg. ¿Qué provecho puede extraer la humanidad de semejantes puniciones? –Resp. Los castigos no son para que la humanidad se desarrolle, sino para punir al individuo culpable. En efecto, la humanidad no tiene ningún interés en ver sufrir a uno de los suyos. Aquí la punición ha sido apropiada a la falta. ¿Por qué existen locos y cretinos? ¿Por qué hay personas paralíticas? ¿Por qué algunos mueren quemados? ¿Por qué otros padecen durante años las torturas de una larga agonía entre la vida y la muerte? ¡Ah! Creedme, respetad la voluntad soberana y no intentéis sondear la razón de los decretos de la Providencia. ¡Sabedlo! Dios es justo, y realiza bien todo lo que Él hace.
ERASTO
Nota – ¿No hay en este hecho una gran y terrible enseñanza? De esa manera, la justicia de Dios alcanza siempre al culpable y, aunque algunas veces sea tardía, no por eso deja de seguir su curso. ¿No es eminentemente moralizador saber que a los grandes culpables que terminan apaciblemente su existencia, y a menudo en la abundancia de bienes terrenales, tarde o temprano les ha de llegar la hora de la expiación? Penas de esta naturaleza son comprensibles, no sólo porque de algún modo están a la vista, sino porque son lógicas; se cree en ellas porque la razón las admite. Ahora bien, preguntamos si ese cuadro que el Espiritismo desdobla a cada instante ante nosotros, no es más adecuado para persuadirnos y protegernos del borde del abismo, que el miedo de las llamas eternas en las cuales no creemos. Si se leen nuevamente las evocaciones que hemos publicado en esta Revista, se verá que no hay un vicio que no tenga su punición, ni una virtud que no tenga su recompensa, las cuales son proporcionales al mérito o al grado de culpabilidad, porque Dios tiene en cuenta todas las circunstancias que puedan atenuar el mal o aumentar el premio del bien.
Preg. ¿Qué provecho puede extraer la humanidad de semejantes puniciones? –Resp. Los castigos no son para que la humanidad se desarrolle, sino para punir al individuo culpable. En efecto, la humanidad no tiene ningún interés en ver sufrir a uno de los suyos. Aquí la punición ha sido apropiada a la falta. ¿Por qué existen locos y cretinos? ¿Por qué hay personas paralíticas? ¿Por qué algunos mueren quemados? ¿Por qué otros padecen durante años las torturas de una larga agonía entre la vida y la muerte? ¡Ah! Creedme, respetad la voluntad soberana y no intentéis sondear la razón de los decretos de la Providencia. ¡Sabedlo! Dios es justo, y realiza bien todo lo que Él hace.
Correspondencia
Carta del Sr. Mathieu sobre la mediumnidad en los pájaros
París, 11 de agosto de 1861.
Señor: Otra vez soy yo el que os escribe, y para rendir –si lo permitís– un nuevo homenaje a la verdad.
Solamente hoy he leído, en el último número de vuestra Revista, excelentes observaciones de vuestra parte sobre la supuesta facultad medianímica en los pájaros, y me adelanto en agradeceros por el nuevo servicio que habéis prestado a la causa que ambos defendemos.
Varias exhibiciones de pájaros maravillosos han tenido lugar en estos últimos años, y como yo conocía la principal artimaña de los procedimientos ejecutados por esas interesantes aves domésticas, escuchaba con mucha pena y pesar a ciertos espiritualistas o espíritas, atribuir dichos procedimientos a una acción medianímica, lo que debía hacer sonreír in petto, si así puedo expresarme, a los adiestradores de esos pájaros. Pero lo que ellos no parecían muy dispuestos a desmentir, vengo yo a desmentirlo por ellos, ya que se me presenta la ocasión, no para perjudicar a su industria –lo que me dejaría constreñido–, sino para impedir una deplorable confusión entre los hechos que una ingeniosa paciencia y una cierta destreza de manos producen sólo en ellos, y los que la intervención de los Espíritus producen en nosotros.
Tenéis toda la razón al decir: «En efecto, esos pájaros hacen cosas que ni el hombre más inteligente, ni el sonámbulo más lúcido podrían hacer, de donde se deduciría que los mismos poseen facultades intelectuales superiores al hombre, lo que es contrario a las leyes de la Naturaleza.» Esta consideración debería llamar la atención de las personas demasiado entusiastas, que no temen en recurrir a la facultad mediúmnica para explicar experiencias que a primera vista no comprenden; pero infelizmente los observadores fríos y juiciosos son aún muy raros, y entre los hombres honorables que acompañan nuestros estudios, existen los que no siempre saben defenderse de los arrastramientos de la imaginación y de los peligros de la ilusión.
Ahora bien, ¿queréis que os diga lo que me ha sido comunicado sobre esos pájaros maravillosos, de los cuales –no sé si os acordáis– hemos admirado juntos una muestra cierta noche? Uno de mis amigos, aficionado a todas las curiosidades posibles, me mostró un día un amplio estante de madera en el que estaban colocados un gran número de cartones pequeños, ubicados unos al lado de los otros. En esos cartones se encontraban palabras impresas, números, figuras de naipes, etc. Me dijo que los compró de un hombre que hacía exhibiciones de pájaros adiestrados y que también le vendió la manera de usarlos.
Entonces mi amigo, al sacar de su estante algunos de esos cartones, me hizo notar que los bordes superiores e inferiores eran, respectivamente, uno entero y el otro formado por dos hojas separadas por una hendidura casi imperceptible, sobre todo inapreciable a la distancia. Enseguida él me explicó que esos cartones debían ser colocados en el estante, ya sea con la hendidura para bajo o para arriba, conforme se quisiese que el pájaro los sacara del estante con su pico, o no los tocase. El pájaro era previamente amaestrado para sacar todos los cartones en que percibiese una hendidura. Parece que este adiestramiento preliminar le era dado por medio de alpiste o mediante alguna golosina, colocados en la referida hendidura; así, el pájaro terminaba por adquirir el hábito de picotear y de sacar del estante, por consecuencia, todos los cartones que allí encontrase con las hendiduras puestas para arriba.
Señor, tal es la ingeniosa artimaña que mi amigo me dio a conocer. Todo me lleva a creer que este embuste es común a todas las personas que explotan la industria de los pájaros adiestrados. Resta a dichas personas el mérito de amaestrar a sus pájaros para esos tejemanejes, con mucha paciencia y quizá con un poco de ayuno –para los pájaros, por supuesto. Les resta también salvar las apariencias con la mayor destreza posible, ya sea por connivencia o por una hábil prestidigitación en el manejo de los cartones, como en el de los acessorios que figuran en sus experiencias.
Lamento revelar así el más importante de sus secretos. Mas, por un lado, el público no verá con menos placer a los pájaros tan bien adiestrados, por más que deseen que se vuelva testigo de cosas imposibles; por otro lado, no me era posible dejar por más tiempo que una opinión fuese aceptada cuando conduce a la profanación –nada menos– de nuestros estudios. En presencia de un interés tan sagrado, creo que el silencio de la complacencia sería un escrúpulo exagerado. Si esta fuere también vuestra opinión, señor, consiento en que podáis transmitir esta noticia a vuestros lectores.
Atentamente,
MATHIEU.
Evidentemente somos del parecer del Sr. Mathieu y estamos complacidos en coincidir con él sobre esta cuestión. Le agradecemos por los detalles que ha tenido a bien transmitirnos, los cuales nuestros lectores sabrán ciertamente apreciar. El Espiritismo es bastante rico en notables hechos auténticos, sin admitir los que se refieren a lo maravilloso o a lo imposible. Un estudio serio y profundo de la ciencia espírita puede poner en guardia a las personas demasiado crédulas, porque este estudio, al darles la clave de los fenómenos, les enseña los límites en los cuales pueden producirse.
Hemos dicho que si los pájaros operasen sus prodigios con conocimiento de causa y con el esfuerzo de su inteligencia, harían lo que no pueden realizar ni el hombre más inteligente, ni el sonámbulo más lúcido. Esto nos recuerda al sucesor del célebre perro Munito que, hace 25 ó 30 años, vimos que le ganaba constantemente a su compañero en el juego de naipes, y que daba el total de una suma antes que nosotros mismos pudiéramos obtenerla haciendo los cálculos. Ahora bien, sin vanidad, creemos que somos un poco más fuerte en el cálculo que aquel perro; sin ninguna duda, había allí cartas marcadas, como en el caso de los pájaros. En cuanto a los sonámbulos hay algunos que, indiscutiblemente, son bastante lúcidos para hacer cosas tan sorprendentes como las que hacen esos interesantes animales, lo que no impide que nuestra proposición sea verdadera. Se sabe que la lucidez sonambúlica –incluso la más desarrollada– es esencialmente variable e intermitente por naturaleza; que está subordinada a una multitud de circunstancias y, sobre todo, a la influencia del medio circundante; que muy raramente el sonámbulo ve de una manera instantánea; que a menudo no puede ver en un momento dado lo que verá una hora más tarde o al día siguiente; que lo que ve con una persona, no lo verá con otra. Suponiendo que haya en los animales amaestrados una facultad análoga, sería necesario admitir que ellos no sufrieran ninguna influencia que fuese susceptible de perturbarla; que la tuvieran siempre a su disposición, a toda hora, veinte veces por día si fuere preciso, y sin ninguna alteración. Es sobre todo en este aspecto que decimos que ellos hacen lo que el sonámbulo más lúcido no puede hacer. Lo que caracteriza a los procedimientos de prestidigitación es la precisión, la puntualidad, la instantaneidad, la repetición facultativa, que son cosas totalmente contrarias a la esencia de los fenómenos puramente morales del sonambulismo y del Espiritismo, cuyos efectos se deben casi siempre esperar y sólo muy raramente pueden ser provocados.
Aunque los efectos de los que acabamos de hablar hubiesen sido causados por procesos artificiales, nada probarían contra la mediumnidad en los animales, en general.
Por lo tanto, la cuestión sería saber si en ellos existe o no la posibilidad de servir de intermediarios entre los Espíritus y los hombres; ahora bien, la incompatibilidad de su naturaleza, en este aspecto, está demostrada por la disertación de Erasto sobre ese tema, enseñanza publicada en nuestro número del mes de agosto, y la del mismo Espíritu sobre el Papel de los médiums en las comunicaciones, insertada en la Revista del mes de julio.
París, 11 de agosto de 1861.
Señor: Otra vez soy yo el que os escribe, y para rendir –si lo permitís– un nuevo homenaje a la verdad.
Solamente hoy he leído, en el último número de vuestra Revista, excelentes observaciones de vuestra parte sobre la supuesta facultad medianímica en los pájaros, y me adelanto en agradeceros por el nuevo servicio que habéis prestado a la causa que ambos defendemos.
Varias exhibiciones de pájaros maravillosos han tenido lugar en estos últimos años, y como yo conocía la principal artimaña de los procedimientos ejecutados por esas interesantes aves domésticas, escuchaba con mucha pena y pesar a ciertos espiritualistas o espíritas, atribuir dichos procedimientos a una acción medianímica, lo que debía hacer sonreír in petto, si así puedo expresarme, a los adiestradores de esos pájaros. Pero lo que ellos no parecían muy dispuestos a desmentir, vengo yo a desmentirlo por ellos, ya que se me presenta la ocasión, no para perjudicar a su industria –lo que me dejaría constreñido–, sino para impedir una deplorable confusión entre los hechos que una ingeniosa paciencia y una cierta destreza de manos producen sólo en ellos, y los que la intervención de los Espíritus producen en nosotros.
Tenéis toda la razón al decir: «En efecto, esos pájaros hacen cosas que ni el hombre más inteligente, ni el sonámbulo más lúcido podrían hacer, de donde se deduciría que los mismos poseen facultades intelectuales superiores al hombre, lo que es contrario a las leyes de la Naturaleza.» Esta consideración debería llamar la atención de las personas demasiado entusiastas, que no temen en recurrir a la facultad mediúmnica para explicar experiencias que a primera vista no comprenden; pero infelizmente los observadores fríos y juiciosos son aún muy raros, y entre los hombres honorables que acompañan nuestros estudios, existen los que no siempre saben defenderse de los arrastramientos de la imaginación y de los peligros de la ilusión.
Ahora bien, ¿queréis que os diga lo que me ha sido comunicado sobre esos pájaros maravillosos, de los cuales –no sé si os acordáis– hemos admirado juntos una muestra cierta noche? Uno de mis amigos, aficionado a todas las curiosidades posibles, me mostró un día un amplio estante de madera en el que estaban colocados un gran número de cartones pequeños, ubicados unos al lado de los otros. En esos cartones se encontraban palabras impresas, números, figuras de naipes, etc. Me dijo que los compró de un hombre que hacía exhibiciones de pájaros adiestrados y que también le vendió la manera de usarlos.
Entonces mi amigo, al sacar de su estante algunos de esos cartones, me hizo notar que los bordes superiores e inferiores eran, respectivamente, uno entero y el otro formado por dos hojas separadas por una hendidura casi imperceptible, sobre todo inapreciable a la distancia. Enseguida él me explicó que esos cartones debían ser colocados en el estante, ya sea con la hendidura para bajo o para arriba, conforme se quisiese que el pájaro los sacara del estante con su pico, o no los tocase. El pájaro era previamente amaestrado para sacar todos los cartones en que percibiese una hendidura. Parece que este adiestramiento preliminar le era dado por medio de alpiste o mediante alguna golosina, colocados en la referida hendidura; así, el pájaro terminaba por adquirir el hábito de picotear y de sacar del estante, por consecuencia, todos los cartones que allí encontrase con las hendiduras puestas para arriba.
Señor, tal es la ingeniosa artimaña que mi amigo me dio a conocer. Todo me lleva a creer que este embuste es común a todas las personas que explotan la industria de los pájaros adiestrados. Resta a dichas personas el mérito de amaestrar a sus pájaros para esos tejemanejes, con mucha paciencia y quizá con un poco de ayuno –para los pájaros, por supuesto. Les resta también salvar las apariencias con la mayor destreza posible, ya sea por connivencia o por una hábil prestidigitación en el manejo de los cartones, como en el de los acessorios que figuran en sus experiencias.
Lamento revelar así el más importante de sus secretos. Mas, por un lado, el público no verá con menos placer a los pájaros tan bien adiestrados, por más que deseen que se vuelva testigo de cosas imposibles; por otro lado, no me era posible dejar por más tiempo que una opinión fuese aceptada cuando conduce a la profanación –nada menos– de nuestros estudios. En presencia de un interés tan sagrado, creo que el silencio de la complacencia sería un escrúpulo exagerado. Si esta fuere también vuestra opinión, señor, consiento en que podáis transmitir esta noticia a vuestros lectores.
Atentamente,
Hemos dicho que si los pájaros operasen sus prodigios con conocimiento de causa y con el esfuerzo de su inteligencia, harían lo que no pueden realizar ni el hombre más inteligente, ni el sonámbulo más lúcido. Esto nos recuerda al sucesor del célebre perro Munito que, hace 25 ó 30 años, vimos que le ganaba constantemente a su compañero en el juego de naipes, y que daba el total de una suma antes que nosotros mismos pudiéramos obtenerla haciendo los cálculos. Ahora bien, sin vanidad, creemos que somos un poco más fuerte en el cálculo que aquel perro; sin ninguna duda, había allí cartas marcadas, como en el caso de los pájaros. En cuanto a los sonámbulos hay algunos que, indiscutiblemente, son bastante lúcidos para hacer cosas tan sorprendentes como las que hacen esos interesantes animales, lo que no impide que nuestra proposición sea verdadera. Se sabe que la lucidez sonambúlica –incluso la más desarrollada– es esencialmente variable e intermitente por naturaleza; que está subordinada a una multitud de circunstancias y, sobre todo, a la influencia del medio circundante; que muy raramente el sonámbulo ve de una manera instantánea; que a menudo no puede ver en un momento dado lo que verá una hora más tarde o al día siguiente; que lo que ve con una persona, no lo verá con otra. Suponiendo que haya en los animales amaestrados una facultad análoga, sería necesario admitir que ellos no sufrieran ninguna influencia que fuese susceptible de perturbarla; que la tuvieran siempre a su disposición, a toda hora, veinte veces por día si fuere preciso, y sin ninguna alteración. Es sobre todo en este aspecto que decimos que ellos hacen lo que el sonámbulo más lúcido no puede hacer. Lo que caracteriza a los procedimientos de prestidigitación es la precisión, la puntualidad, la instantaneidad, la repetición facultativa, que son cosas totalmente contrarias a la esencia de los fenómenos puramente morales del sonambulismo y del Espiritismo, cuyos efectos se deben casi siempre esperar y sólo muy raramente pueden ser provocados.
Aunque los efectos de los que acabamos de hablar hubiesen sido causados por procesos artificiales, nada probarían contra la mediumnidad en los animales, en general.
Por lo tanto, la cuestión sería saber si en ellos existe o no la posibilidad de servir de intermediarios entre los Espíritus y los hombres; ahora bien, la incompatibilidad de su naturaleza, en este aspecto, está demostrada por la disertación de Erasto sobre ese tema, enseñanza publicada en nuestro número del mes de agosto, y la del mismo Espíritu sobre el Papel de los médiums en las comunicaciones, insertada en la Revista del mes de julio.
Carta del Sr. Jobard sobre los espíritas de Metz
Bruselas, 18 de agosto de 1861.
Querido maestro mío:
Acabo de visitar a los espíritas de Metz, como vos visitasteis a los de Lyon el año pasado; mas en lugar de obreros pobres, sencillos e iletrados, son condes, barones, coroneles, oficiales de ingeniería, antiguos alumnos de la Escuela Politécnica, sabios conocidos por obras de gran mérito. Ellos también me ofrecieron un banquete, pero un banquete de pagano, que no tenía nada de común con los modestos ágapes de los primeros cristianos; también el Espíritu Lamennais les hizo una observación en estos términos:
«¡Pobre Humanidad! Recogéis siempre los restos del medio en que vivís; materializáis todo, lo que prueba que el lodo aún mancha vuestro ser. No os hago reproches, sino una simple observación; al tener vuestro objetivo excelentes intenciones, los caminos que os llevan al mismo no son condenables. Si al lado de una satisfacción casi animal, ponéis el deseo de santificarla, de ennoblecerla, seguramente la pureza de vuestros gozos la centuplicará. Además de las buenas palabras que van a fortalecer vuestra amistad, al lado del recuerdo de esta buena jornada, en la cual el Espiritismo tiene una gran participación, no dejéis la mesa sin haber pensado que los Espíritus buenos –que son los profesores de vuestras reuniones– tienen derecho a un pensamiento de reconocimiento.»
Que esto sirva de lección a los Lúculos, a los Trimalciones parisienses, que devoran en una cena el alimento de cien familias, pretendiendo que Dios les ha dado los bienes de la Tierra para el goce de los mismos. Para usar, sí, pero no para abusar, a punto de alterar la salud del cuerpo y del Espíritu. ¿Para qué sirven –pregunto– esos dobles, triples y cuádruples servicios, esa creciente superfluidad de los más delicados vinos, a los cuales parece que Dios les ha sacado el sabor por un milagro inverso al de las bodas de Caná y que los transforma en veneno para aquellos que pierden la razón, a punto de volverse insensibles a las advertencias de su instinto animal? Aun cuando el Espiritismo, difundido en las clases altas de la sociedad, no tuviese por efecto sino poner un freno a la glotonería y a las orgías de las mesas de los ricos, prestaría un inmenso servicio a la sociedad, que la medicina oficial no ha podido prestarle, ya que los propios médicos comparten de buen grado estos excesos que les proporcionan más pacientes, más estómagos para desobstruir, más bazos para tratar, más enfermos de gota para atender, porque no saben curarlos.
Os diré, querido maestro, que en Metz encontré casas de la antigua nobleza, muy religiosas, cuyas abuelas, madres, hijas y nietos –y hasta sus dirigentes eclesiásticos– obtienen por la tiptología magníficos dictados, aunque de un orden inferior al de los médiums eruditos de la Sociedad de que os hablo.
Al haber preguntado a dos Espíritus lo que ellos pensaban de un cierto libro, uno nos dijo que él lo había leído y meditado, y le hizo el mayor de los elogios; el otro confesó que no lo había leído, pero que había oído hablar muy bien al respecto; a un tercero le resultó bueno, pero reprochaba que lo encontraba un poco confuso. Exactamente como se juzga entre nosotros.
Otro nos expuso una cosmogonía muy atrayente y la presentaba como siendo la más pura verdad; como él afirmaba que penetraba hasta en los secretos de Dios sobre el futuro, le pregunté si él era el propio Dios o si su teoría no era más que una bella hipótesis de su parte; titubeó y reconoció que había ido demasiado lejos, pero que para él era una convicción. ¡En hora buena!
En pocos días recibiréis la primera publicación de los espíritas de Metz, de la cual han tenido a bien solicitarme que sea su patrocinador; quedaréis contento con la misma porque es buena. Encontraréis allí dos discursos de Lamennais sobre la oración, que un sacerdote leyó en el sermón dominical, declarando que no podían ser obra de un hombre. Madame de Girardin los visita como a vosotros, y reconoceréis allí su espíritu, su corazón y su estilo.
El Círculo de Metz me ha solicitado que lo pusiera en contacto con el Círculo Belga, que aún se compone de dos médiums, uno francés y otro inglés. Los belgas son infinitamente más razonables: lamentan de todo corazón que un hombre de una inteligencia tan grande como la mía, en todas las disciplinas vinculadas a la Industria y a las Ciencias, acepte esa locura de creer en la existencia y, además, en la inmortalidad del alma. Con piedad, ellos se alejan de mí y dicen: «¡Qué será de nosotros!» Es lo que me ha sucedido ayer a la noche al leerles vuestra Revista, que yo pensaba que les debía interesar, y que ellos consideran un periódico de entretenimientos.
JOBARD
Nota – Desde hace tiempo sabíamos que la ciudad de Metz marcha a paso largo en la senda del progreso espírita, y que los Sres. oficiales no son los últimos en seguirla; nos sentimos felices por tener la confirmación de esto, a través del Sr. Jobard, nuestro honorable colega. Así, tendremos el placer de dar noticias sobre los trabajos de ese Círculo, que se asienta en bases verdaderamente serias; por la posición social de sus miembros, no dejará de ejercer una gran influencia. Posteriormente hablaremos también del Círculo Espírita de Burdeos, que se funda con los auspicios de la Sociedad de París, ya con integrantes muy numerosos y en condiciones que no dejarán de ubicarlo en primera línea.
Conocemos bastante los principios del Sr. Jobard para tener la certeza de que, al enumerar los títulos y las cualidades de los espíritas de Metz a la par de los modestos obreros que hemos visitado el año pasado en Lyon, no quiso hacer ninguna comparación ofensiva; su objetivo fue únicamente constatar que el Espiritismo cuenta con adeptos en todos los estratos sociales. Es un hecho bien conocido que, por un designio providencial, la Doctrina Espírita los ha reclutado primero entre las clases esclarecidas, a fin de probar a sus adversarios que no es privilegio de los tontos y de los ignorantes, y también para llegar a las masas solamente después de haber sido depurada y despojada de toda idea supersticiosa. Sólo hace poco que la Doctrina ha penetrado entre los operarios, mas aquí también ha hecho rápidos progresos, porque aporta consuelos supremos a los sufrimientos materiales, que enseña a soportar con resignación y coraje.
El Sr. Jobard se equivoca si cree que en Lyon sólo hemos encontrado a espíritas entre los obreros; la alta industria, el gran comercio, las Artes y las Ciencias, allá como en otros lugares, proporcionan su contingente. Es verdad que allí los operarios son mayoría, por circunstancias enteramente locales. Esos obreros son pobres, como dice el Sr. Jobard; esta es una razón para tenderles la mano; mas son llenos de sentimientos, de dedicación y de abnegación: si sólo tienen un pedazo de pan, saben compartirlo con sus hermanos. También es verdad que son simples, es decir, que no tienen orgullo ni la presunción de saber. ¿Son iletrados? Relativamente sí, pero no en sentido absoluto. A falta de conocimiento, tienen bastante discernimiento y buen sentido para apreciar lo que es justo y para distinguir, en aquello que se les enseña, lo que es racional de lo que es absurdo. He aquí lo que hemos podido observar por nosotros mismo; es por eso que aprovechamos la ocasión para hacerles justicia. La siguiente carta, a través de la cual nos invitan para ir a visitarlos aún este año, testimonia la feliz influencia que ejercen las ideas espíritas, y los resultados que deben ser esperados cuando se generalicen las mismas.
Lyon, 20 de agosto de 1861.
Mi buen señor Allan Kardec:
Si he permanecido sin escribiros desde hace un tiempo, no se debe a que haya indiferencia de mi parte; es que, sabiendo de la voluminosa correspondencia que recibís, solamente os escribo cuando tengo algo importante para hablaros. Por lo tanto, vengo a deciros que este año contamos con vuestra visita y os rogamos que nos informéis –con la mayor precisión posible– la fecha de vuestra llegada y el lugar donde arribaréis, porque este año el número de espíritas aumentó mucho, sobre todo entre las clases obreras. Todos quieren veros, escutaros y, aunque sepan perfectamente que han sido los Espíritus que dictaron vuestras obras, desean ver al hombre que Dios ha elegido para esta bella misión. Quieren deciros cuán felices se sienten por leeros y por haceros juez del progreso moral que han extraído de vuestras instrucciones, porque se esfuerzan para ser mansos, pacientes y resignados en su miseria, que es tan grande en Lyon, sobre todo entre los tejedores de seda. Los que murmuran, los que aún se quejan son los principiantes; los más instruidos les dicen: ¡Coraje!, nuestras penas y nuestros sufrimientos son pruebas o las consecuencias de nuestras existencias anteriores; Dios, que es bueno y justo, nos hará más felices y nos recompensará en nuevas reencarnaciones. Allan Kardec nos lo ha dicho y lo prueba en sus escritos.
Hemos elegido un local mayor que el de la última vez, pues seremos más de cien; nuestra comida será modesta, porque las contribuciones serán pequeñas; tendremos, más bien, el placer de la reunión. Hago de tal modo que haya espíritas de todas las clases y de todas las condiciones, a fin de hacerles comprender que todos son hermanos. El Sr. Dijoud se ocupa de ello con esmero y traerá a todo su Grupo, que es numeroso.
Con devoción y estima,
C. REY.
Bruselas, 18 de agosto de 1861.
Querido maestro mío:
Acabo de visitar a los espíritas de Metz, como vos visitasteis a los de Lyon el año pasado; mas en lugar de obreros pobres, sencillos e iletrados, son condes, barones, coroneles, oficiales de ingeniería, antiguos alumnos de la Escuela Politécnica, sabios conocidos por obras de gran mérito. Ellos también me ofrecieron un banquete, pero un banquete de pagano, que no tenía nada de común con los modestos ágapes de los primeros cristianos; también el Espíritu Lamennais les hizo una observación en estos términos:
«¡Pobre Humanidad! Recogéis siempre los restos del medio en que vivís; materializáis todo, lo que prueba que el lodo aún mancha vuestro ser. No os hago reproches, sino una simple observación; al tener vuestro objetivo excelentes intenciones, los caminos que os llevan al mismo no son condenables. Si al lado de una satisfacción casi animal, ponéis el deseo de santificarla, de ennoblecerla, seguramente la pureza de vuestros gozos la centuplicará. Además de las buenas palabras que van a fortalecer vuestra amistad, al lado del recuerdo de esta buena jornada, en la cual el Espiritismo tiene una gran participación, no dejéis la mesa sin haber pensado que los Espíritus buenos –que son los profesores de vuestras reuniones– tienen derecho a un pensamiento de reconocimiento.»
Que esto sirva de lección a los Lúculos, a los Trimalciones parisienses, que devoran en una cena el alimento de cien familias, pretendiendo que Dios les ha dado los bienes de la Tierra para el goce de los mismos. Para usar, sí, pero no para abusar, a punto de alterar la salud del cuerpo y del Espíritu. ¿Para qué sirven –pregunto– esos dobles, triples y cuádruples servicios, esa creciente superfluidad de los más delicados vinos, a los cuales parece que Dios les ha sacado el sabor por un milagro inverso al de las bodas de Caná y que los transforma en veneno para aquellos que pierden la razón, a punto de volverse insensibles a las advertencias de su instinto animal? Aun cuando el Espiritismo, difundido en las clases altas de la sociedad, no tuviese por efecto sino poner un freno a la glotonería y a las orgías de las mesas de los ricos, prestaría un inmenso servicio a la sociedad, que la medicina oficial no ha podido prestarle, ya que los propios médicos comparten de buen grado estos excesos que les proporcionan más pacientes, más estómagos para desobstruir, más bazos para tratar, más enfermos de gota para atender, porque no saben curarlos.
Os diré, querido maestro, que en Metz encontré casas de la antigua nobleza, muy religiosas, cuyas abuelas, madres, hijas y nietos –y hasta sus dirigentes eclesiásticos– obtienen por la tiptología magníficos dictados, aunque de un orden inferior al de los médiums eruditos de la Sociedad de que os hablo.
Al haber preguntado a dos Espíritus lo que ellos pensaban de un cierto libro, uno nos dijo que él lo había leído y meditado, y le hizo el mayor de los elogios; el otro confesó que no lo había leído, pero que había oído hablar muy bien al respecto; a un tercero le resultó bueno, pero reprochaba que lo encontraba un poco confuso. Exactamente como se juzga entre nosotros.
Otro nos expuso una cosmogonía muy atrayente y la presentaba como siendo la más pura verdad; como él afirmaba que penetraba hasta en los secretos de Dios sobre el futuro, le pregunté si él era el propio Dios o si su teoría no era más que una bella hipótesis de su parte; titubeó y reconoció que había ido demasiado lejos, pero que para él era una convicción. ¡En hora buena!
En pocos días recibiréis la primera publicación de los espíritas de Metz, de la cual han tenido a bien solicitarme que sea su patrocinador; quedaréis contento con la misma porque es buena. Encontraréis allí dos discursos de Lamennais sobre la oración, que un sacerdote leyó en el sermón dominical, declarando que no podían ser obra de un hombre. Madame de Girardin los visita como a vosotros, y reconoceréis allí su espíritu, su corazón y su estilo.
El Círculo de Metz me ha solicitado que lo pusiera en contacto con el Círculo Belga, que aún se compone de dos médiums, uno francés y otro inglés. Los belgas son infinitamente más razonables: lamentan de todo corazón que un hombre de una inteligencia tan grande como la mía, en todas las disciplinas vinculadas a la Industria y a las Ciencias, acepte esa locura de creer en la existencia y, además, en la inmortalidad del alma. Con piedad, ellos se alejan de mí y dicen: «¡Qué será de nosotros!» Es lo que me ha sucedido ayer a la noche al leerles vuestra Revista, que yo pensaba que les debía interesar, y que ellos consideran un periódico de entretenimientos.
Conocemos bastante los principios del Sr. Jobard para tener la certeza de que, al enumerar los títulos y las cualidades de los espíritas de Metz a la par de los modestos obreros que hemos visitado el año pasado en Lyon, no quiso hacer ninguna comparación ofensiva; su objetivo fue únicamente constatar que el Espiritismo cuenta con adeptos en todos los estratos sociales. Es un hecho bien conocido que, por un designio providencial, la Doctrina Espírita los ha reclutado primero entre las clases esclarecidas, a fin de probar a sus adversarios que no es privilegio de los tontos y de los ignorantes, y también para llegar a las masas solamente después de haber sido depurada y despojada de toda idea supersticiosa. Sólo hace poco que la Doctrina ha penetrado entre los operarios, mas aquí también ha hecho rápidos progresos, porque aporta consuelos supremos a los sufrimientos materiales, que enseña a soportar con resignación y coraje.
El Sr. Jobard se equivoca si cree que en Lyon sólo hemos encontrado a espíritas entre los obreros; la alta industria, el gran comercio, las Artes y las Ciencias, allá como en otros lugares, proporcionan su contingente. Es verdad que allí los operarios son mayoría, por circunstancias enteramente locales. Esos obreros son pobres, como dice el Sr. Jobard; esta es una razón para tenderles la mano; mas son llenos de sentimientos, de dedicación y de abnegación: si sólo tienen un pedazo de pan, saben compartirlo con sus hermanos. También es verdad que son simples, es decir, que no tienen orgullo ni la presunción de saber. ¿Son iletrados? Relativamente sí, pero no en sentido absoluto. A falta de conocimiento, tienen bastante discernimiento y buen sentido para apreciar lo que es justo y para distinguir, en aquello que se les enseña, lo que es racional de lo que es absurdo. He aquí lo que hemos podido observar por nosotros mismo; es por eso que aprovechamos la ocasión para hacerles justicia. La siguiente carta, a través de la cual nos invitan para ir a visitarlos aún este año, testimonia la feliz influencia que ejercen las ideas espíritas, y los resultados que deben ser esperados cuando se generalicen las mismas.
Lyon, 20 de agosto de 1861.
Mi buen señor Allan Kardec:
Si he permanecido sin escribiros desde hace un tiempo, no se debe a que haya indiferencia de mi parte; es que, sabiendo de la voluminosa correspondencia que recibís, solamente os escribo cuando tengo algo importante para hablaros. Por lo tanto, vengo a deciros que este año contamos con vuestra visita y os rogamos que nos informéis –con la mayor precisión posible– la fecha de vuestra llegada y el lugar donde arribaréis, porque este año el número de espíritas aumentó mucho, sobre todo entre las clases obreras. Todos quieren veros, escutaros y, aunque sepan perfectamente que han sido los Espíritus que dictaron vuestras obras, desean ver al hombre que Dios ha elegido para esta bella misión. Quieren deciros cuán felices se sienten por leeros y por haceros juez del progreso moral que han extraído de vuestras instrucciones, porque se esfuerzan para ser mansos, pacientes y resignados en su miseria, que es tan grande en Lyon, sobre todo entre los tejedores de seda. Los que murmuran, los que aún se quejan son los principiantes; los más instruidos les dicen: ¡Coraje!, nuestras penas y nuestros sufrimientos son pruebas o las consecuencias de nuestras existencias anteriores; Dios, que es bueno y justo, nos hará más felices y nos recompensará en nuevas reencarnaciones. Allan Kardec nos lo ha dicho y lo prueba en sus escritos.
Hemos elegido un local mayor que el de la última vez, pues seremos más de cien; nuestra comida será modesta, porque las contribuciones serán pequeñas; tendremos, más bien, el placer de la reunión. Hago de tal modo que haya espíritas de todas las clases y de todas las condiciones, a fin de hacerles comprender que todos son hermanos. El Sr. Dijoud se ocupa de ello con esmero y traerá a todo su Grupo, que es numeroso.
Con devoción y estima,
También de Burdeos nos dirigen una invitación muy afectuosa.
Burdeos, 7 de agosto de 1861.
Mi estimado señor Kardec:
Vuestra última Revista anuncia que la Sociedad Espírita de París estará de vacaciones del 15 de agosto al 1º de octubre; ¿podemos esperar que, en ese intervalo, honréis con vuestra presencia a los espíritas bordeleses? Todos quedaríamos muy felices. Los más fervorosos adeptos de la Doctrina, cuyo número aumenta a cada día, desean organizar una Sociedad que dependa de la de París para el control de los trabajos. Nosotros hemos formulado un reglamento que tiene como modelo el de la Sociedad Parisiense y lo someteremos a vuestra apreciación. Además de la Sociedad principal, habrá grupos de diez a doce personas en diversos puntos de la ciudad, sobre todo para los obreros, donde los miembros de la Sociedad se harán presentes –de tiempo en tiempo y alternativamente– para dar los consejos necesarios. Todos nuestros Guías espirituales están de acuerdo en el siguiente punto: que Burdeos debe tener una Sociedad de Estudios, porque esta ciudad será el centro de la propagación del Espiritismo en todo el Sur.
Os esperamos con confianza y felicidad para el memorable día de la inauguración, y creemos que quedaréis contento con nuestro esmero y con nuestra manera de trabajar. Estamos listos para someternos a los sabios consejos de vuestra experiencia. Por lo tanto, venid a ver nuestra obra: por la obra se conoce al obrero.
Vuestro servidor muy devoto,
A. SABÒ.
Burdeos, 7 de agosto de 1861.
Mi estimado señor Kardec:
Vuestra última Revista anuncia que la Sociedad Espírita de París estará de vacaciones del 15 de agosto al 1º de octubre; ¿podemos esperar que, en ese intervalo, honréis con vuestra presencia a los espíritas bordeleses? Todos quedaríamos muy felices. Los más fervorosos adeptos de la Doctrina, cuyo número aumenta a cada día, desean organizar una Sociedad que dependa de la de París para el control de los trabajos. Nosotros hemos formulado un reglamento que tiene como modelo el de la Sociedad Parisiense y lo someteremos a vuestra apreciación. Además de la Sociedad principal, habrá grupos de diez a doce personas en diversos puntos de la ciudad, sobre todo para los obreros, donde los miembros de la Sociedad se harán presentes –de tiempo en tiempo y alternativamente– para dar los consejos necesarios. Todos nuestros Guías espirituales están de acuerdo en el siguiente punto: que Burdeos debe tener una Sociedad de Estudios, porque esta ciudad será el centro de la propagación del Espiritismo en todo el Sur.
Os esperamos con confianza y felicidad para el memorable día de la inauguración, y creemos que quedaréis contento con nuestro esmero y con nuestra manera de trabajar. Estamos listos para someternos a los sabios consejos de vuestra experiencia. Por lo tanto, venid a ver nuestra obra: por la obra se conoce al obrero.
Vuestro servidor muy devoto,
Disertaciones y enseñanzas espíritas
Un Espíritu israelita a sus correligionarios
Nuestros lectores han de recordar la bella comunicación que hemos publicado en el número de marzo último, sobre La ley de Moisés y la ley del Cristo, firmada por Mardoqueo y recibida por el Sr. R..., de Mulhouse. Este señor también ha obtenido otras comunicaciones igualmente notables del mismo Espíritu, y que nosotros publicaremos. La disertación que damos a continuación es de otro pariente, fallecido hace algunos meses. La misma ha sido dictada en tres ocasiones diferentes.
Amigos míos:
Sed espíritas, os lo ruego encarecidamente a todos. El Espiritismo es la ley de Dios; es la ley de Moisés aplicada a la época actual. Cuando Moisés dio la ley a los hijos de Israel, la ofreció tal como Dios se la había dado, y Dios la adecuó a los hombres de aquel tiempo. Pero después los hombres hicieron progresos; mejoraron en todos los sentidos; progresaron en ciencia y en moralidad. Hoy cada uno sabe conducirse; cada uno sabe lo que debe al Creador, al prójimo y a sí mismo. Por lo tanto, hoy es necesario ampliar las bases de la enseñanza; lo que la ley de Moisés os ha enseñado no es más suficiente para hacer avanzar a la humanidad, y Dios no quiere que permanezcáis siempre en el mismo punto, porque lo que era bueno hace 5000 años no lo es más hoy. Cuando queréis que vuestros hijos se adelanten, proporcionándoles una educación más fuerte, ¿los enviáis siempre a la misma escuela, donde solamente aprenderían las mismas cosas? No; los enviáis a una escuela superior. ¡Pues bien!, amigos míos, han llegado los tiempos en que Dios quiere que ampliéis el cuadro de vuestros conocimientos. El propio Cristo –aunque hizo dar a la ley mosaica un paso hacia delante– no lo ha dicho todo, porque no habría sido comprendido, pero ha lanzado semillas que deberían ser recogidas y aprovechadas por las generaciones futuras. Dios, en su infinita bondad, os envía hoy el Espiritismo, cuyas bases están todas en la ley bíblica y en la ley evangélica, para os elevar y enseñar a amaos los unos a los otros. Sí, amigos míos: la misión del Espiritismo es extinguir todos los odios, de hombre para hombre, de nación para nación; es la aurora de la fraternidad universal que se levanta. Sólo con el Espiritismo podéis llegar a una paz general y duradera.
Por lo tanto, pueblos: ¡levantaos!, permaneced de pie, porque he aquí que Dios, el Creador de todas las cosas, os envía a los Espíritus de vuestros parientes para abriros un nuevo camino, mayor y más amplio que aquel que aún seguís. ¡Oh, amigos míos!, no seáis los últimos a rendiros ante la evidencia, porque la mano de Dios se volverá más pesada sobre los incrédulos y los endurecidos, que deberán desaparecer de la Tierra para que no perturben el reino del bien que se prepara. Creed en las advertencias de aquel que fue y que será siempre vuestro pariente y vuestro amigo.
¡Que los israelitas tomen la delantera! Que enarbolen vivamente y sin tardanza la bandera que Dios envía a los hombres para unirlos en una sola familia. Armaos de coraje y de resolución; no dudéis; no os dejéis detener por los rezagados que, al hablaros de sacrilegios, desearían reteneros. No, amigos míos, no hay sacrilegio, y compadeceos de los que intenten retardar vuestra marcha con semejantes pretextos. ¿No os dice la razón que, en este mundo, no hay nada inmutable? Sólo Dios es inmutable; pero todo lo que Él ha creado debe seguir –y sigue– una marcha progresiva que nada puede detener, porque está en los designios del Creador. Por lo tanto, ¡no tratéis de impedir que la Tierra gire!
Las instituciones que eran magníficas hace 5000 años, hoy son obsoletas; el objetivo al cual se destinaban está superado; ya no son más suficientes para la sociedad actual, así como el Antiguo Régimen francés no podría servir hoy a Francia. Un nuevo progreso se prepara, sin el cual todas las otras mejoras sociales quedan sin bases sólidas; este progreso es la fraternidad universal, cuyas semillas han sido lanzadas por el Cristo y que germinan en el Espiritismo. ¿Seríais, entonces, los últimos a entrar en este camino? ¿No veis que el mundo viejo está en trabajo de parto para renovarse? Echad una mirada sobre el mapa –no digo de Europa, sino del mundo– y observad cómo caen, una a una, todas las instituciones arcaicas, para nunca más levantarse. ¿Por qué esto? Es la aurora de la libertad que se eleva y expulsa a los despotismos de todas las especies, como los primeros rayos del sol que disipan las tinieblas de la noche. Los pueblos están cansados de ser enemigos; ellos comprenden que su felicidad está en la fraternidad y quieren ser libres, porque no pueden mejorarse y volverse hermanos mientras no sean libres. ¿No reconocéis, en la dirección de un gran pueblo, a un hombre eminente que cumple una misión asignada por Dios y que prepara los caminos? ¿No escucháis los sombríos estallidos del mundo viejo, que se desmorona para dar lugar a la Nueva Era? Ya veréis surgir en la cátedra de san Pedro a un pontífice que proclamará los nuevos principios, y esta creencia –que llegará a ser la de todos los pueblos– reunirá a todas las sectas disidentes en una única y misma familia. Entonces, estad preparados; enarbolad –como os dije– la bandera de esta enseñanza tan grande y tan santa, para que no seáis los últimos.
Israelitas de Burdeos y de Bayonne: vosotros que habéis marchado al frente del progreso, levantaos; aclamad al Espiritismo, porque es la ley del Señor, y bendecidlo, porque os proporciona los medios de llegar más rápidamente a la felicidad eterna, que está destinada a sus elegidos.
Amigos míos:
No os sorprendáis al leer esta comunicación. La misma proviene de mí, Édouard Pereyre, vuestro pariente, vuestro amigo y vuestro compatriota. He sido realmente yo el que la ha dictado a mi sobrino Rodolphe, cuya mano guío para hacerlo escribir con mi letra. Para os convencer mejor me tomo este trabajo, lo que es una fatiga para el médium y para mí, ya que el médium debe seguir un movimiento contrario al que le es habitual.
Sí, amigos míos, el Espiritismo es una nueva revelación; comprended el alcance de esta palabra en toda su acepción. Es una revelación, porque os devela una nueva fuerza de la Naturaleza, de la cual no sospechabais y, entretanto, es tan antigua como el mundo. En la época de Moisés era conocida por los hombres de élite de nuestra historia religiosa, y fue a través de ella que recibisteis las primeras enseñanzas sobre los deberes del hombre para con su Creador; pero ella no dio sino lo que era compatible con los hombres de aquella época.
Hoy, que el progreso está realizado; que la luz se expande en las masas; que la estupidez y la ignorancia de las primeras edades comienzan a dar lugar a la razón y al sentido moral; hoy, que la idea de Dios es comprendida por todos o, al menos, por la inmensa mayoría, surge una nueva revelación, que se produce simultáneamente en todos los pueblos instruidos, modificándose entretanto según el grado de adelanto de esos pueblos. Esta revelación os dice que el hombre no muere, que el alma sobrevive al cuerpo y que habita el espacio, entre vosotros y a vuestro lado.
Sí, amigos míos; consolaos cuando perdáis a un ser querido, porque no perdéis sino su cuerpo material; su Espíritu vive entre vosotros, para os guiar, os instruir y os inspirar. Secad vuestras lágrimas, sobre todo si él fue bueno, caritativo y sin orgullo, porque entonces es feliz en ese nuevo mundo donde todas las religiones se confunden en una única y misma adoración, extirpando todos los odios y todos los celos de sectas. También nosotros somos felices cuando podemos inspirar esos mismos sentimientos a los hombres que estamos encargados de instruir, y nuestra mayor felicidad es la de veros entrar en la buena senda, porque entonces abrís la puerta por la cual os reencontraréis con nosotros. Preguntad al médium cuáles son las sublimes enseñanzas que él recibe de su abuelo Mardoqueo; si sigue el camino que le es trazado, prepara para sí mismo un futuro de felicidad; pero si falta a sus deberes después de semejante enseñanza, asumirá toda la responsabilidad de ello y tendrá que recomenzar hasta que haya cumplido apropiadamente con su tarea.
Sí, amigos míos, ya vivimos corporalmente y viviremos aún; la felicidad que disfrutamos no es más que relativa; hay estados muy superiores al que nos encontramos y a los cuales no se llega sino a través de encarnaciones sucesivas y progresivas en otros mundos. Por lo tanto, no creáis que, de todos los globos del Universo, la Tierra sea el único habitado. ¡Pobre orgullo del hombre, que piensa que Dios solamente creó todos los astros para regocijar la vista de los humanos! Sabed, entonces, que todos los mundos son habitados y, entre esos mundos, ¡si supieseis la posición que ocupa la Tierra, no tendríais razones para os vanagloriar! Si no fuese por el cumplimiento de la misión que nos es dada –la de inspiraros e instruiros–, ¡cómo preferiríamos ir a visitar a esos mundos e instruirnos a nosotros mismos! Pero nuestro deber y nuestros afectos aún nos vinculan a la Tierra; más tarde, cuando cedamos nuestro lugar a los que lleguen por último, emprenderemos otras existencias en mundos mejores, purificándonos así por peldaños, hasta que nos aproximemos a Dios, nuestro Creador.
He aquí el Espiritismo; he aquí lo que Él enseña, y esto es la verdad que hoy podéis comprender y que os debe ayudar a regeneraros.
Comprended bien que todos los hombres son hermanos, sean ellos negros o blancos, ricos o pobres, musulmanes, judíos o cristianos. Como deben renacer varias veces para progresar, según la revelación que al respecto hizo el Cristo, Dios permite que aquellos que fueron unidos en existencias anteriores por los lazos de sangre o de amistad, se encuentren nuevamente en la Tierra sin reconocerse, pero en situaciones relacionadas a las expiaciones que deben sufrir por sus faltas pasadas, de manera que aquel que es vuestro criado puede haber sido vuestro señor en otra existencia; el desgraciado a quien negáis asistencia, tal vez sea uno de vuestros antepasados del cual os enorgullecéis, o un amigo que ha sido estimado por vosotros. ¿Comprendéis ahora el alcance de este mandamiento del Decálogo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»? He aquí, amigos míos, la revelación que debe llevaros a la fraternidad universal, cuando fuere comprendida por todos. He aquí por qué no debéis permanecer inmutables en vuestros principios, mas seguir la marcha del progreso trazado por Dios, sin deteneros jamás; he aquí por qué os he exhortado a enarbolar la bandera del Espiritismo. Sí, sed espíritas, porque es la ley de Dios, y recordad que en este camino está la felicidad que conduce a la perfección. Habré de ampararos, yo y todos aquellos que habéis conocido, los cuales –como yo– actúan en el mismo sentido.
Que en cada familia se estudie el Espiritismo; que en cada familia se formen médiums, para multiplicar los intérpretes de la voluntad de Dios. No os dejéis desanimar por los obstáculos de las primeras pruebas: éstas son frecuentemente cercadas de dificultades y no siempre exentas de peligro, porque no hay recompensa donde no haya un poco de esfuerzo. Todos vosotros podéis adquirir esta facultad, pero estudiad antes de tratar de obtenerla, a fin de precaveros contra los obstáculos. Purificaos de vuestras manchas; enmendad vuestro corazón y vuestros pensamientos para alejar de vosotros a los Espíritus malos; sobre todo, orad por aquellos que intentan obsesaros, porque es la oración que los convierte y que os liberta de ellos. ¡Que la experiencia de vuestros predecesores os sea provechosa y os impida caer en las mismas faltas!
Continuaré con mis instrucciones.
La religión israelita fue la primera que expresó la idea de un Dios espiritual a los ojos de los hombres. Hasta entonces los hombres adoraban: unos el sol, otros la luna; aquí, el fuego; allí, los animales; pero la idea de Dios no era representada en ninguna parte en su esencia espiritual e inmaterial.
Moisés llegó; traía una nueva ley que echaba por tierra todas las ideas recibidas antes de esa época. Él tenía que luchar contra los sacerdotes egipcios, que mantenían a los pueblos en la más absoluta ignorancia, en la más abyecta esclavitud; y esos sacerdotes, que obtenían un poder ilimitado con ese estado de cosas, no podían ver sin temor la propagación de una fe nueva, que venía a destruir la base de su poder y que amenazaba derribarlos. Esa fe traía consigo la luz, la inteligencia y la libertad de pensar: era una revolución social y moral. Así, los adeptos de esta fe, que eran encontrados en Egipto entre todas las clases y no solamente entre los descendientes de Jacob –como se ha dicho por error–, eran perseguidos, atacados, sometidos a los más duros maltratos y, en fin, expulsados del país, como habiendo infestado a la población de ideas subversivas y antisociales. Todas las veces que un progreso surge en el horizonte y se manifiesta en la Humanidad, siempre es así: las mismas persecuciones y los mismos tratamientos acompañan a los innovadores, que arrojan en la tierra de la nueva generación las semillas fecundas del progreso y de la moral; porque toda innovación progresiva que lleva a la destrucción de ciertos abusos, tiene necesariamente como enemigos a todos aquellos que están interesados en mantener esos abusos.
Pero Dios Todopoderoso, que conduce con infinita sabiduría los acontecimientos de donde debe surgir el progreso, inspiró a Moisés; le dio un poder que ningún hombre había tenido y, a través de la irradiación de ese poder, cuyos efectos impresionaban a los más incrédulos, Moisés adquirió una inmensa influencia sobre una población que, al confiar ciegamente en su destino, llevó a cabo uno de los milagros cuya impresión debería perpetuarse de generación en generación, como un recuerdo imperecedero del poder de Dios y de su profeta.
El pasaje del Mar Rojo fue el primer acto de la liberación de ese pueblo; pero faltaba promover su educación. Era preciso domarlo por la fuerza del razonamiento y por los milagros frecuentemente repetidos; era necesario inculcarle la fe y la moral; era menester enseñarle a poner su fuerza y su confianza en un Dios creador, infinito, inmaterial e infinitamente bueno y justo. Los cuarenta años de pruebas que ese pueblo pasó en el desierto, en medio de privaciones, sufrimientos, vicisitudes de todas las especies; los ejemplos de insubordinación, que fueron tan severamente reprimidos por una justicia providencial, todo eso contribuyó para desarrollar en él la fe en ese Ser Todopoderoso, cuya mano benefactora experimentaba a cada día, como también la mano severa que punía a quien lo desafiase.
En el monte Sinaí tuvo lugar esta primera revelación, ese notable misterio que causó la admiración del mundo, que lo conquistó y que expandió en la Tierra los primeros beneficios de una moral que habría de libertar al Espíritu de los lazos opresivos de la carne y de un despotismo embrutecedor; que ubicaba al hombre por encima de la esfera de los animales, haciendo de él un ser superior, capaz de elevarse por el progreso a la suprema inteligencia.
Los primeros pasos de ese pueblo, que había confiado su destino al hombre de Dios, fueron obstaculizados por las guerras, cuyo efecto debía ser el germen fecundo de una renovación social entre los pueblos que combatía. El Judaísmo se volvía el foco de la luz, de la inteligencia y de la libertad, e irradiaba un brillo notable sobre todas las naciones vecinas, provocando la hostilidad y el odio. Este resultado inmediato estaba en los designios de Dios, sin lo que el progreso hubiera sido demasiado lento; y al mismo tiempo que esas guerras fecundaban los gérmenes del progreso, eran una enseñanza para los judíos, cuya fe reavivaban.
Ese pueblo –libertado de otro pueblo, que se había confiado sin reflexión a la conducta de un hombre que se espantó con un poder milagroso–, ese pueblo tenía, pues, una misión; era un pueblo predestinado.
No fue sin razón que se ha dicho que el mismo cumplía una misión de la que no se daba cuenta, ni él, ni los otros pueblos; iba a ciegas, ejecutando sin comprender los designios de la Providencia. Esta árida misión estuvo repleta de hiel y de amargura; sus apóstoles sufrieron todas las afrentas posibles: fueron perseguidos, hostigados, apedreados, dispersados, pero en todas partes llevaban consigo esa fe viva e inteligente, esa confianza en su Dios, cuyo poder habían medido, cuya bondad habían experimentado y cuyas pruebas aceptaban, principalmente las que debían traer a la Humanidad los beneficios de la civilización.
He aquí esos apóstoles anónimos, escarnecidos y despreciados; he aquí los primeros pioneros de la libertad; ¿han sufrido bastante desde su salida de Egipto hasta nuestros días?
La hora de la rehabilitación no tardará en sonar para ellos, y no está distante el día en que esos primeros soldados de la civilización moderna serán saludados con reconocimiento y veneración; se hará justicia a los descendientes de esas antiguas familias que, inquebrantables en su fe, la han llevado como dote a todas las naciones donde Dios permitió que fuesen dispersados.
Cuando Jesucristo apareció, era también un enviado de Dios; era un nuevo astro que aparecía en la Tierra, como Moisés, cuya misión retomaba para darle continuidad, a fin de desarrollarla y adecuarla al progreso realizado. El propio Cristo estaba destinado a sufrir esa muerte ignominiosa, cuyas vías los judíos habían preparado –llevando a las circunstancias– y cuyo crimen fue cometido por los romanos. Pero dejad, pues, de considerar la historia de los pueblos y de los hombres como os lo habéis considerado hasta este día. En vuestro orgullo, vosotros imagináis que fueron ellos los que prepararon los acontecimientos que cambiaron la faz del mundo, y olvidáis que hay un Dios en el Universo que rige esa armonía admirable, a cuyas leyes os sometéis, creyendo que vosotros mismos las imponéis. Por lo tanto, observad la Historia de la Humanidad desde un punto más elevado; abarcad un horizonte más vasto y notad que todo sigue un sistema único; la ley del progreso en cada siglo, y no a cada día, os hace dar un paso.
Jesucristo fue, entonces, la segunda fase, la segunda revelación, y sus enseñanzas llevaron dieciocho siglos para difundirse, para popularizarse; evaluad por esto cómo es lento el progreso, y lo que deberían ser los hombres cuando Moisés trajo a un mundo atónito la idea de un Dios Todopoderoso, infinito e inmaterial, cuyo poder se volvía visible para ese pueblo, para el cual su misión proporcionó tantas espinas y escollos. El progreso, pues, no se efectúa sin dificultades; es a sus expensas y a través de sus sufrimientos y vicisitudes crueles que la humanidad aprende el objetivo de su destino y el poder de Aquel al que debe su existencia.
El Cristianismo fue, por lo tanto, el resultado de la segunda revelación. Pero esta doctrina, cuya sublime moral el Cristo había traído y desarrollado, ¿ha sido comprendida en su admirable simplicidad? ¿Y cómo es practicada por la mayoría de los que la profesan? ¿Nunca la han desviado de su objetivo? ¿Jamás han abusado de la misma para que sirviera de instrumento al despotismo, a la ambición y a la avaricia? En una palabra, todos los que se dicen cristianos, ¿viven las enseñanzas de su fundador? No; he aquí por qué ellos también debían pasar por el crisol del infortunio, que todo purifica. La historia del Cristianismo es demasiado moderna como para contar todas sus peripecias; pero, en fin, el objetivo está cerca de ser alcanzado y la nueva aurora va a despuntar, la cual, por medios diferentes os hará marchar con paso más rápido en este camino, donde habéis llevado seis mil años para llegar.
El Espiritismo es el advenimiento de una era en que se verá la realización de esta revolución en las ideas de los pueblos, porque el Espiritismo destruirá esas prevenciones incomprensibles, esos prejuicios irrazonables, que han acompañado y seguido a los judíos en su larga y penosa peregrinación. Se comprenderá que ellos pasaron por un destino providencial, del cual eran los instrumentos, así como aquellos que los perseguían con su odio lo hacían impelidos por el mismo poder, cuyos secretos designios debían cumplirse por caminos misteriosos e ignorados.
Sí, el Espiritismo es la tercera revelación; Él se revela a una generación de hombres más adelantados, que tienen aspiraciones más nobles, generosas y humanitarias, lo que debe contribuir para la fraternidad universal. He aquí el nuevo objetivo asignado por Dios a vuestros esfuerzos; pero ese resultado –como los que ya han sido alcanzados hasta este día– no será obtenido sin dolores y sin sufrimientos. Que aquellos que tienen el coraje de ser sus apóstoles se levanten, que alcen sus voces, que hablen clara y abiertamente, que expongan sus doctrinas, que ataquen los abusos y que muestren su objetivo. De ninguna manera este objetivo es un espejismo brillante que buscáis en vano; ese objetivo es real y lo alcanzaréis en la época asignada por Dios. La misma tal vez esté distante, pero ya se encuentra asignada. No temáis; id, apóstoles del progreso, marchad con audacia, con la frente alta y el corazón resignado. Tenéis por sostén una doctrina pura, exenta de todo misterio, que hace un llamado a las más bellas virtudes del alma y que ofrece esa certeza consoladora de que el alma nunca muere, sobreviviendo a la muerte y a los suplicios.
He aquí, amigos míos, el objetivo develado. Preguntaréis: ¿quiénes serán los apóstoles y cómo los reconoceremos? Dios se encarga de darlos a conocer a través de misiones que les serán confiadas y que ellos realizarán. Vosotros los reconoceréis por sus obras, pero no por las cualidades que se atribuyan. Los que reciben misiones de lo Alto las cumplen, pero no se vanaglorian por ello, porque Dios elige a los humildes para divulgar sus enseñanzas, y no a los ambiciosos y orgullosos. Por estas señales reconoceréis a los falsos profetas.
ÉDOUARD PEREYRE
Un Espíritu israelita a sus correligionarios
Nuestros lectores han de recordar la bella comunicación que hemos publicado en el número de marzo último, sobre La ley de Moisés y la ley del Cristo, firmada por Mardoqueo y recibida por el Sr. R..., de Mulhouse. Este señor también ha obtenido otras comunicaciones igualmente notables del mismo Espíritu, y que nosotros publicaremos. La disertación que damos a continuación es de otro pariente, fallecido hace algunos meses. La misma ha sido dictada en tres ocasiones diferentes.
A todos aquellos que he conocido
I
Sed espíritas, os lo ruego encarecidamente a todos. El Espiritismo es la ley de Dios; es la ley de Moisés aplicada a la época actual. Cuando Moisés dio la ley a los hijos de Israel, la ofreció tal como Dios se la había dado, y Dios la adecuó a los hombres de aquel tiempo. Pero después los hombres hicieron progresos; mejoraron en todos los sentidos; progresaron en ciencia y en moralidad. Hoy cada uno sabe conducirse; cada uno sabe lo que debe al Creador, al prójimo y a sí mismo. Por lo tanto, hoy es necesario ampliar las bases de la enseñanza; lo que la ley de Moisés os ha enseñado no es más suficiente para hacer avanzar a la humanidad, y Dios no quiere que permanezcáis siempre en el mismo punto, porque lo que era bueno hace 5000 años no lo es más hoy. Cuando queréis que vuestros hijos se adelanten, proporcionándoles una educación más fuerte, ¿los enviáis siempre a la misma escuela, donde solamente aprenderían las mismas cosas? No; los enviáis a una escuela superior. ¡Pues bien!, amigos míos, han llegado los tiempos en que Dios quiere que ampliéis el cuadro de vuestros conocimientos. El propio Cristo –aunque hizo dar a la ley mosaica un paso hacia delante– no lo ha dicho todo, porque no habría sido comprendido, pero ha lanzado semillas que deberían ser recogidas y aprovechadas por las generaciones futuras. Dios, en su infinita bondad, os envía hoy el Espiritismo, cuyas bases están todas en la ley bíblica y en la ley evangélica, para os elevar y enseñar a amaos los unos a los otros. Sí, amigos míos: la misión del Espiritismo es extinguir todos los odios, de hombre para hombre, de nación para nación; es la aurora de la fraternidad universal que se levanta. Sólo con el Espiritismo podéis llegar a una paz general y duradera.
Por lo tanto, pueblos: ¡levantaos!, permaneced de pie, porque he aquí que Dios, el Creador de todas las cosas, os envía a los Espíritus de vuestros parientes para abriros un nuevo camino, mayor y más amplio que aquel que aún seguís. ¡Oh, amigos míos!, no seáis los últimos a rendiros ante la evidencia, porque la mano de Dios se volverá más pesada sobre los incrédulos y los endurecidos, que deberán desaparecer de la Tierra para que no perturben el reino del bien que se prepara. Creed en las advertencias de aquel que fue y que será siempre vuestro pariente y vuestro amigo.
¡Que los israelitas tomen la delantera! Que enarbolen vivamente y sin tardanza la bandera que Dios envía a los hombres para unirlos en una sola familia. Armaos de coraje y de resolución; no dudéis; no os dejéis detener por los rezagados que, al hablaros de sacrilegios, desearían reteneros. No, amigos míos, no hay sacrilegio, y compadeceos de los que intenten retardar vuestra marcha con semejantes pretextos. ¿No os dice la razón que, en este mundo, no hay nada inmutable? Sólo Dios es inmutable; pero todo lo que Él ha creado debe seguir –y sigue– una marcha progresiva que nada puede detener, porque está en los designios del Creador. Por lo tanto, ¡no tratéis de impedir que la Tierra gire!
Las instituciones que eran magníficas hace 5000 años, hoy son obsoletas; el objetivo al cual se destinaban está superado; ya no son más suficientes para la sociedad actual, así como el Antiguo Régimen francés no podría servir hoy a Francia. Un nuevo progreso se prepara, sin el cual todas las otras mejoras sociales quedan sin bases sólidas; este progreso es la fraternidad universal, cuyas semillas han sido lanzadas por el Cristo y que germinan en el Espiritismo. ¿Seríais, entonces, los últimos a entrar en este camino? ¿No veis que el mundo viejo está en trabajo de parto para renovarse? Echad una mirada sobre el mapa –no digo de Europa, sino del mundo– y observad cómo caen, una a una, todas las instituciones arcaicas, para nunca más levantarse. ¿Por qué esto? Es la aurora de la libertad que se eleva y expulsa a los despotismos de todas las especies, como los primeros rayos del sol que disipan las tinieblas de la noche. Los pueblos están cansados de ser enemigos; ellos comprenden que su felicidad está en la fraternidad y quieren ser libres, porque no pueden mejorarse y volverse hermanos mientras no sean libres. ¿No reconocéis, en la dirección de un gran pueblo, a un hombre eminente que cumple una misión asignada por Dios y que prepara los caminos? ¿No escucháis los sombríos estallidos del mundo viejo, que se desmorona para dar lugar a la Nueva Era? Ya veréis surgir en la cátedra de san Pedro a un pontífice que proclamará los nuevos principios, y esta creencia –que llegará a ser la de todos los pueblos– reunirá a todas las sectas disidentes en una única y misma familia. Entonces, estad preparados; enarbolad –como os dije– la bandera de esta enseñanza tan grande y tan santa, para que no seáis los últimos.
Israelitas de Burdeos y de Bayonne: vosotros que habéis marchado al frente del progreso, levantaos; aclamad al Espiritismo, porque es la ley del Señor, y bendecidlo, porque os proporciona los medios de llegar más rápidamente a la felicidad eterna, que está destinada a sus elegidos.
II
No os sorprendáis al leer esta comunicación. La misma proviene de mí, Édouard Pereyre, vuestro pariente, vuestro amigo y vuestro compatriota. He sido realmente yo el que la ha dictado a mi sobrino Rodolphe, cuya mano guío para hacerlo escribir con mi letra. Para os convencer mejor me tomo este trabajo, lo que es una fatiga para el médium y para mí, ya que el médium debe seguir un movimiento contrario al que le es habitual.
Sí, amigos míos, el Espiritismo es una nueva revelación; comprended el alcance de esta palabra en toda su acepción. Es una revelación, porque os devela una nueva fuerza de la Naturaleza, de la cual no sospechabais y, entretanto, es tan antigua como el mundo. En la época de Moisés era conocida por los hombres de élite de nuestra historia religiosa, y fue a través de ella que recibisteis las primeras enseñanzas sobre los deberes del hombre para con su Creador; pero ella no dio sino lo que era compatible con los hombres de aquella época.
Hoy, que el progreso está realizado; que la luz se expande en las masas; que la estupidez y la ignorancia de las primeras edades comienzan a dar lugar a la razón y al sentido moral; hoy, que la idea de Dios es comprendida por todos o, al menos, por la inmensa mayoría, surge una nueva revelación, que se produce simultáneamente en todos los pueblos instruidos, modificándose entretanto según el grado de adelanto de esos pueblos. Esta revelación os dice que el hombre no muere, que el alma sobrevive al cuerpo y que habita el espacio, entre vosotros y a vuestro lado.
Sí, amigos míos; consolaos cuando perdáis a un ser querido, porque no perdéis sino su cuerpo material; su Espíritu vive entre vosotros, para os guiar, os instruir y os inspirar. Secad vuestras lágrimas, sobre todo si él fue bueno, caritativo y sin orgullo, porque entonces es feliz en ese nuevo mundo donde todas las religiones se confunden en una única y misma adoración, extirpando todos los odios y todos los celos de sectas. También nosotros somos felices cuando podemos inspirar esos mismos sentimientos a los hombres que estamos encargados de instruir, y nuestra mayor felicidad es la de veros entrar en la buena senda, porque entonces abrís la puerta por la cual os reencontraréis con nosotros. Preguntad al médium cuáles son las sublimes enseñanzas que él recibe de su abuelo Mardoqueo; si sigue el camino que le es trazado, prepara para sí mismo un futuro de felicidad; pero si falta a sus deberes después de semejante enseñanza, asumirá toda la responsabilidad de ello y tendrá que recomenzar hasta que haya cumplido apropiadamente con su tarea.
Sí, amigos míos, ya vivimos corporalmente y viviremos aún; la felicidad que disfrutamos no es más que relativa; hay estados muy superiores al que nos encontramos y a los cuales no se llega sino a través de encarnaciones sucesivas y progresivas en otros mundos. Por lo tanto, no creáis que, de todos los globos del Universo, la Tierra sea el único habitado. ¡Pobre orgullo del hombre, que piensa que Dios solamente creó todos los astros para regocijar la vista de los humanos! Sabed, entonces, que todos los mundos son habitados y, entre esos mundos, ¡si supieseis la posición que ocupa la Tierra, no tendríais razones para os vanagloriar! Si no fuese por el cumplimiento de la misión que nos es dada –la de inspiraros e instruiros–, ¡cómo preferiríamos ir a visitar a esos mundos e instruirnos a nosotros mismos! Pero nuestro deber y nuestros afectos aún nos vinculan a la Tierra; más tarde, cuando cedamos nuestro lugar a los que lleguen por último, emprenderemos otras existencias en mundos mejores, purificándonos así por peldaños, hasta que nos aproximemos a Dios, nuestro Creador.
He aquí el Espiritismo; he aquí lo que Él enseña, y esto es la verdad que hoy podéis comprender y que os debe ayudar a regeneraros.
Comprended bien que todos los hombres son hermanos, sean ellos negros o blancos, ricos o pobres, musulmanes, judíos o cristianos. Como deben renacer varias veces para progresar, según la revelación que al respecto hizo el Cristo, Dios permite que aquellos que fueron unidos en existencias anteriores por los lazos de sangre o de amistad, se encuentren nuevamente en la Tierra sin reconocerse, pero en situaciones relacionadas a las expiaciones que deben sufrir por sus faltas pasadas, de manera que aquel que es vuestro criado puede haber sido vuestro señor en otra existencia; el desgraciado a quien negáis asistencia, tal vez sea uno de vuestros antepasados del cual os enorgullecéis, o un amigo que ha sido estimado por vosotros. ¿Comprendéis ahora el alcance de este mandamiento del Decálogo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»? He aquí, amigos míos, la revelación que debe llevaros a la fraternidad universal, cuando fuere comprendida por todos. He aquí por qué no debéis permanecer inmutables en vuestros principios, mas seguir la marcha del progreso trazado por Dios, sin deteneros jamás; he aquí por qué os he exhortado a enarbolar la bandera del Espiritismo. Sí, sed espíritas, porque es la ley de Dios, y recordad que en este camino está la felicidad que conduce a la perfección. Habré de ampararos, yo y todos aquellos que habéis conocido, los cuales –como yo– actúan en el mismo sentido.
Que en cada familia se estudie el Espiritismo; que en cada familia se formen médiums, para multiplicar los intérpretes de la voluntad de Dios. No os dejéis desanimar por los obstáculos de las primeras pruebas: éstas son frecuentemente cercadas de dificultades y no siempre exentas de peligro, porque no hay recompensa donde no haya un poco de esfuerzo. Todos vosotros podéis adquirir esta facultad, pero estudiad antes de tratar de obtenerla, a fin de precaveros contra los obstáculos. Purificaos de vuestras manchas; enmendad vuestro corazón y vuestros pensamientos para alejar de vosotros a los Espíritus malos; sobre todo, orad por aquellos que intentan obsesaros, porque es la oración que los convierte y que os liberta de ellos. ¡Que la experiencia de vuestros predecesores os sea provechosa y os impida caer en las mismas faltas!
Continuaré con mis instrucciones.
III
Moisés llegó; traía una nueva ley que echaba por tierra todas las ideas recibidas antes de esa época. Él tenía que luchar contra los sacerdotes egipcios, que mantenían a los pueblos en la más absoluta ignorancia, en la más abyecta esclavitud; y esos sacerdotes, que obtenían un poder ilimitado con ese estado de cosas, no podían ver sin temor la propagación de una fe nueva, que venía a destruir la base de su poder y que amenazaba derribarlos. Esa fe traía consigo la luz, la inteligencia y la libertad de pensar: era una revolución social y moral. Así, los adeptos de esta fe, que eran encontrados en Egipto entre todas las clases y no solamente entre los descendientes de Jacob –como se ha dicho por error–, eran perseguidos, atacados, sometidos a los más duros maltratos y, en fin, expulsados del país, como habiendo infestado a la población de ideas subversivas y antisociales. Todas las veces que un progreso surge en el horizonte y se manifiesta en la Humanidad, siempre es así: las mismas persecuciones y los mismos tratamientos acompañan a los innovadores, que arrojan en la tierra de la nueva generación las semillas fecundas del progreso y de la moral; porque toda innovación progresiva que lleva a la destrucción de ciertos abusos, tiene necesariamente como enemigos a todos aquellos que están interesados en mantener esos abusos.
Pero Dios Todopoderoso, que conduce con infinita sabiduría los acontecimientos de donde debe surgir el progreso, inspiró a Moisés; le dio un poder que ningún hombre había tenido y, a través de la irradiación de ese poder, cuyos efectos impresionaban a los más incrédulos, Moisés adquirió una inmensa influencia sobre una población que, al confiar ciegamente en su destino, llevó a cabo uno de los milagros cuya impresión debería perpetuarse de generación en generación, como un recuerdo imperecedero del poder de Dios y de su profeta.
El pasaje del Mar Rojo fue el primer acto de la liberación de ese pueblo; pero faltaba promover su educación. Era preciso domarlo por la fuerza del razonamiento y por los milagros frecuentemente repetidos; era necesario inculcarle la fe y la moral; era menester enseñarle a poner su fuerza y su confianza en un Dios creador, infinito, inmaterial e infinitamente bueno y justo. Los cuarenta años de pruebas que ese pueblo pasó en el desierto, en medio de privaciones, sufrimientos, vicisitudes de todas las especies; los ejemplos de insubordinación, que fueron tan severamente reprimidos por una justicia providencial, todo eso contribuyó para desarrollar en él la fe en ese Ser Todopoderoso, cuya mano benefactora experimentaba a cada día, como también la mano severa que punía a quien lo desafiase.
En el monte Sinaí tuvo lugar esta primera revelación, ese notable misterio que causó la admiración del mundo, que lo conquistó y que expandió en la Tierra los primeros beneficios de una moral que habría de libertar al Espíritu de los lazos opresivos de la carne y de un despotismo embrutecedor; que ubicaba al hombre por encima de la esfera de los animales, haciendo de él un ser superior, capaz de elevarse por el progreso a la suprema inteligencia.
Los primeros pasos de ese pueblo, que había confiado su destino al hombre de Dios, fueron obstaculizados por las guerras, cuyo efecto debía ser el germen fecundo de una renovación social entre los pueblos que combatía. El Judaísmo se volvía el foco de la luz, de la inteligencia y de la libertad, e irradiaba un brillo notable sobre todas las naciones vecinas, provocando la hostilidad y el odio. Este resultado inmediato estaba en los designios de Dios, sin lo que el progreso hubiera sido demasiado lento; y al mismo tiempo que esas guerras fecundaban los gérmenes del progreso, eran una enseñanza para los judíos, cuya fe reavivaban.
Ese pueblo –libertado de otro pueblo, que se había confiado sin reflexión a la conducta de un hombre que se espantó con un poder milagroso–, ese pueblo tenía, pues, una misión; era un pueblo predestinado.
No fue sin razón que se ha dicho que el mismo cumplía una misión de la que no se daba cuenta, ni él, ni los otros pueblos; iba a ciegas, ejecutando sin comprender los designios de la Providencia. Esta árida misión estuvo repleta de hiel y de amargura; sus apóstoles sufrieron todas las afrentas posibles: fueron perseguidos, hostigados, apedreados, dispersados, pero en todas partes llevaban consigo esa fe viva e inteligente, esa confianza en su Dios, cuyo poder habían medido, cuya bondad habían experimentado y cuyas pruebas aceptaban, principalmente las que debían traer a la Humanidad los beneficios de la civilización.
He aquí esos apóstoles anónimos, escarnecidos y despreciados; he aquí los primeros pioneros de la libertad; ¿han sufrido bastante desde su salida de Egipto hasta nuestros días?
La hora de la rehabilitación no tardará en sonar para ellos, y no está distante el día en que esos primeros soldados de la civilización moderna serán saludados con reconocimiento y veneración; se hará justicia a los descendientes de esas antiguas familias que, inquebrantables en su fe, la han llevado como dote a todas las naciones donde Dios permitió que fuesen dispersados.
Cuando Jesucristo apareció, era también un enviado de Dios; era un nuevo astro que aparecía en la Tierra, como Moisés, cuya misión retomaba para darle continuidad, a fin de desarrollarla y adecuarla al progreso realizado. El propio Cristo estaba destinado a sufrir esa muerte ignominiosa, cuyas vías los judíos habían preparado –llevando a las circunstancias– y cuyo crimen fue cometido por los romanos. Pero dejad, pues, de considerar la historia de los pueblos y de los hombres como os lo habéis considerado hasta este día. En vuestro orgullo, vosotros imagináis que fueron ellos los que prepararon los acontecimientos que cambiaron la faz del mundo, y olvidáis que hay un Dios en el Universo que rige esa armonía admirable, a cuyas leyes os sometéis, creyendo que vosotros mismos las imponéis. Por lo tanto, observad la Historia de la Humanidad desde un punto más elevado; abarcad un horizonte más vasto y notad que todo sigue un sistema único; la ley del progreso en cada siglo, y no a cada día, os hace dar un paso.
Jesucristo fue, entonces, la segunda fase, la segunda revelación, y sus enseñanzas llevaron dieciocho siglos para difundirse, para popularizarse; evaluad por esto cómo es lento el progreso, y lo que deberían ser los hombres cuando Moisés trajo a un mundo atónito la idea de un Dios Todopoderoso, infinito e inmaterial, cuyo poder se volvía visible para ese pueblo, para el cual su misión proporcionó tantas espinas y escollos. El progreso, pues, no se efectúa sin dificultades; es a sus expensas y a través de sus sufrimientos y vicisitudes crueles que la humanidad aprende el objetivo de su destino y el poder de Aquel al que debe su existencia.
El Cristianismo fue, por lo tanto, el resultado de la segunda revelación. Pero esta doctrina, cuya sublime moral el Cristo había traído y desarrollado, ¿ha sido comprendida en su admirable simplicidad? ¿Y cómo es practicada por la mayoría de los que la profesan? ¿Nunca la han desviado de su objetivo? ¿Jamás han abusado de la misma para que sirviera de instrumento al despotismo, a la ambición y a la avaricia? En una palabra, todos los que se dicen cristianos, ¿viven las enseñanzas de su fundador? No; he aquí por qué ellos también debían pasar por el crisol del infortunio, que todo purifica. La historia del Cristianismo es demasiado moderna como para contar todas sus peripecias; pero, en fin, el objetivo está cerca de ser alcanzado y la nueva aurora va a despuntar, la cual, por medios diferentes os hará marchar con paso más rápido en este camino, donde habéis llevado seis mil años para llegar.
El Espiritismo es el advenimiento de una era en que se verá la realización de esta revolución en las ideas de los pueblos, porque el Espiritismo destruirá esas prevenciones incomprensibles, esos prejuicios irrazonables, que han acompañado y seguido a los judíos en su larga y penosa peregrinación. Se comprenderá que ellos pasaron por un destino providencial, del cual eran los instrumentos, así como aquellos que los perseguían con su odio lo hacían impelidos por el mismo poder, cuyos secretos designios debían cumplirse por caminos misteriosos e ignorados.
Sí, el Espiritismo es la tercera revelación; Él se revela a una generación de hombres más adelantados, que tienen aspiraciones más nobles, generosas y humanitarias, lo que debe contribuir para la fraternidad universal. He aquí el nuevo objetivo asignado por Dios a vuestros esfuerzos; pero ese resultado –como los que ya han sido alcanzados hasta este día– no será obtenido sin dolores y sin sufrimientos. Que aquellos que tienen el coraje de ser sus apóstoles se levanten, que alcen sus voces, que hablen clara y abiertamente, que expongan sus doctrinas, que ataquen los abusos y que muestren su objetivo. De ninguna manera este objetivo es un espejismo brillante que buscáis en vano; ese objetivo es real y lo alcanzaréis en la época asignada por Dios. La misma tal vez esté distante, pero ya se encuentra asignada. No temáis; id, apóstoles del progreso, marchad con audacia, con la frente alta y el corazón resignado. Tenéis por sostén una doctrina pura, exenta de todo misterio, que hace un llamado a las más bellas virtudes del alma y que ofrece esa certeza consoladora de que el alma nunca muere, sobreviviendo a la muerte y a los suplicios.
He aquí, amigos míos, el objetivo develado. Preguntaréis: ¿quiénes serán los apóstoles y cómo los reconoceremos? Dios se encarga de darlos a conocer a través de misiones que les serán confiadas y que ellos realizarán. Vosotros los reconoceréis por sus obras, pero no por las cualidades que se atribuyan. Los que reciben misiones de lo Alto las cumplen, pero no se vanaglorian por ello, porque Dios elige a los humildes para divulgar sus enseñanzas, y no a los ambiciosos y orgullosos. Por estas señales reconoceréis a los falsos profetas.
Variedades
Noticia falsa
Un periódico, no sabemos de qué país, publicó hace algún tiempo –y al parecer otros lo repitieron– que debería realizarse una conferencia solemne sobre Espiritismo entre los Sres. Home, Marcillet, Squire, Delaage, Sardou, Allan Kardec, etc., etc. A aquellos lectores nuestros que tal vez hayan oído hablar de eso, les informamos que no todo lo que se imprime es palabra del Evangelio, aunque salga en un periódico; se trata simplemente de una noticia falsa, instalada de manera muy grosera, a la cual se olvidaron de agregar un asunto: el Espíritu. No nos sorprenderíamos si un día viésemos que las decisiones de ese congreso fueron publicadas e incluso citadas palabras que habrían sido allí pronunciadas. Esto no costará nada y, a falta de algo mejor, llenará las columnas del periódico.
ALLAN KARDEC
Noticia falsa
Un periódico, no sabemos de qué país, publicó hace algún tiempo –y al parecer otros lo repitieron– que debería realizarse una conferencia solemne sobre Espiritismo entre los Sres. Home, Marcillet, Squire, Delaage, Sardou, Allan Kardec, etc., etc. A aquellos lectores nuestros que tal vez hayan oído hablar de eso, les informamos que no todo lo que se imprime es palabra del Evangelio, aunque salga en un periódico; se trata simplemente de una noticia falsa, instalada de manera muy grosera, a la cual se olvidaron de agregar un asunto: el Espíritu. No nos sorprenderíamos si un día viésemos que las decisiones de ese congreso fueron publicadas e incluso citadas palabras que habrían sido allí pronunciadas. Esto no costará nada y, a falta de algo mejor, llenará las columnas del periódico.