MANUAL PRÁCTICO DE LAS MANIFESTACIONES ESPIRITISTAS

Allan Kardec

Volver al menú
La manera de ponerse en relación con los Espíritus, no es uno de los asuntos menos útiles. Si se considera la distancia que separa los dos extremos de la escala, se concebirá sin trabajo la necesidad de ciertos miramientos, según el rango de los Espíritus y sus hábitos, No basta, pues, hallarse uno en buenas condiciones; es preciso conocer el procedimiento más favorable para alcanzar con mayor seguridad el objeto. También tendremos que examinar el que conviene seguir para la reuniones, para las evocaciones, para el lenguaje que debemos usar con los Espíritus, y para las preguntas que les dirijamos.

De las reuniones


Damos por sentado que se trata de reuniones que persiguen un fin serio. En cuanto a las que hacen de la evocación un objeto de entretenimiento y curiosidad, las entregamos a sí mismas, dejando en libertad a los asistentes para pedir les digan la buenaventura y les revelen pequeños secretos: pueden estar seguros, por anticipado, de que no les faltará la asistencia a medida de su gusto. Haremos notar, sin embargo, que estas reuniones frívolas tienen un grave inconveniente, y es, que ciertas personas pueden tomar en serio lo que es casi siempre una burla de los Espíritus ligeros que se divierten a expensas de los que les escuchan. En cuanto a los que no han visto nunca nada, no deben nunca ir allí a recibir sus primeras lecciones ni a fundar sus convicciones: podrían formar muy erróneo concepto de los seres que componen el mundo de los Espíritus, como cualquiera de nosotros juzgaría mal a todo un pueblo fijándose nada más en lo que viera en sus garitos.

Según se desprende de todo lo que hemos dicho, se concibe que el silencio y el recogimiento son condiciones de primer orden; pero no es menos necesario para ellos la regularidad de las sesiones. En todas ellas hay siempre Espíritus que pudiéramos calificar de habituales, y con esto no queremos referirnos a los que se encuentran en todas partes y se mezclan en todo. Nos referimos a los que son, o Espíritus familiares, o los que se interrogan con más frecuencia. Tampoco hay que creer que estos Espíritus no tengan otra cosa que hacer que oír y responder a nuestras preguntas: tiene otras ocupaciones y pueden hallarse en condiciones desfavorables para responder a nuestra evocación. Cuando las reuniones tienen lugar en días y horas fijos, ellos se preparan en consonancia, y es raro que falten a la cita. Se da el caso de que llevan la puntualidad al extremo, y se enojan por un cuarto de hora de retraso después de la que conceden para la conversación, hasta el punto de que es en vano evocarles algunos instantes más tarde. Sin duda les es posible acudir fuera de las horas consagradas, y aun acuden gustosos si el fin es útil; pero nada es más perjudicial a las buenas comunicaciones que la evocación a tontas y a locas, cuando nos lo dicta la fantasía, y, sobre todo, cuando no hay motivo serio para ello. Como no están obligados a someterse a nuestros caprichos, pueden perfectamente desdeñarlos, y entonces es, especialmente, cuando otros ocupan su lugar y se valen de su nombre.

No hay hora cabalística para las evocaciones: la designación, por lo tanto, es completamente indiferente. Son las mejores aquellas en que nuestras ocupaciones habituales nos dejan un rato de mayor tranquilidad. Los Espíritus que prescribieran para determinado asunto horas de predilección consagradas a los seres infernales por los cuentos de antaño, serían, sin la menor duda, Espíritus mistificadores. Lo mismo hay que decir respecto de los días a los que la superstición atribuye imaginaria influencia.

Nada se opondría a que las sesiones fueran cotidianas: pero hay un inconveniente en su excesiva frecuencia. Si los Espíritus vituperan el exagerado apego a las cosas de este mundo, recomiendan también no olvidar los deberes que nos impone nuestra posición social: esto forma parte de nuestras pruebas. Nuestro propio Espíritu, por otra parte, tiene necesidad, para mantener la salud del cuerpo, de no estar constantemente absorbido por un mismo objeto, y sobre todo, por cosas abstractas: su atención se más activa cuando está menos fatigado. Las reuniones semanales o bisemanales son suficientes: se celebran con más solemnidad y recogimiento que cuando no están tan espaciadas. Hablamos de las sesiones en que se ejecuta un trabajo regular, y no de aquellas en que un médium principiante consagra su tiempo a los ejercicios necesarios para su desarrollo. Estas, hablando propiamente, no son sesiones: son lecciones que darán tanto mejor resultado cuanto mas múltiples sean; pero, una vez desarrollada la facultad, es esencial no abusar de ella, por las razones que acabamos de dar. La satisfacción que la posesión de esta facultad procura a ciertos comerciantes, excita en ellos un entusiasmo que es de interés moderar. Deben tener en cuenta que les fue dada para e1 bien, y no para satisfacer una vana curiosidad. Cuando decimos el bien, queremos hablar del bien ajeno, y no del propio. Si el médium quiere mantener relacione s serias con los Espíritus, debe evitar prestarse a satisfacer la curiosidad de los amigos y relacionados que acuden a él para preguntar cosas ociosas, y, por el contrarío, debe prestarse desinteresadamente cuando se trate de cosas útiles. Obrar de otro modo sería egoísmo, y el egoísmo es una tara.

Del local


No hay tampoco lugar fatídico para las comunicaciones espiritas: se debe evitar, eso así, aquellos que estén preparados para herir la imaginación. Los buenos Espíritus acuden doquiera que un corazón puro les llame para practicar el bien, y los malos no tienen otra predilección que la de la simpatía. Los lugares tétricos tienen más influencia sobre nuestra imaginación que sobre los Espíritus; y la experiencia demuestra que éstos acuden de igual modo a la habitación más vulgar, carente de todo aparato diabólico, que a las tumbas más suntuosas o a las capillas en ruina, e igual a la luz del sol que a la claridad de la luna.

Si la elección del local es indiferente, no lo es el cambio de local sin necesidad. El fluido vital, del que cada Espíritu, encarnado o errante, es, en cierta medida, un foco, irradia en torno suyo por el pensamiento. Esto sentado, se concibe que en todo local habitual, debe haber una acumulación de ese fluido, formando, por decirlo así, una atmósfera moral con la que los Espíritus se identifican. Un local exclusivamente consagrado a tales prácticas, que no fuera profanado, si se nos permite expresarnos así, por preocupaciones vulgares, sería preferible, porque sería un verdadero santuario donde los malos Espíritus no tendrían entrada, porque los elementos de la atmósfera moral no se prestarían a sus banalidades.

La mejor disposición material, es aquella que resulte mas cómoda y que proporcione menos motivos de desagrado y de distracción. En el decorado, es útil todo lo que sirve para elevar el pensamiento y recordar el fin que se persigue; pero es absurda y peligrosa la decoración compuesta de grimorios, por las ideas supersticiosas que necesariamente despierta. Repetimos aquí lo que antes dijimos acerca de las horas: los Espíritus que recomendaran tales cosas, o prácticas místicas de cualquier clase, revelarían, por ello sólo, que eran Espíritus inferiores, que trataban de divertirse a costa de nuestra credulidad, y que, lo más probable, se hallaban aún bajo el imperio de las ideas falsas que acariciaron en la vida. Lo hemos dicho y no nos cansaremos de repetirlo: Para los Espíritus superiores, el pensamiento es todo, y la forma, nada. Es por los buenos sentimientos por lo que se les atrae; no por vanas fórmulas. Aquellos que dan importancia a las cosas materiales, prueban con eso mismo, que están aún bajo la influencia de la materia. Si en algún tiempo, la evolución estuvo rodeada de misterio y de símbolos, fue porque se trató de ocultarla al vulgo y de adquirir prestigio a los ojos de los ignorantes; hoy la luz se ha hecho para todo el mundo, y es en vano que se la quiera esconder bajo el celemín.

Todo lo que hemos dicho de las reuniones en que se evoca, es aplicable, naturalmente, a las sesiones individuales. Esta es la razón por la que no les dedicamos un párrafo especial. Lo mismo ocurrirá en todo lo que nos resta examinar. Hemos tomado como tipo las reuniones, porque son las que encierran las condiciones más complejas, de las que cada cual podrá hacer aplicación de lo conveniente a su caso particular. Añadiremos aún, que las reuniones, cuando se celebran en buenas condiciones, tienen la ventaja de que muchas personas unidas por un pensamiento común, tienen más fuerza de atracción para los buenos Espíritus, que aman encontrarse en un medio simpático donde pueden irradiar la luz de su enseñanza. Hay circunstancias, empero, en que prefieren, y aun prescriben, la comunicación aislada, y en este caso, lo mejor que se puede hacer, es acomodarse a su deseo.

De las evocaciones


Algunas personas creen que deben abstenerse de ellas, sobre todo cuando se trata de obtener enseñanzas generales, y que es preferible atender al Espíritu que se quiera comunicar, que evocar a un espíritu determinado. Fundan su parecer en que, llamando a un Espíritu determinados, no siempre se tiene la certeza de que sea él el que se presente; mientras que aquél que viene espontáneo y por su propio impulso, prueba mejor su identidad, puesto que revela de ese modo el deseo que tiene de conversar con nosotros.

A nuestro entender , están equivocadas, en primer termino, porque hay siempre en torno nuestro Espíritus, lo más frecuente de baja estofa, que no desean otra cosa que comunicarse; y, en segundo lugar. y por esta misma razón, no evocar a nadie en particular, es dejarles la puerta a cuantos quieran entrar. En una asamblea, no concederle la palabra a nadie, es concedérsela a todo el mundo, y ya se sabe lo que resulta. EI llamamiento directo hecho a un Espíritu determinado, es un lazo tendido entre él y nosotros: le llamamos por nuestro deseo y oponemos con ello una barrera a los intrusos, que pueden muy bien conducirnos a error en lo que respecta a su identidad. Sin una evocación directa, un Espíritu no tendría frecuentemente motivo para venir a nuestro lado, como no fuera nuestro Espíritu familiar. La experiencia prueba, por otra parte, que la evocación es preferible en todos los casos. En cuanto a la identidad, hablaremos a su tiempo.

Esta regla, sin embargo, no es absoluta. En las reuniones regulares, en aquéllas, sobre todo, en que se trata de un trabajo seguido, hay siempre, como ya dijimos, Espíritus habituados que comparecen a la cita sin necesidad de que se les llame, porque la misma regularidad de las sesiones les sirve de evocación. Estos tales toman frecuentemente la palabra por su propio impulso, para prescribir lo que debe hacerse, o para desarrollar un tema, y entonces se les reconoce fácilmente, sea por la forma de su lenguaje, siempre idéntico, sea por su escritura, sea por ciertos hábitos que les son familiares, o sea, en fin, por sus nombres, que indican, unas veces al comenzar, y otras al concluir.

En cuanto a los Espíritus extraños, la manera de evocarles es de lo más simple. No hay fórmula sacramental o mística. Basta hacerlo en nombre de Dios en los términos siguientes, u otros por el estilo: “Ruego a Dios todopoderoso permita al Espíritu de... (designarle con la posible precisión) que se comunique con nosotros . O bien: “En nombre de Dios todo poderoso, ruego al Espíritu de... tenga a bien comunicarse con nosotros. Si puede venir, se obtendrá generalmente por respuesta: “Si”, o “Aquí estoy” o “ ¿Qué queréis?”.

Frecuentemente queda un sorprendido de la prontitud con que un Espíritu evocado se presenta, aun la primera vez: se dirá que había sido advertido. Así es, en efecto, cuándo uno se preocupa por anticipado de su evocación. Esta preocupación es una especie de evocación anticipada, y como tenemos siempre nuestros Espíritus familiares u otros, que e identifican con nuestro pensamiento, preparan éstos el camino de tal suerte, que, si no hay algo que se oponga, el Espíritu que se quiere evocar esta ya presente. En el caso contrario, es el Espíritu familiar del médium, o de1 que interroga, o de uno de los habituales, el que lo va a buscar, y para hacerlo no le precisa mucho tiempo. Si el Espíritu evocado no puede venir instantáneamente, el mensajero (el mercurio, si se quiere), fija una espera, algunas veces de cinco minutos, un cuarto de hora, una hora, y a veces muchos días: y cuando el evocado llega, aquél dice: “Ya está aquí”. Entonces se puede empezar a preguntar lo que se desee.

Cuando decimos que se haga la evocación en nombre de Dios, queremos dar a entender que nuestra recomendación debe tomarse en serio y no a la ligera. Los que no vean en ello más que una fórmula sin consecuencias, harán bien en abstenerse.


Espíritus que se pueden evocar

Se puede evocar a todos los Espíritus, sea cualquiera el grado de la escala a que pertenezcan: los buenos como los malos; aquellos que dejaron la vida recientemente, como aquellos que vivieron en los tiempos más remotos; los hombres ilustres, como los más obscuros; nuestros parientes, nuestros amigos, o nuestros desconocidos e indiferentes. Esto no quiere decir que quieran o puedan responder a nuestro llamamiento: independientemente de su voluntad personal o de la permisión que pueda negarles una potencia superior, puede haber otros motivos para ello, que no nos es siempre posible penetrar.

Entre las causas que pueden oponerse a la manifestación de los Espíritus, las hay personales y las hay ajenas. Entre las primeras hay que comprender las ocupaciones o misiones que cumplen, y a las que no se pueden eludir por ceder a nuestros deseos. En este caso la visita sólo se aplaza. Está, también, su propia situación. Aunque el estado de encarnado no sea un obstáculo absoluto, puede, en momentos dados, ser un impedimento: sobre todo, cuando tiene lugar en mundos inferiores y cuando el Espíritu es poco materializado. En los mundos superiores, en aquellos en que los lazos del Espíritu y la materia son muy débiles; la manifestación es casi tan fácil como en el estado errante, y siempre más fácil que en aquellos otros en que la materia corporal es más compacta.

Las causas ajenas atañen casi siempre a la naturaleza del médium, a la de la persona que evoca, al lugar en que se hace la evocación, o, en fin, al móvil que la inspira. Ciertos médiums reciben más particularmente comunicaciones de sus Espíritus familiares, que pueden ser más o menos elevados; otros, son aptos para servir de intermediarios a todos los Espíritus; esto depende de la simpatía o antipatía, de la atracción o de la repulsión que el Espíritu personal ejerza sobre el Espíritu extraño, que le puede tomar por intérprete con satisfacción o con repugnancia, y también, hecha abstracción de las cualidades íntimas del médium, del desarrollo de su facultad medianímica. Los Espíritus acuden más voluntariamente, y, sobre todo, son más explícitos, con un médium que no les ofrece ningún obstáculo material. En igualdad de circunstancias por lo que se refiere al orden moral, el médium que más facilidades de palabra o de escritura ofrece, es el que más generaliza sus relaciones con el mundo espirita.

Todavía hay que tener en cuenta la facilidad derivada del hábito de comunicar con tal o cual Espíritu. Con el tiempo, el Espíritu extraño se identifica con el médium y también con el de aquel que le evoca. Dejando aparte la cuestión de la simpatía, se establecen entre ellos relaciones semimateriales que hacen las comunicaciones más rápidas. Esta es la razón por la que una primera comunicación no es siempre tan satisfactoria como se puede desear, y asimismo, por la que los Espíritus suelen indicar que se les evoque en otra ocasión. El Espíritu que tiene ya el hábito de comunicarse con un médium, lo hace con la facilidad del que se mueve en su casa: está familiarizado con sus intérpretes y con sus oyentes: habla y obra con más libertad.

En resumen: de lo que acabamos de decir, resulta: que la facultad que todos tenemos de evocar a un Espíritu cualquiera no implica, por parte de éste, la obligación puede venir en un momento y no en otro, con tal médium y tal evocador que le son gratos, y no con otros; que puede decir lo que le plazca, sin que se le pueda obligar a platicar de lo que no quiera; que es libre de irse cuando le convenga y no somos quiénes para retenerle; y, en fin, que, por causas dependientes o no de su voluntad, después de haber sido asiduo comunicante durante algún tiempo, puede, de pronto, dejar de serlo.

De la posibilidad de evocar a los Espíritus encarnados resulta la de evocar al Espíritu de una persona viva. Entonces responde como Espíritu, y no como hombre, y con frecuencia sus ideas no son las mismas. Estas evocaciones requieren prudencia, porque abundan las circunstancias en que pudieran ser inconvenientes y hasta temerarias. La emancipación del alma, como se sabe, tiene lugar casi siempre durante el sueño. La evocación produce la emancipación, o, por lo menos, un estado de soñolencia con suspensión momentánea de las facultades sensitivas. Luego se comprende lo inconveniente que pudiera ser la evocación, si coincidiera con un momento en que el evocado necesitara de todo su conocimiento. También pudiera resultar inconveniente si el evocado estuviera enfermo, porque pudiera agravarle. Cierto que el peligro se atenúa en razón a que el Espíritu conoce las necesidades de su cuerpo, y no permanece más tiempo separado de él que el estrictamente necesario, y cuando ve que su cuerpo va a despertar, lo anuncia y dice que se retira. Pudiendo los Espíritus estar reencarnados en la tierra, sucede con frecuencia que evocamos a quienes lo están sin saberlo: nosotros mismos podemos ser evocados; pero entonces las circunstancias no son has mismas, y los resultados pueden ser fastidiosos.

Puede causar extrañeza ser que el Espíritu de los hombres mas ilustres, de aquéllos a quienes no se hubiera osado dirigir la palabra en vida, acudan a las evocaciones de los hombres más vulgares. Esto no puede sorprender sino a aquellos que desconocen la naturaleza del mundo espirita. Quienquiera que haya estudiado este mundo, sabe que el rango que se ha ocupado en la tierra no da ninguna supremacía, y que en el más allá puede estar por debajo del que ha sido su servidor. Tal es el sentido de la parábola de Jesús: “Los grandes serán abatidos y los pequeños ensalzados”, y esta otra: “Cualquiera que se humillare se elevara, y el que se eleve, será humillado”. Un Espíritu puede, no ocupar entre sus semejantes e1 rango que nosotros suponemos; pero si es verdaderamente superior, estará despojado de todo orgullo y de toda vanidad, y mirará al monje y no al habito.


Lenguaje que debe usarse con los Espíritus.

El grado de superioridad o de inferioridad de los Espíritus, indica, naturalmente, el tono que debe adoptarse al hablar con ellos. Es evidente que cuanto más elevados son, mas derecho tienen a nuestros respetos. a nuestras atenciones y a nuestra sumisión. No debemos testimoniarles menos deferencias que las que hubiéramos tenido con ellos en vida, aunque por otros motivos. En la tierra hubiéramos apreciado su rango por su posición social, y en el mundo de los Espíritus nuestro respeto debe atenerse a su superioridad moral. Su misma elevación les pone muy por encima de las puerilidades de nuestras formas de adulación. No es con palabras con lo que se puede captar su benevolencia: es con la sinceridad de los sentimientos. Sería ridículo, por lo tanto, darles los títulos que nuestros usos consagran a la distinción de los rangos, y que, en vida, pudieron henchir su vanidad: si son realmente superiores, no solamente no les agrada, sino que les desplace, les molesta. Un buen pensamiento les es más grato que el epíteto más laudatorio. Si no fuera así, no se hallarían a más elevado nivel que la humanidad. El Espíritu de un venerable eclesiástico, que fue en la tierra un príncipe de la Iglesia, hombre de bien, que practicaba la doctrina de Jesús, respondió cierto día a uno que le evocó dándole el título de Monseñor: “Deberías decir, al menos, ex-Monseñor; porque aquí, no hay otro señor que Dios. Ten por entendido que estoy viendo a muchos que en la tierra hincaban la rodilla a mis pies, y yo me inclino ahora ante ellos”.

En cuanto a si se debe, o no, tutear a los Espíritus, es cosa que carece de importancia. El respeto está en el pensamiento y no en las palabras: todo depende de la intención: los usos no son los mismos en todas partes ni en todas has lenguas. Se puede tutear, o no, a los Espíritus, según su rango y la familiaridad que entre ellos y nosotros exista, como lo haríamos vis a vis con nuestros coetáneos.

Si los Espíritus no se pagan de palabras, aman, en cambio, que se agradezca su condescendencia, sea por venir, sea por corresponder a nuestras preguntas. Se les deben, por lo tanto, dar las gracias, como se les dan a los que nos honran con su amistad y nos protegen: es un medio de estimularles a continuar. Sería un grave error creer que la formula imperativa puede tener sobre ellos alguna influencia : es un medio infalible de alejar a los buenos Espíritus. Se les ruega, no se les ordena, porque no están a nuestras órdenes. Todo lo que tiene dejos de orgullo, les es repulsivo. Incluso los Espíritus familiares abandonan a sus protegidos que se muestran ingratos y desdeñosos con ellos.

No porque los Espíritus no pertenezcan al primer rango, dejan de merecer nuestros respetos, sobre todo si nos revelan una superioridad relativa. En cuanto a los Espíritus inferiores, su carácter nos traza el lenguaje que conviene usar con ellos. En el conjunto hay quienes, aunque inofensivos y hasta benévolos. son ligeros, ignorantes, aturdidos. Tratarles como a los Espíritus serios, según hacen ciertas personas, equivale a ponersede estar a tras órdenes; que el Espíritu evocado de hinojos ante un escolar o ante un jumento tocado con birrete de doctor. El tono de familiaridad es el que más conviene con ellos, y por su parte, no lo desdeñan: antes al contrario, lo aceptan de buen grado.

Entre los Espíritus inferiores, los hay desgraciados. Cualesquiera que puedan ser las faltas que expían, sus sufrimientos son títulos bastantes para merecer nuestra conmiseración, con tanto más motivo, cuanto no hay quien pueda vanagloriarse de quedar al margen de la parábola de Jesús: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. La benevolencia que les testimoniamos es un consuelo para ellos. A falta de simpatía, deben hallar en nosotros la indulgencia que desearíamos, de hallarnos en su caso.

Los Espíritus que revelan su inferioridad por el cinismo de su lenguaje, sus embustes, la bajeza de sus sentimientos, la perfidia de sus consejos, etc.; son, también, acreedores a nuestro interés, aunque lo sean menos que aquellos que demuestran arrepentirse: les debemos, por lo menos, la piedad que concedemos a los más grandes criminales, y el medio de reducirles a silencio, es mostrarse superior a ellos. Por su parte, no se engríen sino con las gentes de quienes forman el concepto de que nada tienen que temer. Este es el caso en que conviene hablar con autoridad para alejarles, lo que se consigue siempre con firmeza de voluntad, requiriéndoles en nombre de Dios y con auxilio de los buenos Espíritus. Como el culpable ante el juez, así se inclinan ellos ante la superioridad moral.

En resumen: tanto como fuera irreverente tratar de igual a igual con los Espíritus superiores, así sería ridículo tener la misma deferencia para todos sin excepción. Veneremos a los que lo merezcan, seamos reconocidos para los que nos protegen e ilustran, y, para los demás, usemos de la benevolencia que acaso un día necesitemos. Penetrando en el mundo incorpóreo hemos aprendido a conocerles, y este conocimiento debe servirnos para regular nuestras relaciones con aquellos que lo habitan. Nuestros antepasados, en su ignorancia, les erigieron altares; para nosotros, no son sino criaturas más o menos perfectas, y no elevamos altares sino a Dios. (Véase Politeísmo en el Vocabulario.)


De las preguntas que pueden hacerse a los Espíritus

Si se han penetrado bien los principios que hemos desarrollado hasta ahora, se comprenderá sin esfuerzo la importancia, desde el punto de vista práctico, del tema que vamos a tratar: es su consecuencia y aplicación, y se podría, hasta cierto punto, prever la tesis por el conocimiento que la escala espiritista nos da del carácter de los Espíritus, según el rango que ocupan. Esta escala nos da la medida de lo que podemos pedirles y de lo que pueden concedernos. Un extranjero que viniera a nuestro país con la creencia de que todos los hombres son iguales en ciencia y en moralidad, se vería defraudado en su juicio por las anomalías que advirtiera; pero todo se lo explicaría perfectamente en cuanto se hiciera cargo de que cada cual habla y escribe según sus aptitudes. Igual ocurre en el mundo de los Espíritus. Desde que vemos a los Espíritus tan distanciados unos de otros bajo todos los conceptos, comprendemos sin fatiga que no todos son aptos para resolver cualquier dificultad, y que una pregunta mal dirigida puede exponer a los mayores errores.

Sentado este principio, ¿conviene dirigir preguntas a los Espíritus? Hay quien piensa que no: que debemos abstenernos de preguntar, y dejar a su iniciativa el que nos digan lo que tengan por conveniente. Se fundan en que el Espíritu, hablando con espontaneidad, habla más libremente, no dice otra cosa que lo que quiere y hay más seguridad de que exprese su pensamiento, incluso creen que es más respetuoso esperar la enseñanza que el Espíritu crea debe dar, que pedirla. La experiencia contradice esta teoría, como tantas otras formuladas al principio de las manifestaciones. El conocimiento de las diferentes categorías de Espíritus, traza el límite del respeto que les es debido, y prueba que, a menos de estar ciertos de no tener comercio sino con Espíritus superiores, sus lecciones espontáneas o serán siempre muy edificantes. Esta consideración aparte, y suponiendo al Espíritu bastante elevado para no decir sino cosas buenas, su enseñanza sería frecuentemente muy limitada, si no se alimentase con preguntas. Hemos presenciado muchas sesiones lánguidas o nulas, por falta de tema determinado. Y como en definitiva, los Espíritus no responden sino a lo que les conviene y como les conviene, tomando de la pregunta la parte que les parece, está claro que con preguntar, no se ejerce ninguna violencia sobre su libre albedrío. Ellos mismos provocan frecuentemente el diálogo, diciendo: “Qué queréis? Interroga y te contestaré”. También es frecuente que sean ellos los que nos pregunten a nosotros, no para instruirse, sino para someternos a prueba, o para aclarar nuestro concepto. Reducirnos en su presencia a un papel puramente pasivo, seria un exceso de sumisión que no nos piden: lo que sienten, es la atención y el recogimiento. Cuando toman espontáneamente la palabra sin esperar a que se les interrogue, como hemos dicho ya al hablar de las evocaciones, hay que oírles sin objeción ninguna que les interrumpa y les desvíe de la línea que se han trazado; pero como esto no sucede siempre, es útil tener preparado un tema que proponer, a falta de la iniciativa del Espíritu. Regla general: Cuando un Espíritu habla, no hay que interrumpirle, y cuando manifiesta por un signo cualquiera su intención de hablar, conviene esperar y no usar de la palabra hasta que se esté cierto de que no tiene nada más que decir.

Si, en principio, las preguntas no desagradan a los Espíritus, hay algunas que les son soberanamente antipáticas, y de ellas debemos abstenemos, so pena de no obtener contestación, o de tenerla mala. Cuando hablamos de preguntas antipáticas, nos referimos a los Espíritus elevados: los inferiores no son escrupulosos y pueden ser preguntados en todo lo que se quiera, sin peligro de roce, incluso en las cosas más impertinentes. Ellos contestan a todo, bien que, como dicen alguna vez, a preguntas necias, contestaciones necias; y loco sería quien las tomara en serio.

Los Espíritus pueden abstenerse de contestar, por muchos motivos: 1.- porque la pregunta no les agrade; 2.- porque no siempre tienen los conocimientos necesarios; 3.- porque hay cosas que les está prohibido revelar; y 4.- porque la contestación puede parecerles inoportuna. Si, pues, no satisfacen nuestra curiosidad, es porque o pueden, no deben o no quieren satisfacerla. Cualquiera que sea el motivo, es regla invariable que todas las veces que un Espíritu rehusa categóricamente responder, no se debe insistir; de otro modo, se expone uno a que la contestación sea dada por uno de esos Espíritus ligeros, siempre prontos a mezclarse en todo, sin inquietarse mucho por la verdad. Si la negativa no es absoluta, se puede rogar al Espíritu que condescienda con nuestro deseo; algunas veces lo hace, pero no cede nunca a la exigencia. Esta regla no es aplicable a las aclaraciones que se pueden y se deben pedir en aquellos puntos que no se hayan comprendido. Cuando un Espíritu quiere concluir el diálogo, lo hace generalmente con una de las frases adiós, basta por hoy, es muy tarde, hasta otra vez, etc. Esta despedida es casi siempre sin apelación: la inmovilidad del lápiz es una prueba de que el Espíritu se ha ido, y es ocioso insistir.

Dos puntos esenciales hay que tener en cuenta en las preguntas: el fondo y ha forma. Por la forma, deben revelar, aunque sin fraseología ridícula, el respeto y consideración que se debe al Espíritu que se comunica, si es superior, y la benevolencia si se trata de un igual o de un inferior a nosotros. Desde otro punto de vista, deben ser claras, precisas y sin ambigüedades, evitando las que tengan un alcance complejo; vale más dividirlas en dos o más sí es necesario. Cuando un tema requiere una serie de preguntas, importa mucho clasificarlas con orden, encadenándolas entre sí metódicamente. Por ello es siempre útil prepararlas por anticipado, lo que, como ya hemos dicho, es una especie de evocación anticipada que prepara los caminos. Meditando las preguntas con reposo, se las formula y se las clasifica mejor y se obtienen contestaciones más satisfactorias. Esto no impide que en el curso de la conversación se agreguen otra complementarias en las que no se había pensado, o que pueden ser sugeridas por las contestaciones; pero el plan sigue siendo el trazado, y esto es lo fundamental. Lo que se debe evitar, es pasar bruscamente de un tema a otro, por preguntas sueltas y sin relación Con el tema principal. Sucede con frecuencia que algunas de las preguntas preparadas por anticipado en previsión de ciertas contestaciones, se hacen inútiles, y en este caso, hay que prescindir de ellas. Un hecho que ocurre con mucha frecuencia, es el de que la contestación se adelante a la pregunta o que, apenas las primeras palabras de esta se han pronunciado, el Espíritu responde sin dejarla concluir, hay veces que responde a un pensamiento mental o expresado en voz baja por alguno de los asistentes, sin que tenga nada que ver con la pregunta en curso de contestación, y sin que de ello se haya enterado el médium. Si no se dieran a cada instante pruebas manifiestas de la neutralidad absoluta de este último, los hechos de este género no podrían dejar ninguna duda al respecto.

Con relación al fondo, las preguntas merecen una atención particular, según su objeto. Las preguntas frívolas, de pura curiosidad o de prueba, son desagradables a los Espíritus serios, quienes las rehuyen o no las contestan. En cambio, los Espíritus ligeros se divierten con ellas.

Las preguntas de prueba suelen hacerlas aquellos que no están convencidos y que tratan de asegurarse de la existencia de los Espíritus, de su perspicacia y de su identidad. Esto es muy natural de su parte, pero faltan completamente a su fin, y su insistencia a este respecto demuestra su absoluta ignorancia de las bases sobre que descansa la ciencia espirita, que son totalmente diferentes de las en que reposan las ciencias experimentales. Aquellos, pues, que quieran instruirse, deben resignarse a seguir otro camino y dejar a un lado los procedimientos de nuestras escuelas. Si creen no poderlo hacer sino experimentando a su manera, harán mejor absteniéndose. ¿Qué diría un profesor a quien un discípulo pretendiera imponer su método, prescribirle el modo como tenía que obrar, indicarle la manera de hacer las experiencias? La ciencia espirita tiene sus principios: los que quieran conocerla deben adaptarse a ellos, y si no se adaptan, no pueden considerarse aptos para juzgarla. Estos principios, en lo que concierne a las pruebas, son los siguientes:

1. Los Espíritus no son máquinas que cualquiera puede poner en movimiento a su guisa; son seres inteligentes que no hacen ni dicen sino lo que quieren, sin que podamos sujetar los a nuestros caprichos.

2. Las pruebas que deseamos obtener de su existencia, de su perspicacia y de su identidad, las dan espontáneamente y de buen grado en muchas ocasiones; pero las dan cuando quieren y de la manera que quieren, y a nosotros nos toca esperar, ver, observar.., y las pruebas no faltan. Es preciso captarlas al pasar. Cuando las provocamos es cuando se nos escapan, y en esto los Espíritus nos demuestran su independencia y libre albedrío.

Por lo demás, este principio es el que rige en todas las ciencias de observación. ¿Qué hace un naturalista que estudia las costumbres de un insecto, por ejemplo? Le sigue en todas las manifestaciones de su inteligencia o de su instinto; observa lo que pasa, y espera a que los fenómenos se presenten; no piensa en provocarlos ni en desviarlos de su curso; sabe que si mal hiciera, no los obtendría en su simplicidad natural. Esto mismo ocurre en las observaciones espiritistas.

Por lo que hasta la fecha sabemos, se comprende que no basta que un Espíritu sea serio, para resolver ex profeso toda pregunta seria; que no basta tampoco que haya sido sabio en la tierra, para resolver una cuestión científica, puesto que puede continuar imbuido por sus prejuicios terrestres: es preciso, o que sea suficientemente elevado, o que su desprendimiento, como Espíritu, se haya cumplido y esté capacitado en el orden de las ideas que se le sometan en el círculo, amén de las condiciones del medio, que son muy otras, frecuentemente, de las exigidas para otras clases de observaciones. Pero sucede, con frecuencia, que otros Espíritus más elevados vienen en ayuda de aquel a quien se interroga, y suplen su insuficiencia. Esto ocurre, sobre todo, cuando el que interroga tiene buena intención. En suma: lo primero que hay que hacer cuando uno se dirige a un Espíritu por primera vez, es aprender a conocerle, a fin de apreciar las preguntas que se le pueden dirigir con mayor probabilidad de certeza en sus respuestas.

Los Espíritus, en general, conceden poca importancia a las preguntas de interés puramente material y a las que conciernen a la vida privada. Se engañaría el que creyera hallar en ellos guías infalibles a quienes consultar a cada momento sobre la marcha o el resultado de sus negocios. Lo repetimos una vez mas: los Espíritus ligeros responden a todo, y predecirán, si se les pide, el alza o la baja de la bolsa, dirán si él marido que se espera será moreno o rubio, etc., confiando al azar la ventura de haber acertado.

No incluimos entre las preguntas frívolas todas aquellas que tienen carácter personal: el buen sentido debe bastarnos para distinguir entre ellas. Pero los Espíritus que mejor pueden guiamos por este camino, son nuestros Espíritus familiares, aquellos que están encargados de velar por nosotros, y que, por el hábito que tienen de seguirnos, se han identificado con nuestras necesidades. Estos, sin disputa, conocen nuestros asuntos mucho mejor que nosotros. Es a ellos, por lo tanto, a quienes debemos acudir para este género de asuntos; pero es preciso hacerlo con calma, con recogimiento, por una apelación a su benevolencia, y no a la ligera. Pedir eso mismo a quemarropa y a cualquier Espíritu que se presente, equivale a pedir prestada una fuerte suma al primer desconocido que se halle al paso.

Nuestros Espíritus familiares pueden aconsejarnos, y en muchas ocasiones lo hacen de un modo eficaz; pero su asistencia no es siempre patente y material, sino oculta en la mayoría de veces. Nos ayudan con una multitud de advertencias indirectas que provocan y que desgraciadamente no siempre tomamos en cuenta, de lo que resulta que muchas tribulaciones que pasamos, las debemos a esa falta de atención para con sus advertencias. Cuando se les interroga, pueden, en ciertos casos, dar consejos precisos; pero, en general, se limitan a trazarnos el camino, recomendándonos que no desfallezcamos si en él tenemos algún tropiezo. Obedece esto a dos motivos. Primeramente, las tribulaciones de la vida, si no son el resultado de nuestras propias faltas, son parte de las pruebas que debemos sufrir, en las que pueden ayudarnos a soportarlas con valor y resignación, pero no les pertenece poderlas orillar. En segundo término, si nos guiaran de la mano para evitarnos todos los escollos, ¿qué haríamos de nuestro libre albedrío? Seríamos como los niños sostenidos por los andadores. Los Espíritus nos dicen: “Ese es el camino, sigue la buena senda; yo te inspiraré lo que más te convenga, pero tú has de servirte del juicio para discernir, como de las piernas para andar”.

¿Pueden los Espíritus predecir lo futuro? Esta pregunta se la hace todo novicio. Sobre ella, seremos parcos. La Providencia obra sabiamente ocultándonos el porvenir. ¡Qué de tormentos nos ahorra esta ignorancia!, sin contar con que, si lo conociéramos, nos abandonaríamos ciegos al destino y abdicaríamos toda iniciativa. Los mismos Espíritus no le conocen sino en relación con su elevación: y he aquí por qué los Espíritus inferiores que sufren, creen que su sufrimiento será eterno. Cuando lo saben, no lo deben revelar. Pueden, empero, levantar alguna vez la punta del velo que le cubre, y lo hacen espontáneamente, porque lo juzgan útil; nunca a nuestro ruego. Lo mismo ocurre con nuestro pasado. Insistir sobre este punto, como sobre los otros en que rehusan responder, da lugar a ser juguetes de los Espíritus mistificadores.

Sin reproducir aquí cuanto tenemos dicho en el Libro de los Espíritus, no nos es posible pasar en revista todas las preguntas que pueden dirigirse a los Espíritus. Remitimos al lector a dicha obra, pues, para cuanto se relaciona con el porvenir, las existencias pasadas, los descubrimientos de tesoros ocultos, las ciencias, la medicina, etc.


Médiums pagados

No conocemos aun médiums escribientes que den sesiones de consultas a tanto por sesión: eso vendrá, posiblemente, y por ello consideramos de interés consagrar algunas palabras a tal tema.

Diremos, en primer término, que nada se prestaría más al charlatanismo y a la juglería, que semejante oficio. Si se han multiplicado los falsos sonámbulos, se multiplicarían mucho más los falsos médiums, y la razón de la multiplicación sería motivo para la desconfianza. El desinterés, por el contrario, es la objeción más perentoria que se puede oponer a los que no ven en la mediumnidad escribiente sino una hábil maniobra. No hay charlatanismo desinteresado. ¿Cuál seria entonces, el objeto de las personas que usaran de la superchería sin provecho? Y esto con mayor razón cuando la honorabilidad de tales personas les pone al abrigo de toda sospecha. Si la ganancia que un médium obtuviera de su facultad, fuera motivo fundado de sospecha, no por ello sería prueba de que tal sospecha era legítima. Podría darse el caso de tratarse de una facultad real puesta en ejercicio de buena fe, con todo y exigir retribución. Veamos, en este caso, si se puede esperar razonablemente un resultado satisfactorio.

Si se ha comprendido lo que hemos dicho acerca de las condiciones necesarias para servir de intérprete a los buenos Espíritus, de las numerosas causas que les pueden alejar, de las causas independientes de su voluntad que son con frecuencia un obstáculo para su venida, de todas las condiciones morales, en fin, que pueden ejercer influencia sobre las comunicaciones ¿cómo poder aceptar que un Espíritu, por poco elevado que sea, esté a todas las horas del día a las órdenes de un mercachifle de consultas, y sometido a sus exigencias, para satisfacer la curiosidad del primer advenedizo? Se conoce la aversión de los Espíritus a todo lo que huela a concupiscencia y egoísmo y el poco caso que hacen de las cosas materiales, ¡y se quiere que ayuden a un tráfico inmoral con su presencia! Esto repugna a la razón, y sería dar pruebas de conocer bien poco el mundo espirita, creer que pueda establecerse ese contubernio. Pero como los Espíritus ligeros son menos escrupulosos y no rehuyen las ocasiones de divertirse por nuestra cuenta, resulta que si uno no es mistificado por un falso médium, corre el peligro de serlo por alguno de aquéllos. Con estas reflexiones solamente, se tiene la medida de la confianza que debe depositarse en comunicaciones de ese género. Por lo demás, ¿a quién servirían hoy en día los médiums mercenarios, si, cuando uno no tiene en sí mismo la facultad, puede hallarla en su familia, entre sus amigos o entre sus conocidos?

El inconveniente que acabamos de señalar, no reza con las comunicaciones puramente físicas. La naturaleza de los Espíritus que se comunican en estas circunstancias, lo deja comprender fácilmente. Con todo, como la facultad de los médiums de efectos físicos no está siempre a su disposición, frecuentemente les fallaría en el instante en que más necesitaran de ella para satisfacer las exigencias del público. La facultad medianímica, aun dentro de estos límites, no ha sido dada para exhibirse en los proscenios de los teatros, y quienquiera que pretendiese tener a sus órdenes Espíritus, aun del rango más ínfimo, para hacerles actuar al minuto, puede tenerse, con derecho, como sospechoso de charlatanismo y de prestidigitación más o menos hábil. Que se tenga por dicho:

Todas las veces que se vean anuncios de pretendidas sesiones espiritistas o de espiritualismo a tanto el asiento, se trata de charlatanismo o de prestidigitación más o menos bien preparada.