La manera de ponerse en relación con los Espíritus, no es uno de los asuntos menos útiles. Si se
considera la distancia que separa los dos extremos de la escala, se concebirá sin trabajo la necesidad de
ciertos miramientos, según el rango de los Espíritus y sus hábitos, No basta, pues, hallarse uno en buenas
condiciones; es preciso conocer el procedimiento más favorable para alcanzar con mayor seguridad el objeto.
También tendremos que examinar el que conviene seguir para la reuniones, para las evocaciones, para el
lenguaje que debemos usar con los Espíritus, y para las preguntas que les dirijamos.
De las reuniones
Damos por sentado que se trata de reuniones que persiguen un fin serio. En cuanto a las que hacen de la
evocación un objeto de entretenimiento y curiosidad, las entregamos a sí mismas, dejando en libertad a los
asistentes para pedir les digan la buenaventura y les revelen pequeños secretos: pueden estar seguros, por
anticipado, de que no les faltará la asistencia a medida de su gusto. Haremos notar, sin embargo, que estas
reuniones frívolas tienen un grave inconveniente, y es, que ciertas personas pueden tomar en serio lo que es
casi siempre una burla de los Espíritus ligeros que se divierten a expensas de los que les escuchan. En cuanto
a los que no han visto nunca nada, no deben nunca ir allí a recibir sus primeras lecciones ni a fundar sus
convicciones: podrían formar muy erróneo concepto de los seres que componen el mundo de los Espíritus,
como cualquiera de nosotros juzgaría mal a todo un pueblo fijándose nada más en lo que viera en sus garitos.
Según se desprende de todo lo que hemos dicho, se concibe que el silencio y el recogimiento son
condiciones de primer orden; pero no es menos necesario para ellos la regularidad de las sesiones. En todas
ellas hay siempre Espíritus que pudiéramos calificar de habituales, y con esto no queremos referirnos a los
que se encuentran en todas partes y se mezclan en todo. Nos referimos a los que son, o Espíritus familiares, o
los que se interrogan con más frecuencia. Tampoco hay que creer que estos Espíritus no tengan otra cosa que
hacer que oír y responder a nuestras preguntas: tiene otras ocupaciones y pueden hallarse en condiciones
desfavorables para responder a nuestra evocación. Cuando las reuniones tienen lugar en días y horas fijos,
ellos se preparan en consonancia, y es raro que falten a la cita. Se da el caso de que llevan la puntualidad al
extremo, y se enojan por un cuarto de hora de retraso después de la que conceden para la conversación, hasta
el punto de que es en vano evocarles algunos instantes más tarde. Sin duda les es posible acudir fuera de las
horas consagradas, y aun acuden gustosos si el fin es útil; pero nada es más perjudicial a las buenas
comunicaciones que la evocación a tontas y a locas, cuando nos lo dicta la fantasía, y, sobre todo, cuando no
hay motivo serio para ello. Como no están obligados a someterse a nuestros caprichos, pueden perfectamente
desdeñarlos, y entonces es, especialmente, cuando otros ocupan su lugar y se valen de su nombre.
No hay hora cabalística para las evocaciones: la designación, por lo tanto, es completamente indiferente.
Son las mejores aquellas en que nuestras ocupaciones habituales nos dejan un rato de mayor tranquilidad.
Los Espíritus que prescribieran para determinado asunto horas de predilección consagradas a los seres
infernales por los cuentos de antaño, serían, sin la menor duda, Espíritus mistificadores. Lo mismo hay que
decir respecto de los días a los que la superstición atribuye imaginaria influencia.
Nada se opondría a que las sesiones fueran cotidianas: pero hay un inconveniente en su excesiva
frecuencia. Si los Espíritus vituperan el exagerado apego a las cosas de este mundo, recomiendan también no
olvidar los deberes que nos impone nuestra posición social: esto forma parte de nuestras pruebas. Nuestro
propio Espíritu, por otra parte, tiene necesidad, para mantener la salud del cuerpo, de no estar constantemente
absorbido por un mismo objeto, y sobre todo, por cosas abstractas: su atención se más activa cuando está
menos fatigado. Las reuniones semanales o bisemanales son suficientes: se celebran con más solemnidad y
recogimiento que cuando no están tan espaciadas. Hablamos de las sesiones en que se ejecuta un trabajo
regular, y no de aquellas en que un médium principiante consagra su tiempo a los ejercicios necesarios para
su desarrollo. Estas, hablando propiamente, no son sesiones: son lecciones que darán tanto mejor resultado
cuanto mas múltiples sean; pero, una vez desarrollada la facultad, es esencial no abusar de ella, por las
razones que acabamos de dar. La satisfacción que la posesión de esta facultad procura a ciertos comerciantes,
excita en ellos un entusiasmo que es de interés moderar. Deben tener en cuenta que les fue dada para e1 bien,
y no para satisfacer una vana curiosidad. Cuando decimos el bien, queremos hablar del bien ajeno, y no del
propio. Si el médium quiere mantener relacione s serias con los Espíritus, debe evitar prestarse a satisfacer la
curiosidad de los amigos y relacionados que acuden a él para preguntar cosas ociosas, y, por el contrarío,
debe prestarse desinteresadamente cuando se trate de cosas útiles. Obrar de otro modo sería egoísmo, y el
egoísmo es una tara.
Del local
No hay tampoco lugar fatídico para las comunicaciones espiritas: se debe evitar, eso así, aquellos que
estén preparados para herir la imaginación. Los buenos Espíritus acuden doquiera que un corazón puro les
llame para practicar el bien, y los malos no tienen otra predilección que la de la simpatía. Los lugares tétricos
tienen más influencia sobre nuestra imaginación que sobre los Espíritus; y la experiencia demuestra que éstos
acuden de igual modo a la habitación más vulgar, carente de todo aparato diabólico, que a las tumbas más
suntuosas o a las capillas en ruina, e igual a la luz del sol que a la claridad de la luna.
Si la elección del local es indiferente, no lo es el cambio de local sin necesidad. El fluido vital, del que
cada Espíritu, encarnado o errante, es, en cierta medida, un foco, irradia en torno suyo por el pensamiento.
Esto sentado, se concibe que en todo local habitual, debe haber una acumulación de ese fluido, formando, por
decirlo así, una atmósfera moral con la que los Espíritus se identifican. Un local exclusivamente consagrado a
tales prácticas, que no fuera profanado, si se nos permite expresarnos así, por preocupaciones vulgares, sería
preferible, porque sería un verdadero santuario donde los malos Espíritus no tendrían entrada, porque los
elementos de la atmósfera moral no se prestarían a sus banalidades.
La mejor disposición material, es aquella que resulte mas cómoda y que proporcione menos motivos de
desagrado y de distracción. En el decorado, es útil todo lo que sirve para elevar el pensamiento y recordar el
fin que se persigue; pero es absurda y peligrosa la decoración compuesta de grimorios, por las ideas
supersticiosas que necesariamente despierta. Repetimos aquí lo que antes dijimos acerca de las horas: los
Espíritus que recomendaran tales cosas, o prácticas místicas de cualquier clase, revelarían, por ello sólo, que
eran Espíritus inferiores, que trataban de divertirse a costa de nuestra credulidad, y que, lo más probable, se
hallaban aún bajo el imperio de las ideas falsas que acariciaron en la vida. Lo hemos dicho y no nos
cansaremos de repetirlo: Para los Espíritus superiores, el pensamiento es todo, y la forma, nada. Es por los
buenos sentimientos por lo que se les atrae; no por vanas fórmulas. Aquellos que dan importancia a las cosas
materiales, prueban con eso mismo, que están aún bajo la influencia de la materia. Si en algún tiempo, la
evolución estuvo rodeada de misterio y de símbolos, fue porque se trató de ocultarla al vulgo y de adquirir
prestigio a los ojos de los ignorantes; hoy la luz se ha hecho para todo el mundo, y es en vano que se la quiera
esconder bajo el celemín.
Todo lo que hemos dicho de las reuniones en que se evoca, es aplicable, naturalmente, a las sesiones
individuales. Esta es la razón por la que no les dedicamos un párrafo especial. Lo mismo ocurrirá en todo lo
que nos resta examinar. Hemos tomado como tipo las reuniones, porque son las que encierran las
condiciones más complejas, de las que cada cual podrá hacer aplicación de lo conveniente a su caso
particular. Añadiremos aún, que las reuniones, cuando se celebran en buenas condiciones, tienen la ventaja
de que muchas personas unidas por un pensamiento común, tienen más fuerza de atracción para los buenos
Espíritus, que aman encontrarse en un medio simpático donde pueden irradiar la luz de su enseñanza. Hay
circunstancias, empero, en que prefieren, y aun prescriben, la comunicación aislada, y en este caso, lo mejor
que se puede hacer, es acomodarse a su deseo.
De las evocaciones
Algunas personas creen que deben abstenerse de ellas, sobre todo
cuando se trata de obtener enseñanzas
generales, y que es preferible atender al Espíritu que se quiera
comunicar, que evocar a un espíritu
determinado. Fundan su parecer en que, llamando a un Espíritu
determinados, no siempre se tiene la certeza
de que sea él el que se presente; mientras que aquél que viene
espontáneo y por su propio impulso, prueba
mejor su identidad, puesto que revela de ese modo el deseo que tiene de
conversar con nosotros.
A nuestro entender , están equivocadas, en primer termino, porque hay
siempre en torno nuestro
Espíritus, lo más frecuente de baja estofa, que no desean otra cosa que
comunicarse; y, en segundo lugar. y
por esta misma razón, no evocar a nadie en particular, es dejarles la
puerta a cuantos quieran entrar. En una
asamblea, no concederle la palabra a nadie, es concedérsela a todo el
mundo, y ya se sabe lo que resulta. EI
llamamiento directo hecho a un Espíritu determinado, es un lazo tendido
entre él y nosotros: le llamamos por
nuestro deseo y oponemos con ello una barrera a los intrusos, que pueden
muy bien conducirnos a error en lo
que respecta a su identidad. Sin una evocación directa, un Espíritu no
tendría frecuentemente motivo para
venir a nuestro lado, como no fuera nuestro Espíritu familiar. La
experiencia prueba, por otra parte, que la
evocación es preferible en todos los casos. En cuanto a la identidad,
hablaremos a su tiempo.
Esta regla, sin embargo, no es absoluta. En las reuniones regulares, en
aquéllas, sobre todo, en que se
trata de un trabajo seguido, hay siempre, como ya dijimos, Espíritus
habituados que comparecen a la cita sin
necesidad de que se les llame, porque la misma regularidad de las
sesiones les sirve de evocación. Estos tales
toman frecuentemente la palabra por su propio impulso, para prescribir
lo que debe hacerse, o para desarrollar un tema, y entonces se les
reconoce fácilmente, sea por la forma de su lenguaje, siempre idéntico,
sea por su escritura, sea por ciertos hábitos que les son familiares, o
sea, en fin, por sus nombres, que indican,
unas veces al comenzar, y otras al concluir.
En cuanto a los Espíritus extraños, la manera de evocarles es de lo más
simple. No hay fórmula
sacramental o mística. Basta hacerlo en nombre de Dios en los términos
siguientes, u otros por el estilo:
“Ruego a Dios todopoderoso permita al Espíritu de... (designarle con la
posible precisión) que se comunique
con nosotros . O bien: “En nombre de Dios todo poderoso, ruego al
Espíritu de... tenga a bien comunicarse
con nosotros. Si puede venir, se obtendrá generalmente por respuesta:
“Si”, o “Aquí estoy” o “ ¿Qué
queréis?”.
Frecuentemente queda un sorprendido de la prontitud con que un Espíritu
evocado se presenta, aun la
primera vez: se dirá que había sido advertido. Así es, en efecto, cuándo
uno se preocupa por anticipado de su
evocación. Esta preocupación es una especie de evocación anticipada, y
como tenemos siempre nuestros
Espíritus familiares u otros, que e identifican con nuestro pensamiento,
preparan éstos el camino de tal suerte,
que, si no hay algo que se oponga, el Espíritu que se quiere evocar esta
ya presente. En el caso contrario, es el
Espíritu familiar del médium, o de1 que interroga, o de uno de los
habituales, el que lo va a buscar, y para
hacerlo no le precisa mucho tiempo. Si el Espíritu evocado no puede
venir instantáneamente, el mensajero (el
mercurio, si se quiere), fija una espera, algunas veces de cinco
minutos, un cuarto de hora, una hora, y a
veces muchos días: y cuando el evocado llega, aquél dice: “Ya está
aquí”. Entonces se puede empezar a
preguntar lo que se desee.
Cuando decimos que se haga la evocación en nombre de Dios, queremos dar a
entender que nuestra
recomendación debe tomarse en serio y no a la ligera. Los que no vean en
ello más que una fórmula sin
consecuencias, harán bien en abstenerse.
Espíritus que se pueden evocar
Se puede evocar a todos los Espíritus, sea cualquiera
el grado de la escala a que pertenezcan: los buenos
como los malos; aquellos que dejaron la vida recientemente, como
aquellos que vivieron en los tiempos más
remotos; los hombres ilustres, como los más obscuros; nuestros
parientes, nuestros amigos, o nuestros
desconocidos e indiferentes. Esto no quiere decir que quieran o puedan
responder a nuestro llamamiento:
independientemente de su voluntad personal o de la permisión que pueda
negarles una potencia superior,
puede haber otros motivos para ello, que no nos es siempre posible
penetrar.
Entre las causas que pueden oponerse a la manifestación de los
Espíritus, las hay personales y las hay
ajenas. Entre las primeras hay que comprender las ocupaciones o misiones
que cumplen, y a las que no se
pueden eludir por ceder a nuestros deseos. En este caso la visita sólo
se aplaza. Está, también, su propia
situación. Aunque el estado de encarnado no sea un obstáculo absoluto,
puede, en momentos dados, ser un
impedimento: sobre todo, cuando tiene lugar en mundos inferiores y
cuando el Espíritu es poco
materializado. En los mundos superiores, en aquellos en que los lazos
del Espíritu y la materia son muy
débiles; la manifestación es casi tan fácil como en el estado errante, y
siempre más fácil que en aquellos otros
en que la materia corporal es más compacta.
Las causas ajenas atañen casi siempre a la naturaleza del médium, a la
de la persona que evoca, al lugar
en que se hace la evocación, o, en fin, al móvil que la inspira. Ciertos
médiums reciben más particularmente
comunicaciones de sus Espíritus familiares, que pueden ser más o menos
elevados; otros, son aptos para
servir de intermediarios a todos los Espíritus; esto depende de la
simpatía o antipatía, de la atracción o de la
repulsión que el Espíritu personal ejerza sobre el Espíritu extraño, que
le puede tomar por intérprete con
satisfacción o con repugnancia, y también, hecha abstracción de las
cualidades íntimas del médium, del
desarrollo de su facultad medianímica. Los Espíritus acuden más
voluntariamente, y, sobre todo, son más
explícitos, con un médium que no les ofrece ningún obstáculo material.
En igualdad de circunstancias por lo
que se refiere al orden moral, el médium que más facilidades de palabra o
de escritura ofrece, es el que más
generaliza sus relaciones con el mundo espirita.
Todavía hay que tener en cuenta la facilidad derivada del hábito de
comunicar con tal o cual Espíritu.
Con el tiempo, el Espíritu extraño se identifica con el médium y también
con el de aquel que le evoca.
Dejando aparte la cuestión de la simpatía, se establecen entre ellos
relaciones semimateriales que hacen las
comunicaciones más rápidas. Esta es la razón por la que una primera
comunicación no es siempre tan
satisfactoria como se puede desear, y asimismo, por la que los Espíritus
suelen indicar que se les evoque en
otra ocasión. El Espíritu que tiene ya el hábito de comunicarse con un
médium, lo hace con la facilidad del
que se mueve en su casa: está familiarizado con sus intérpretes y con
sus oyentes: habla y obra con más
libertad.
En resumen: de lo que acabamos de decir, resulta: que la facultad que
todos tenemos de evocar a un
Espíritu cualquiera no implica, por parte de éste, la obligación puede
venir en un momento y no en otro, con tal médium y tal evocador que le
son gratos, y no con otros;
que puede decir lo que le plazca, sin que se le pueda obligar a platicar
de lo que no quiera; que es libre de irse
cuando le convenga y no somos quiénes para retenerle; y, en fin, que,
por causas dependientes o no de su
voluntad, después de haber sido asiduo comunicante durante algún tiempo,
puede, de pronto, dejar de serlo.
De la posibilidad de evocar a los Espíritus encarnados resulta la de
evocar al Espíritu de una persona
viva. Entonces responde como Espíritu, y no como hombre, y con
frecuencia sus ideas no son las mismas.
Estas evocaciones requieren prudencia, porque abundan las circunstancias
en que pudieran ser
inconvenientes y hasta temerarias. La emancipación del alma, como se
sabe, tiene lugar casi siempre durante
el sueño. La evocación produce la emancipación, o, por lo menos, un
estado de soñolencia con suspensión
momentánea de las facultades sensitivas. Luego se comprende lo
inconveniente que pudiera ser la evocación,
si coincidiera con un momento en que el evocado necesitara de todo su
conocimiento. También pudiera
resultar inconveniente si el evocado estuviera enfermo, porque pudiera
agravarle. Cierto que el peligro se
atenúa en razón a que el Espíritu conoce las necesidades de su cuerpo, y
no permanece más tiempo separado
de él que el estrictamente necesario, y cuando ve que su cuerpo va a
despertar, lo anuncia y dice que se retira.
Pudiendo los Espíritus estar reencarnados en la tierra, sucede con
frecuencia que evocamos a quienes lo están
sin saberlo: nosotros mismos podemos ser evocados; pero entonces las
circunstancias no son has mismas, y
los resultados pueden ser fastidiosos.
Puede causar extrañeza ser que el Espíritu de los hombres mas ilustres,
de aquéllos a quienes no se
hubiera osado dirigir la palabra en vida, acudan a las evocaciones de
los hombres más vulgares. Esto no
puede sorprender sino a aquellos que desconocen la naturaleza del mundo
espirita. Quienquiera que haya
estudiado este mundo, sabe que el rango que se ha ocupado en la tierra
no da ninguna supremacía, y que en el
más allá puede estar por debajo del que ha sido su servidor. Tal es el
sentido de la parábola de Jesús: “Los
grandes serán abatidos y los pequeños ensalzados”, y esta otra:
“Cualquiera que se humillare se elevara, y el
que se eleve, será humillado”. Un Espíritu puede, no ocupar entre sus
semejantes e1 rango que nosotros
suponemos; pero si es verdaderamente superior, estará despojado de todo
orgullo y de toda vanidad, y mirará
al monje y no al habito.
Lenguaje que debe usarse con los Espíritus.
El grado de superioridad o de inferioridad de los Espíritus,
indica, naturalmente, el tono que debe
adoptarse al hablar con ellos. Es evidente que cuanto más elevados son,
mas derecho tienen a nuestros
respetos. a nuestras atenciones y a nuestra sumisión. No debemos
testimoniarles menos deferencias que las
que hubiéramos tenido con ellos en vida, aunque por otros motivos. En la
tierra hubiéramos apreciado su
rango por su posición social, y en el mundo de los Espíritus nuestro
respeto debe atenerse a su superioridad
moral. Su misma elevación les pone muy por encima de las puerilidades de
nuestras formas de adulación. No
es con palabras con lo que se puede captar su benevolencia: es con la
sinceridad de los sentimientos. Sería
ridículo, por lo tanto, darles los títulos que nuestros usos consagran a
la distinción de los rangos, y que, en
vida, pudieron henchir su vanidad: si son realmente superiores, no
solamente no les agrada, sino que les
desplace, les molesta. Un buen pensamiento les es más grato que el
epíteto más laudatorio. Si no fuera así, no
se hallarían a más elevado nivel que la humanidad. El Espíritu de un
venerable eclesiástico, que fue en la
tierra un príncipe de la Iglesia, hombre de bien, que practicaba la
doctrina de Jesús, respondió cierto día a uno
que le evocó dándole el título de Monseñor: “Deberías decir, al menos,
ex-Monseñor; porque aquí, no hay
otro señor que Dios. Ten por entendido que estoy viendo a muchos que en
la tierra hincaban la rodilla a mis
pies, y yo me inclino ahora ante ellos”.
En cuanto a si se debe, o no, tutear a los Espíritus, es cosa que carece
de importancia. El respeto está en
el pensamiento y no en las palabras: todo depende de la intención: los
usos no son los mismos en todas
partes ni en todas has lenguas. Se puede tutear, o no, a los Espíritus,
según su rango y la familiaridad que
entre ellos y nosotros exista, como lo haríamos vis a vis con nuestros
coetáneos.
Si los Espíritus no se pagan de palabras, aman, en cambio, que se
agradezca su condescendencia, sea por
venir, sea por corresponder a nuestras preguntas. Se les deben, por lo
tanto, dar las gracias, como se les dan a
los que nos honran con su amistad y nos protegen: es un medio de
estimularles a continuar. Sería un grave
error creer que la formula imperativa puede tener sobre ellos alguna
influencia : es un medio infalible de
alejar a los buenos Espíritus. Se les ruega, no se les ordena, porque no
están a nuestras órdenes. Todo lo que
tiene dejos de orgullo, les es repulsivo. Incluso los Espíritus
familiares abandonan a sus protegidos que se
muestran ingratos y desdeñosos con ellos.
No porque los Espíritus no pertenezcan al primer rango, dejan de merecer
nuestros respetos, sobre todo si
nos revelan una superioridad relativa. En cuanto a los Espíritus
inferiores, su carácter nos traza el lenguaje
que conviene usar con ellos. En el conjunto hay quienes, aunque
inofensivos y hasta benévolos. son ligeros,
ignorantes, aturdidos. Tratarles como a los Espíritus serios, según
hacen ciertas personas, equivale a ponersede estar a tras órdenes; que
el Espíritu evocado de hinojos ante un escolar o ante un jumento tocado
con birrete de doctor. El tono de familiaridad es el que
más conviene con ellos, y por su parte, no lo desdeñan: antes al
contrario, lo aceptan de buen grado.
Entre los Espíritus inferiores, los hay desgraciados. Cualesquiera que
puedan ser las faltas que expían,
sus sufrimientos son títulos bastantes para merecer nuestra
conmiseración, con tanto más motivo, cuanto no
hay quien pueda vanagloriarse de quedar al margen de la parábola de
Jesús: “El que esté libre de pecado, que
arroje la primera piedra”. La benevolencia que les testimoniamos es un
consuelo para ellos. A falta de
simpatía, deben hallar en nosotros la indulgencia que desearíamos, de
hallarnos en su caso.
Los Espíritus que revelan su inferioridad por el cinismo de su lenguaje,
sus embustes, la bajeza de sus
sentimientos, la perfidia de sus consejos, etc.; son, también,
acreedores a nuestro interés, aunque lo sean
menos que aquellos que demuestran arrepentirse: les debemos, por lo
menos, la piedad que concedemos a los
más grandes criminales, y el medio de reducirles a silencio, es
mostrarse superior a ellos. Por su parte, no se
engríen sino con las gentes de quienes forman el concepto de que nada
tienen que temer. Este es el caso en
que conviene hablar con autoridad para alejarles, lo que se consigue
siempre con firmeza de voluntad,
requiriéndoles en nombre de Dios y con auxilio de los buenos Espíritus.
Como el culpable ante el juez, así se
inclinan ellos ante la superioridad moral.
En resumen: tanto como fuera irreverente tratar de igual a igual con los
Espíritus superiores, así sería
ridículo tener la misma deferencia para todos sin excepción. Veneremos a
los que lo merezcan, seamos
reconocidos para los que nos protegen e ilustran, y, para los demás,
usemos de la benevolencia que acaso un
día necesitemos. Penetrando en el mundo incorpóreo hemos aprendido a
conocerles, y este conocimiento
debe servirnos para regular nuestras relaciones con aquellos que lo
habitan. Nuestros antepasados, en su
ignorancia, les erigieron altares; para nosotros, no son sino criaturas
más o menos perfectas, y no elevamos
altares sino a Dios. (Véase Politeísmo en el Vocabulario.)
De las preguntas que pueden hacerse a los Espíritus
Si se han penetrado bien los principios que hemos
desarrollado hasta ahora, se comprenderá sin esfuerzo
la importancia, desde el punto de vista práctico, del tema que vamos a
tratar: es su consecuencia y aplicación,
y se podría, hasta cierto punto, prever la tesis por el conocimiento que
la escala espiritista nos da del carácter
de los Espíritus, según el rango que ocupan. Esta escala nos da la
medida de lo que podemos pedirles y de lo
que pueden concedernos. Un extranjero que viniera a nuestro país con la
creencia de que todos los hombres
son iguales en ciencia y en moralidad, se vería defraudado en su juicio
por las anomalías que advirtiera; pero
todo se lo explicaría perfectamente en cuanto se hiciera cargo de que
cada cual habla y escribe según sus
aptitudes. Igual ocurre en el mundo de los Espíritus. Desde que vemos a
los Espíritus tan distanciados unos
de otros bajo todos los conceptos, comprendemos sin fatiga que no todos
son aptos para resolver cualquier
dificultad, y que una pregunta mal dirigida puede exponer a los mayores
errores.
Sentado este principio, ¿conviene dirigir preguntas a los Espíritus? Hay
quien piensa que no: que
debemos abstenernos de preguntar, y dejar a su iniciativa el que nos
digan lo que tengan por conveniente. Se
fundan en que el Espíritu, hablando con espontaneidad, habla más
libremente, no dice otra cosa que lo que
quiere y hay más seguridad de que exprese su pensamiento, incluso creen
que es más respetuoso esperar la
enseñanza que el Espíritu crea debe dar, que pedirla. La experiencia
contradice esta teoría, como tantas otras
formuladas al principio de las manifestaciones. El conocimiento de las
diferentes categorías de Espíritus,
traza el límite del respeto que les es debido, y prueba que, a menos de
estar ciertos de no tener comercio sino
con Espíritus superiores, sus lecciones espontáneas o serán siempre muy
edificantes. Esta consideración
aparte, y suponiendo al Espíritu bastante elevado para no decir sino
cosas buenas, su enseñanza sería
frecuentemente muy limitada, si no se alimentase con preguntas. Hemos
presenciado muchas sesiones
lánguidas o nulas, por falta de tema determinado. Y como en definitiva,
los Espíritus no responden sino a lo
que les conviene y como les conviene, tomando de la pregunta la parte
que les parece, está claro que con
preguntar, no se ejerce ninguna violencia sobre su libre albedrío. Ellos
mismos provocan frecuentemente el
diálogo, diciendo: “Qué queréis? Interroga y te contestaré”. También es
frecuente que sean ellos los que nos
pregunten a nosotros, no para instruirse, sino para someternos a prueba,
o para aclarar nuestro concepto.
Reducirnos en su presencia a un papel puramente pasivo, seria un exceso
de sumisión que no nos piden: lo
que sienten, es la atención y el recogimiento. Cuando toman
espontáneamente la palabra sin esperar a que se
les interrogue, como hemos dicho ya al hablar de las evocaciones, hay
que oírles sin objeción ninguna que les
interrumpa y les desvíe de la línea que se han trazado; pero como esto
no sucede siempre, es útil tener
preparado un tema que proponer, a falta de la iniciativa del Espíritu.
Regla general: Cuando un Espíritu
habla, no hay que interrumpirle, y cuando manifiesta por un signo
cualquiera su intención de hablar,
conviene esperar y no usar de la palabra hasta que se esté cierto de que
no tiene nada más que decir.
Si, en principio, las preguntas no desagradan a los Espíritus, hay
algunas que les son soberanamente
antipáticas, y de ellas debemos abstenemos, so pena de no obtener
contestación, o de tenerla mala. Cuando hablamos de preguntas
antipáticas, nos referimos a los Espíritus elevados: los inferiores no
son escrupulosos
y pueden ser preguntados en todo lo que se quiera, sin peligro de roce,
incluso en las cosas más
impertinentes. Ellos contestan a todo, bien que, como dicen alguna vez, a
preguntas necias, contestaciones
necias; y loco sería quien las tomara en serio.
Los Espíritus pueden abstenerse de contestar, por muchos motivos: 1.-
porque la pregunta no les agrade;
2.- porque no siempre tienen los conocimientos necesarios; 3.- porque
hay cosas que les está prohibido
revelar; y 4.- porque la contestación puede parecerles inoportuna. Si,
pues, no satisfacen nuestra curiosidad,
es porque o pueden, no deben o no quieren satisfacerla. Cualquiera que
sea el motivo, es regla invariable que
todas las veces que un Espíritu rehusa categóricamente responder, no se
debe insistir; de otro modo, se
expone uno a que la contestación sea dada por uno de esos Espíritus
ligeros, siempre prontos a mezclarse en
todo, sin inquietarse mucho por la verdad. Si la negativa no es
absoluta, se puede rogar al Espíritu que
condescienda con nuestro deseo; algunas veces lo hace, pero no cede
nunca a la exigencia. Esta regla no es
aplicable a las aclaraciones que se pueden y se deben pedir en aquellos
puntos que no se hayan comprendido.
Cuando un Espíritu quiere concluir el diálogo, lo hace generalmente con
una de las frases adiós, basta por
hoy, es muy tarde, hasta otra vez, etc. Esta despedida es casi siempre
sin apelación: la inmovilidad del lápiz
es una prueba de que el Espíritu se ha ido, y es ocioso insistir.
Dos puntos esenciales hay que tener en cuenta en las preguntas: el fondo
y ha forma. Por la forma, deben
revelar, aunque sin fraseología ridícula, el respeto y consideración que
se debe al Espíritu que se comunica, si
es superior, y la benevolencia si se trata de un igual o de un inferior a
nosotros. Desde otro punto de vista,
deben ser claras, precisas y sin ambigüedades, evitando las que tengan
un alcance complejo; vale más
dividirlas en dos o más sí es necesario. Cuando un tema requiere una
serie de preguntas, importa mucho
clasificarlas con orden, encadenándolas entre sí metódicamente. Por ello
es siempre útil prepararlas por
anticipado, lo que, como ya hemos dicho, es una especie de evocación
anticipada que prepara los caminos.
Meditando las preguntas con reposo, se las formula y se las clasifica
mejor y se obtienen contestaciones más
satisfactorias. Esto no impide que en el curso de la conversación se
agreguen otra complementarias en las que
no se había pensado, o que pueden ser sugeridas por las contestaciones;
pero el plan sigue siendo el trazado,
y esto es lo fundamental. Lo que se debe evitar, es pasar bruscamente de
un tema a otro, por preguntas sueltas
y sin relación Con el tema principal. Sucede con frecuencia que algunas
de las preguntas preparadas por
anticipado en previsión de ciertas contestaciones, se hacen inútiles, y
en este caso, hay que prescindir de
ellas. Un hecho que ocurre con mucha frecuencia, es el de que la
contestación se adelante a la pregunta o que,
apenas las primeras palabras de esta se han pronunciado, el Espíritu
responde sin dejarla concluir, hay veces
que responde a un pensamiento mental o expresado en voz baja por alguno
de los asistentes, sin que tenga
nada que ver con la pregunta en curso de contestación, y sin que de ello
se haya enterado el médium. Si no se
dieran a cada instante pruebas manifiestas de la neutralidad absoluta de
este último, los hechos de este género
no podrían dejar ninguna duda al respecto.
Con relación al fondo, las preguntas merecen una atención particular,
según su objeto. Las preguntas
frívolas, de pura curiosidad o de prueba, son desagradables a los
Espíritus serios, quienes las rehuyen o no las
contestan. En cambio, los Espíritus ligeros se divierten con ellas.
Las preguntas de prueba suelen hacerlas aquellos que no están
convencidos y que tratan de asegurarse de
la existencia de los Espíritus, de su perspicacia y de su identidad.
Esto es muy natural de su parte, pero faltan
completamente a su fin, y su insistencia a este respecto demuestra su
absoluta ignorancia de las bases sobre
que descansa la ciencia espirita, que son totalmente diferentes de las
en que reposan las ciencias
experimentales. Aquellos, pues, que quieran instruirse, deben resignarse
a seguir otro camino y dejar a un
lado los procedimientos de nuestras escuelas. Si creen no poderlo hacer
sino experimentando a su manera,
harán mejor absteniéndose. ¿Qué diría un profesor a quien un discípulo
pretendiera imponer su método,
prescribirle el modo como tenía que obrar, indicarle la manera de hacer
las experiencias? La ciencia espirita
tiene sus principios: los que quieran conocerla deben adaptarse a ellos,
y si no se adaptan, no pueden
considerarse aptos para juzgarla. Estos principios, en lo que concierne a
las pruebas, son los siguientes:
1. Los Espíritus no son máquinas que cualquiera puede poner en
movimiento a su guisa; son seres
inteligentes que no hacen ni dicen sino lo que quieren, sin que podamos
sujetar los a nuestros caprichos.
2. Las pruebas que deseamos obtener de su existencia, de su perspicacia y
de su identidad, las dan
espontáneamente y de buen grado en muchas ocasiones; pero las dan cuando
quieren y de la manera que
quieren, y a nosotros nos toca esperar, ver, observar.., y las pruebas
no faltan. Es preciso captarlas al pasar.
Cuando las provocamos es cuando se nos escapan, y en esto los Espíritus
nos demuestran su independencia y
libre albedrío.
Por lo demás, este principio es el que rige en todas las ciencias de
observación. ¿Qué hace un naturalista
que estudia las costumbres de un insecto, por ejemplo? Le sigue en todas
las manifestaciones de su
inteligencia o de su instinto; observa lo que pasa, y espera a que los
fenómenos se presenten; no piensa en
provocarlos ni en desviarlos de su curso; sabe que si mal hiciera, no
los obtendría en su simplicidad natural.
Esto mismo ocurre en las observaciones espiritistas.
Por lo que hasta la
fecha sabemos, se comprende que no basta que un Espíritu sea serio,
para resolver ex
profeso toda pregunta seria; que no basta tampoco que haya sido sabio en
la tierra, para resolver una cuestión
científica, puesto que puede continuar imbuido por sus prejuicios
terrestres: es preciso, o que sea
suficientemente elevado, o que su desprendimiento, como Espíritu, se
haya cumplido y esté capacitado en el
orden de las ideas que se le sometan en el círculo, amén de las
condiciones del medio, que son muy otras,
frecuentemente, de las exigidas para otras clases de observaciones. Pero
sucede, con frecuencia, que otros
Espíritus más elevados vienen en ayuda de aquel a quien se interroga, y
suplen su insuficiencia. Esto ocurre,
sobre todo, cuando el que interroga tiene buena intención. En suma: lo
primero que hay que hacer cuando
uno se dirige a un Espíritu por primera vez, es aprender a conocerle, a
fin de apreciar las preguntas que se le
pueden dirigir con mayor probabilidad de certeza en sus respuestas.
Los Espíritus, en general, conceden poca importancia a las preguntas de
interés puramente material y a
las que conciernen a la vida privada. Se engañaría el que creyera hallar
en ellos guías infalibles a quienes
consultar a cada momento sobre la marcha o el resultado de sus negocios.
Lo repetimos una vez mas: los
Espíritus ligeros responden a todo, y predecirán, si se les pide, el
alza o la baja de la bolsa, dirán si él marido
que se espera será moreno o rubio, etc., confiando al azar la ventura de
haber acertado.
No incluimos entre las preguntas frívolas todas aquellas que tienen
carácter personal: el buen sentido
debe bastarnos para distinguir entre ellas. Pero los Espíritus que mejor
pueden guiamos por este camino, son
nuestros Espíritus familiares, aquellos que están encargados de velar
por nosotros, y que, por el hábito que
tienen de seguirnos, se han identificado con nuestras necesidades.
Estos, sin disputa, conocen nuestros
asuntos mucho mejor que nosotros. Es a ellos, por lo tanto, a quienes
debemos acudir para este género de
asuntos; pero es preciso hacerlo con calma, con recogimiento, por una
apelación a su benevolencia, y no a la
ligera. Pedir eso mismo a quemarropa y a cualquier Espíritu que se
presente, equivale a pedir prestada una
fuerte suma al primer desconocido que se halle al paso.
Nuestros Espíritus familiares pueden aconsejarnos, y en muchas ocasiones
lo hacen de un modo eficaz;
pero su asistencia no es siempre patente y material, sino oculta en la
mayoría de veces. Nos ayudan con una
multitud de advertencias indirectas que provocan y que desgraciadamente
no siempre tomamos en cuenta, de
lo que resulta que muchas tribulaciones que pasamos, las debemos a esa
falta de atención para con sus
advertencias. Cuando se les interroga, pueden, en ciertos casos, dar
consejos precisos; pero, en general, se
limitan a trazarnos el camino, recomendándonos que no desfallezcamos si
en él tenemos algún tropiezo.
Obedece esto a dos motivos. Primeramente, las tribulaciones de la vida,
si no son el resultado de nuestras
propias faltas, son parte de las pruebas que debemos sufrir, en las que
pueden ayudarnos a soportarlas con
valor y resignación, pero no les pertenece poderlas orillar. En segundo
término, si nos guiaran de la mano
para evitarnos todos los escollos, ¿qué haríamos de nuestro libre
albedrío? Seríamos como los niños
sostenidos por los andadores. Los Espíritus nos dicen: “Ese es el
camino, sigue la buena senda; yo te
inspiraré lo que más te convenga, pero tú has de servirte del juicio
para discernir, como de las piernas para
andar”.
¿Pueden los Espíritus predecir lo futuro? Esta pregunta se la hace todo
novicio. Sobre ella, seremos
parcos. La Providencia obra sabiamente ocultándonos el porvenir. ¡Qué de
tormentos nos ahorra esta
ignorancia!, sin contar con que, si lo conociéramos, nos abandonaríamos
ciegos al destino y abdicaríamos
toda iniciativa. Los mismos Espíritus no le conocen sino en relación con
su elevación: y he aquí por qué los
Espíritus inferiores que sufren, creen que su sufrimiento será eterno.
Cuando lo saben, no lo deben revelar.
Pueden, empero, levantar alguna vez la punta del velo que le cubre, y lo
hacen espontáneamente, porque lo
juzgan útil; nunca a nuestro ruego. Lo mismo ocurre con nuestro pasado.
Insistir sobre este punto, como
sobre los otros en que rehusan responder, da lugar a ser juguetes de los
Espíritus mistificadores.
Sin reproducir aquí cuanto tenemos dicho en el Libro de los Espíritus,
no nos es posible pasar en revista
todas las preguntas que pueden dirigirse a los Espíritus. Remitimos al
lector a dicha obra, pues, para cuanto
se relaciona con el porvenir, las existencias pasadas, los
descubrimientos de tesoros ocultos, las ciencias, la
medicina, etc.
Médiums pagados
No conocemos aun médiums escribientes que den sesiones
de consultas a tanto por sesión: eso vendrá,
posiblemente, y por ello consideramos de interés consagrar algunas
palabras a tal tema.
Diremos, en primer término, que nada se prestaría más al charlatanismo y
a la juglería, que semejante
oficio. Si se han multiplicado los falsos sonámbulos, se multiplicarían
mucho más los falsos médiums, y la
razón de la multiplicación sería motivo para la desconfianza. El
desinterés, por el contrario, es la objeción
más perentoria que se puede oponer a los que no ven en la mediumnidad
escribiente sino una hábil maniobra.
No hay charlatanismo desinteresado. ¿Cuál seria entonces, el objeto de
las personas que usaran de la
superchería sin provecho? Y esto con mayor razón cuando la honorabilidad
de tales personas les pone al abrigo de toda sospecha. Si la ganancia
que un médium obtuviera de su facultad, fuera motivo fundado de
sospecha, no por ello sería prueba de que tal sospecha era legítima.
Podría darse el caso de tratarse de una
facultad real puesta en ejercicio de buena fe, con todo y exigir
retribución. Veamos, en este caso, si se puede
esperar razonablemente un resultado satisfactorio.
Si se ha comprendido lo que hemos dicho acerca de las condiciones
necesarias para servir de intérprete a
los buenos Espíritus, de las numerosas causas que les pueden alejar, de
las causas independientes de su
voluntad que son con frecuencia un obstáculo para su venida, de todas
las condiciones morales, en fin, que
pueden ejercer influencia sobre las comunicaciones ¿cómo poder aceptar
que un Espíritu, por poco elevado
que sea, esté a todas las horas del día a las órdenes de un mercachifle
de consultas, y sometido a sus
exigencias, para satisfacer la curiosidad del primer advenedizo? Se
conoce la aversión de los Espíritus a todo
lo que huela a concupiscencia y egoísmo y el poco caso que hacen de las
cosas materiales, ¡y se quiere que
ayuden a un tráfico inmoral con su presencia! Esto repugna a la razón, y
sería dar pruebas de conocer bien
poco el mundo espirita, creer que pueda establecerse ese contubernio.
Pero como los Espíritus ligeros son
menos escrupulosos y no rehuyen las ocasiones de divertirse por nuestra
cuenta, resulta que si uno no es
mistificado por un falso médium, corre el peligro de serlo por alguno de
aquéllos. Con estas reflexiones
solamente, se tiene la medida de la confianza que debe depositarse en
comunicaciones de ese género. Por lo
demás, ¿a quién servirían hoy en día los médiums mercenarios, si, cuando
uno no tiene en sí mismo la
facultad, puede hallarla en su familia, entre sus amigos o entre sus
conocidos?
El inconveniente que acabamos de señalar, no reza con las comunicaciones
puramente físicas. La
naturaleza de los Espíritus que se comunican en estas circunstancias, lo
deja comprender fácilmente. Con
todo, como la facultad de los médiums de efectos físicos no está siempre
a su disposición, frecuentemente les
fallaría en el instante en que más necesitaran de ella para satisfacer
las exigencias del público. La facultad
medianímica, aun dentro de estos límites, no ha sido dada para exhibirse
en los proscenios de los teatros, y
quienquiera que pretendiese tener a sus órdenes Espíritus, aun del rango
más ínfimo, para hacerles actuar al
minuto, puede tenerse, con derecho, como sospechoso de charlatanismo y
de prestidigitación más o menos
hábil. Que se tenga por dicho:
Todas las veces que se vean anuncios de pretendidas sesiones
espiritistas o de espiritualismo a tanto el
asiento, se trata de charlatanismo o de prestidigitación más o menos
bien preparada.